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DISCURSOS PARLAMENTARIOS DE DONOSO CORTÉS. I. DISCURSO SOBRE LA DICTADURA

Por: Juan Donoso Cortés

Fuente: Fundación Speiro

Señores:

El largo discurso que pronunció ayer el señor Cortina, y a que voy a contestar, considerándole desde un punto de vista restringido, a pesar de sus largas dimensiones, no fue más que un epilogo: el epílogo de los errores del partido progresista, los cuales a su vez no son más que otro epílogo: el epílogo de todos los errores que se han inventado de tres siglos a esta parte y que traen conturbadas más o menos hoy día a todas las sociedades humanas.

El señor Cortina, al comenzar su discurso, manifestó, con la buena fe que a su señoría distingue y. que tanto realza su talento, que él mismo algunas veces había llegado a sospechar si sus principios serían falsos, si sus ideas serían desastrosas, al ver que nunca estaban en el Poder y siempre en la oposición. Yo diré a su señoría que, por poco que reflexione, su duda se cambiará en certidumbre. Sus ideas no están en el Poder y están en la oposición, cabalmente porque son ideas de oposición y porque no son ideas de Gobierno. Señores, son ideas infecundas, ideas estériles, ideas desastrosas, que es necesario combatir hasta que queden enterradas aquí, en su cementerio natural, bajo estas bóvedas, al pie de esta tribuna. (Aplauso general en los bancos de la mayoría.)

El señor Cortina, siguiendo las tradiciones del partido a quien capitanea representa, siguiendo, digo, las tradiciones de este partido desde la revolución de febrero, ha pronunciado un discurso dividido en tres partes, que yo llamaré inevitables. Primera, un elogio del partido, fundado en una relación de sus méritos pasados. Segunda, el memorial de sus agravios presentes. Tercera, un programa, o sea una relación de sus méritos futuros.

Señores de la mayoría: Yo vengo aquí a defender vuestros principios, pero no esperéis de mí ni un solo elogio; sois los vencedores, y nada sienta tan bien en la frente del vencedor como una corona de modestia. (¡Bien, bien!)

No esperéis de mí, señores, que hable de vuestros agravios no tenéis agravios personales que vengar, sino los agravios hechos a la sociedad y al Trono por los traidores a su reina y a su Patria. No hablaré de vuestra relación de méritos. ¿Para qué fin hablaría de ellos? ¿Para que la nación los sepa? La nación se los sabe de memoria. (Risas.)

El señor Cortina dividió su discurso en dos partes, que desde luego se presentan al alcance de todos los señores diputados. Su señoría trató de la política exterior del Gobierno, y llamó política exterior, importante para España, a los acontecimientos ocurridos en París, en Londres y en Roma. Yo tocaré también estas cuestiones.

Después descendió su señoría a la política interior, y la política interior, tal como la ha tratado el señor Cortina, se divide en dos partes: una, cuestión de principios, y otra, cuestión de hechos; una, cuestión de sistema, y otra, cuestión de conducta. A la cuestión de hechos, a la cuestión de conducta, ya ha contestado el Ministerio, que es a quien correspondía contestar, que es quien tiene los datos para ello, por el órgano de los señores Ministros de Estado y Gobernación, que han desempeñado este encargo con la elocuencia que acostumbran. Me queda para mí casi intacta la cuestión de principios; esta cuestión solamente abordaré, pero la abordaré, si el Congreso me lo permite, de lleno. (Atención.)

Señores: ¿cuál es el principio del señor Cortina? El principio de su señoría, bien analizado su discurso, es el siguiente : en la política interior, la legalidad i todo por la legalidad, todo para la legalidad; la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias, la legalidad en todas ocasiones; y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades y no las sociedades para las leyes (Muy bien, muy bien!), digo: la sociedad todo para la sociedad, todo por la sociedad; la sociedad siempre, la sociedad en todas circunstancias, la sociedad en todas ocasiones. (¡Bravo, bravo!)

Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura. Señores, esta palabra tremenda (que tremenda es, aunque no tanto como la palabra revolución, que es la más tremenda de todas) (Sensación.); digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada aquí por un hombre que todos conocen; este hombre no ha sido hecho por cierto de la madera de los dictadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla. Por eso (lo declaro aquí alta, noble y francamente) estoy incapacitado de gobernar; no puedo aceptar el gobierno en conciencia; yo no podría aceptarle sin poner la mitad de mí mismo en guerra con la otra mitad, sin poner en guerra mi instinto contra mi razón, sin poner en guerra mi razón contra mi instinto. (¡Muy bien, my bien!)

Por esto, señores, y yo apelo al testimonio de todos los que me conocen, ninguno puede levantarse, ni aquí ni fuera de aquí, que haya tropezado conmigo en el camino de la ambición, tan lleno de gentes (Aplausos:), ninguno. Pero todos me encontrarán, todos me han encontrado en el camino modesto de los buenos ciudadanos. Sólo así, señores, cuando mis días estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin el remordimiento de haber dejado sin defensa a la, sociedad bárbaramente atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo y para mí insoportable dolor de haber hecho mal a un hombre.

Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso, como cualquier otro gobierno; es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como puede defenderse en la práctica. Y si no, señores, ved lo que es la vida social.

La vida social, como la vida humana, se compone de la acción y de la reacción, del flujo y reflujo de ciertas fuerzas invasoras y de ciertas fuerzas resistentes.

Esta es la vida social, así como ésta es también la vida humana. Pues bien; las fuerzas invasoras, llamadas enfermedades en el cuerpo humano y de otra manera en el cuerpo social, pero siendo esencialmente la misma cosa, tienen dos estados: hay uno en que, están derramadas por toda la sociedad, en que están representadas sólo por individuos; hay otro estado agudísimo de enfermedad, en que se reconcentran más y están representadas por asociaciones políticas. Pues bien; yo digo que no existiendo las fuerzas resistentes, lo mismo en el cuerpo humano que en el cuerpo social, sino para rechazar las fuerzas invasoras, tienen que proporcionarse necesariamente a su estado. Cuando las fuerzas invasoras están derramadas, las resistentes lo están también; lo están por el Gobierno, por las Autoridades, por los Tribunales; en una palabra, por todo el cuerpo social; pero cuando las fuerzas invasoras se reconcentran en asociaciones políticas, entonces necesariamente, sin que nadie lo pueda impedir, sin que nadie tenga derecho a impedirlo, las fuerzas resistentes par sí mismas se reconcentran en una mano. Esta es la teoría clara, luminosa, indestructible, de la dictadura.

Y esta teoría, señores, que es una verdad en el orden racional, es un hecho constante en el orden histórico. Citadme una sociedad que no haya tenido la dictadura, citádmela. Ved si no qué pasaba en la democrática Atenas, qué pasaba en la aristocrática Roma. En Atenas ese poder omnipotente estaba en las manos del pueblo, .y se llamaba ostracismo; en Roma ese poder omnipotente estaba en manos del Senado, que le delegaba en un varón consular, y se llamaba, como entre nosotros, dictadura. (¡Bien, bien!) Ved las sociedades modernas, señores; ved la Francia, en todas sus vicisitudes. No hablaré de la primera República, que fue una dictadura gigantesca, sin fin, llena de sangre y de horrores. Hablo en época posterior. En la Carta de la Restauración, la dictadura se había refugiado o buscado un asilo en el artículo 14; en la Carta de 1830 se encontró en el preámbulo. ¿Y en la República actual? De ésta no digamos nada: ¿Qué es sino la dictadura con el mote de república? (Estrepitosos aplausos.)

Aquí se ha citado, y en mala hora, por el señor Gálvez Cañero la Constitución inglesa. Señores: la Constitución inglesa cabalmente es la única en el mundo (tan sabios son los ingleses) en que la dictadura no es de derecho excepcional, sino de derecho común. Y la cosa es clara: el Parlamento tiene en todas ocasiones, en todas épocas, cuando quiere, el poder dictatorial; pues no tiene más límite que el de todos los poderes humanos: la prudencia; tiene todas las facultades y éstas constituyen el poder dictatorial de hacer todo lo que no sea hacer de una mujer un hombre o de un hombre una mujer, como dicen sus jurisconsultos. (Risas.) Tiene facultades para suspender el habeas corpus, para proscribir por medio de un bill d’attainderpuede cambiar de Constitución; puede variar hasta de dinastía, y no sólo de dinastía, sino hasta de religión, y oprimir las conciencias; en una palabra: lo puede todo. ¿Quién ha visto, señores, una dictadura más monstruosa? (¡Bien, bien!)

He probado que la dictadura es una verdad en el orden teórico; que es un hecho en el orden histórico. Pues ahora voy a decir más: la dictadura pudiera decirse, si el respeto lo consintiera, que es otro hecho en el orden divino.

Señores: Dios ha dejado hasta cierto punto a los hombres el gobierno de las sociedades humanas, y se ha reservado para sí exclusivamente el gobierno del universo. El universo está gobernado por Dios, si pudiera decirse así, y si en cosas tan altas pudieran aplicarse las expresiones del lenguaje parlamentario, constitucionalmente. (Grandes risas en los bancos de la izquierda.) Y, señores, la cosa me parece de la mayor claridad y de la mayor evidencia. Está gobernado por ciertas leyes precisas, indispensables, a que se llama causas secundarias. ¿Qué son estas leyes; sino leyes análogas a las que se llaman fundamentales respecto de las sociedades humanas?

Pues bien, señores; si, con respecto al mundo físico, Dios es el legislador, como respecto a las sociedades humanas lo son los legisladores, si bien de diferente manera, ¿gobierna Dios siempre con esas mismas leyes que El a sí mismo se impuso en su eterna sabiduría y a las que nos sujetó a todos? No, señores; pues algunas veces, directa, clara y explícitamente manifiesta su voluntad soberana quebrantando esas leyes que El mismo se impuso y torciendo el curso natural de las cosas. Y bien, señores: cuando obra así, ¿no podría decirse, si el lenguaje humano pudiera aplicarse a las cosas divinas, que obra dictatorialmente? (Vuelven a reproducirse las risas en los bancos de la izquierda.)

Esto prueba, señores, cuán grande es el delirio de un partido que cree poder gobernar con menos medios que Dios, quitándose a sí propio el medio, algunas veces necesario, de la dictadura. Señores, siendo esto así, la cuestión, reducida a sus verdaderos términos, no consiste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias es buena; la cuestión consiste en averiguar si han llegado o pasado por España estas circunstancias. Este es el punto más importante, y es al que voy a contraerme exclusivamente ahora. Para esto tendré que echar una ojeada (y en esto no haré más que seguir las pisadas de todos los oradores que me han precedido), una ojeada por Europa y otra ojeada por España. (Atención profunda.)

Señores: la revolución de febrero vino corno viene la muerte: de improviso. (Grandes aplausos.) Dios, señores, había condenado a la Monarquía francesa. En vano esta institución se había transformado hondamente para acomodarse a las circunstancias y a los tiempos; ni aun esto le valió: su condenación fue inapelable, y su pérdida infalible. La Monarquía de derecho divino concluyó con Luis XVI en un cadalso; la Monarquía de la gloria concluyó con Napoleón en una isla; la Monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destierro, y con Luis Felipe ha concluido la última de todas las Monarquías posibles: la Monarquía de la prudencia. (¡Bravo, bravo!) ¡Triste y lamentable espectáculo, señores, el de una institución venerabilísima, antiquísima, gloriosísima, quien de nada vale ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia, ni la gloria! (Se repiten los aplausos.)

Señores, cuando vino a España la grande nueva de esta grande revolución, todos nos quedamos consternados y atónitos. Nada era comparable a nuestro asombro y a nuestra consternación, sino la consternación y el asombro de la Monarquía vencida. Digo mal: había un asombro mayor, una consternación más grande que la de la Monarquía vencida, y era la de la República vencedora. (¡Bien, bien!) Aun ahora mismo: diez meses van pasados ya desde su triunfo; preguntadla cómo venció; preguntadla por qué venció; preguntadla con qué fuerzas venció, y no sabrá qué responderos. Esto consiste en que la República no venció: la República fue el instrumento de victoria de un poder más alto. (Profunda sensación.)

Ese poder, señores, cuando esté comenzada su obra, así como fue fuerte para destruir la Monarquía con un escrúpulo de República, será fuerte también, si necesario fuera y conveniente a sus fines, para derribar la República con un escrúpulo de Imperio, o con un escrúpulo de Monarquía. Esta revolución, señores, ha sido objeto de grandes comentarios en sus causas y en sus efectos, en todas las tribunas de Europa, y entre otras, en la tribuna española. Yo he admirado aquí y allí la lamentable ligereza con que se trata de las causas hondas de las revoluciones. Señores, aquí, como en otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino a los defectos de los gobiernos. Cuando las catástrofes son universales, imprevistas, simultáneas, son siempre cosa providencial; porque, señores, no otros son los caracteres que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres. (Ruidosos aplausos en los bancos de la mayoría.)

Cuando las revoluciones presentan esos síntomas, estad seguros que vienen del cielo, y que vienen por culpa y para castigo d, todos. ¿Queréis, señores, saber la verdad, y toda la verdad concerniente a las causas de la revolución última francesa? Pues la verdad es que en febrero llegó el día de la gran liquidación de todas las clases de la sociedad con la Providencia, y que en ese día tremendo todas se han encontrado fallidas. En ese día han venido a liquidación con la Providencia, y repito que todas en esa liquidación se han encontrado fallidas. Digo más, señores: la República misma el día de su victoria se declaró también en quiebra. La República había dicho que sí, que venía a sentar en el mundo la dominación de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, esos tres dogmas que no vienen de la República, sino que vienen del Calvario. (¡Bien, bien!) Y bien, señores, ¿qué ha hecho después? En nombre de la libertad, ha hecho necesaria, ha proclamado, ha aceptado la dictadura; en nombre de la igualdad, con el título de republicanos de la víspera, de republicanos del día siguiente, de republicanos de nacimiento, ha inventado no sé qué especie de democracia aristocrática y no sé qué género de ridículos blasones; en fin, señores, en nombre de la fraternidad, ha restaurado la fraternidad pagana, la fraternidad de Eteocles y Polínice, y los hermanos se han devorado unos a otros en las calles de París, en la batalla más gigantesca que dentro de los muros de una ciudad han presenciado los siglos. A esa República, que se llamó de las tres verdades, yo la desmiento: es la República de las tres blasfemias, es la República de las tres mentiras. Bravo, bravo!)

Viniendo ahora a las causas de esta revolución, el partido progresista tiene unas mismas causas para todo. El señor Cortina nos dijo ayer que hay revoluciones porque hay ilegalidades y porque el instinto de los pueblos los levanta uniforme y espontáneamente contra los tiranos. Antes nos había dicho el señor Ordax Avecilla: «¿Queréis evitar las revoluciones? Dad de comer a los hambrientos.» Véase, pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su extensión: las causas de la revolución son, por una parte, la miseria; por otra, la tiranía. Señores, esa teoría es contraria, totalmente contraria a la Historia. Yo pido que se me cite un ejemplo de una revolución hecha y llevada a cabo por pueblos esclavos o por pueblos hambrientos. Las revoluciones son enfermedades de los pueblos ricos; las revoluciones son enfermedades de los pueblos libres. El mundo antiguo era un mundo en que los esclavos componían la mayor parte del género humano; citadme cuál revolución fue hecha por esos esclavos. (En las bancas de la izquierda: «La revolución de Espartaco».)

Lo más que pudieron conseguir fue fomentar algunas guerras serviles; pero las revoluciones profundas fueron hechas siempre por opulentísimos aristócratas. No, señores; no está en la esclavitud, no está en la miseria el germen de las revoluciones; el germen de las revoluciones está en los deseos sobrexcitados de la muchedumbre por los tribunos que la explotan y benefician. (¡Bien, bien!) Y seréis como los ricos; ved ahí la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias. Y seréis como los nobles; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las nobiliarias. Y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases nobiliarias contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera de dioses; ved ahí la fórmula de la primera revolución del primer hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhon, el último impío, esa es fórmula de todas las revoluciones. (¡Muy bien, muy bien!)

El Gobierno español, como era su deber, no quiso que esa fórmula tuviese su aplicación en España; tanto menos lo quiso, cuanto que la situación interior no era la más lisonjera, y era menester prevenirse, así contra las eventualidades del interior como contra las eventualidades exteriores. Para no haberlo hecho así, era necesario haber desconocido de todo punto el poderío de esas corrientes magnéticas que se desprenden de los focos de infección revolucionaria y que van inficcionándolo todo por el mundo. (¡Muy bien, muy bien!)

La situación interior, en pocas palabras, era ésta: la cuestión política no estaba, no ha estado nunca, no está de todo punto resuelta; no se resuelven así tan fácilmente cuestiones políticas en sociedades tan soliviantadas por las pasiones. La cuestión dinástica no estaba concluida, porque, aunque es verdad que en ella somos nosotros los vencedores, no teníamos la resignación del vencido, que es el complemento de la victoria. (¡Bravo!) La cuestión religiosa estaba en muy mal estado. La cuestión de las bodas, todos los sabéis, estaba exacerbada. Yo pregunto, señores: supuesto, como he probado ya, que la dictadura sea en circunstancias dadas legítima, en circunstancias dadas provechosa, ¿estábamos o no estábamos en esas circunstancias? Si no habían llegado, decidme cuáles otras más graves han aparecido en el mundo. La experiencia vino a demostrar que los cálculos del Gobierno y la previsión de esta Cámara no habían sido infundados. Todos los sabéis, señores; yo en esto hablaré muy de paso, porque todo lo que es alimentar pasiones lo detesto; no he nacido para eso; todos sabéis que se proclamó la República a trabucazos por las calles de Madrid; todos sabéis que se ganó parte de la guarnición de Madrid y de Sevilla ; todos sabéis que sin la resistencia enérgica, activa, del Gobierno, toda España, desde las columnas de Hércules al Pirineo, de un mar a otro mar, hubiera sido un lago de sangre. Y no sólo España. ¿Sabéis qué males, si hubiera triunfado la revolución, se habrían propagado por el mundo? ¡Ah, señores! Cuando se piensa en estas cosas, fuerza es exclamar que el Ministerio que supo resistir y supervencer mereció bien de su Patria. (¡Muy bien, muy bien!)

Esta cuestión vino a complicarse con la cuestión inglesa; antes de entrar en ella (y desde ahora anuncio que no entraré sino para salir inmediatamente, porque así lo conceptúo conveniente y oportuno), antes .de entrar en ella me permitirá el Congreso que exponga algunas ideas generales que me parecen convenientes.

Señores: yo he creído siempre que la ceguedad es una señal, así en los hombres, corno en los gobiernos, como en las naciones, de perdición. Yo he creído que Dios comienza por cegar siempre a los que quiere perder; yo he creído que, para que no vean el abismo que pone a sus pies, comienza por turbarles la cabeza. Aplicando estas ideas a la política general, seguida de algunos arios a esta parte por Inglaterra y por la Francia, señores, lo diré aquí, hace mucho que yo he predicho grandes desventuras y catástrofes. Un hecho histórico, un hecho averiguado, un hecho incontrovertible es que el encargo providencial de la Francia es ser el instrumento de la Providencia en la propagación de las ideas nuevas,, así políticas como religiosas y sociales.

En los tiempos modernos, tres grandes ideas han invadido la Europa: la idea católica, la idea filosófica, la idea revolucionaria. Pues bien, señores, en esos tres períodos, la Francia se ha hecho siempre hombres para propagar esas ideas. Carlomagno (2) fue la Francia hecha hombre para propagar la idea católica; Voltaire fue la Francia hecha hombre para propagar la idea filosófica; Napoleón ha sido la Francia hecha hombre para propagar la idea revolucionaria. (Aplausos generales.) Del mismo modo, creo que el encargo providencial de la Inglaterra es mantener el justo equilibrio moral del mundo, haciendo contraste perpetuo con la Francia. La Francia es lo que el flujo, la Inglaterra lo que el reflujo del mar. (¡Muy bien, muy bien!)

Suponed por un momento el flujo sin el reflujo: los mares se extenderían por todos los continentes; suponed el reflujo sin el flujo: los mares desaparecerían de la tierra. Suponed la Francia sin la Inglaterra: el mundo no se movería sino en medio de convulsiones; cada día tendría una nueva. Constitución, cada hora una nueva forma de gobierno. Suponed la Inglaterra sin la Francia: el mundo vegetaría siempre bajo la carta del venerable Juan sin Tierra, que es el tipo permanente de todas las constituciones británicas. ¿Qué significa, pues, señores, la coexistencia de estas dos naciones poderosas? Significa, señores, el progreso limitado por la estabilidad, la estabilidad vivificada por el progreso. (¡Muy bien!)

Pues bien, señores: de algunos años a esta parte, y apelo a la historia contemporánea y a vuestros recuerdos, esas dos grandes naciones han perdido la memoria de sus hechos, han perdido la memoria de su encargo providencial en el mundo. La Francia, en vez de derramar por la tierra ideas nuevas, predicó por todas partes el statu quo: el statu quo en Francia, el statu quo en España, el statu quo en Italia, el statu quo en el Oriente. Y la Inglaterra, en vez de predicar la estabilidad, predicó en todas partes las revueltas: en España, en Portugal, en Francia, en Italia y en Grecia. ¿Y qué resultó de aquí? Lo que había de resultar forzosamente: que las dos naciones, representando un papel que no había sido el suyo nunca, le han representado pésimamente. La Francia quiso convertirse de diablo en predicador; la Inglaterra, de predicador en diablo. (Grandes generales risas, acompañadas de iguales aplausos en todos los bancos.)

Esta es, señores, la historia contemporánea; pero hablando solamente de la Inglaterra, porque es de la que me propongo hablar muy brevemente, diré que yo pido al cielo, señores, que no vengan sobre ella, como han venido sobre la Francia, las catástrofes que ha merecido por sus errores; porque nada es comparable al error de la Inglaterra de apoyar en todas partes a los partidos revolucionarios. Desgraciada! ¿No sabe que el día del peligro esos partidos, con más instinto que ella, la habrán de volver las espaldas? ¿No ha sucedido esto ya? Y ha debido suceder, señores, porque todos los revolucionarios del mundo saben que cuando las revoluciones van de veras, que cuando las nubes se agrupan, que cuando los horizontes se oscurecen, que cuando las olas suben a lo alto, «el navío de la revolución no tiene más piloto que la Francia. (Grandes y vivos aplausos.)

Señores, ésta fue la política seguida por la Inglaterra y, por mejor decir, por su Gobierno y sus agentes durante la última época. Yo he dicho y repito que no quiero tratar esta cuestión; me mueven a ello grandes consideraciones. Primero, la consideración del bien público, porque debo declarar aquí solemnemente que yo quiero la alianza más íntima, la unión más completa entre la nación española y la nación inglesa, a quien admiro y respeto como la nación quizá más libre, más fuerte y más digna de serlo en la tierra. No quisiera, pues, con mis palabras exacerbar esta cuestión y no quisiera tampoco perjudicar o embarazar ulteriores negociaciones. Hay otra consideración que me mueve a no hablar de este asunto. Para hablar de él tendría que hacerlo de un hombre de, quien fui amigo, más amigo que el señor Cortina; pero yo no puedo ayudarle hasta el punto que el señor Cortina le ayudaba; la honra no me permito más ayuda que el silencio. (El nombre de Bulwer se repite por los bancos de la mayoría.)

El señor Cortina, al tratar esta cuestión, permítame que se lo diga con franqueza, tuvo una especie de vahído y se le olvidó quién era, dónde estaba y quiénes somos. Su señoría creyó que era un abogado, y no era un abogado, que era un orador del Parlamenta. Su señoría creyó que hablaba en un tribunal, y hablaba en una asamblea deliberante; creyó que hablaba de un pleito, y hablaba de un asunto político grande, nacional, que, si pleito era, era pleito entre dos naciones. Ahora bien, señores: ¿correspondía al señor Cortina haber sido el abogado de la parte contraria a la nación española? (Aplausos en las bancos de la mayoría.) ¡Y qué, señores! ¿Es eso patriotismo, por ventura? ¿Es eso ser patriota? ¡Ah, no! ¿Sabéis lo que es ser patriota? Ser patriota, señores, es amar, es aborrecer, es sentir cómo ama, cómo aborrece, cómo siente nuestra Patria. (¡Bravo, bravo!)

Dije, señores, que pasaría muy de ligero por esta cuestión, y ya he pasado.

El señor secretario (Lafuente Alcántara): Pasadas las horas de reglamento, se pregunta al Congreso si se prorroga la sesión. (Muchas voces: «Sí, sí».)

Se acordó afirmativamente.

El señor marqués de Valdegamas: Pero, señores, ni las circunstancias interiores, que eran tan graves, ni las circunstancias exteriores, que eran tan complicadas y peligrosas, son bastantes para disminuir la opinión en los señores que se sientan en aquellos bancos. ¿Y la libertad?, nos dicen. ¡Pues qué! La libertad, ¿no es sobre todo? Y la libertad, a lo menos individual, ¿no ha sido sacrificada? ¡La libertad, señores! ¿Saben el principio que proclaman y el nombre que pronuncian los que pronuncian esa palabra sagrada? ¿Saben los tiempos en que viven? ¿No ha llegado hasta vosotros, señores, el ruido de las últimas catástrofes? ¡Qué! ¿No sabéis a esta hora que la libertad acabó? ¡Pues qué! ¿No habéis asistido, como he asistido yo, con los ojos de mi espíritu a su dolorosa pasión? ¡Pues qué, señores! ¿No la habéis visto vejada, escarnecida, herida alevosamente por todos los demagogos del mundo? ¿No la habéis visto llevar su angustia por las montañas de la Suiza, por las orillas del Sena, por las riberas del Rhin y del Danubio, por las márgenes del Tíber? ¿No la habéis visto subir al Quirinal, que ha sido su Calvario? (Estrepitosos aplausos.)

Señores, tremenda es la palabra, pero no debemos retraernos de pronunciar palabras tremendas si dicen la verdad, y yo estoy resuelto a decirla. ¡La libertad acabó! (Sensación, profunda.) No resucitará, señores, ni al tercer día, ni al tercer año, ni al tercer siglo, quizá. ¿Os asusta, señores, la tiranía que sufrimos? De poco os asustáis: veréis cosas mayores. Y aquí os ruego, señores, que guardéis en vuestra memoria mis palabras, porque lo que voy a decir, los sucesos que voy a anunciar en un porvenir más próximo o más lejano, pero muy lejano nunca, se han de cumplir a la letra. (Grande atención.)

El fundamento, señores, de todos vuestros errores (dirigiéndose a los bancos de la izquierda) consiste en no saber cuál es la dirección de la civilización y del mundo. Vosotros creéis que la civilización y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven. El mundo, señores, camina con pasos rapidísimos a la constitución de un despotismo, el más gigantesco y asolador de que hay memoria en los hombres. A esto camina la civilización y a esto camina el mundo. Para anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me basta considerar el conjunto pavorosa de los acontecimientos humanos desde su único punto de vista verdadero: desde las alturas católicas.

Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la Historia (3). Y si no, señores, ved lo que era el mundo, ved lo que era la sociedad que cae al otro lado de la Cruz; decid la que era cuando no había represión interior, cuando no había represión religiosa. Entonces aquélla era una sociedad de tiranías y de esclavos. Citadme un solo pueblo de aquella época donde no hubiera esclavos y donde no hubiera tiranía. Este es un hecho incontrovertible, éste es un hecho incontrovertido, éste es un hecho evidente. La libertad, la libertad verdadera, la libertad de todos y para todos, no vino al mundo sino con el Salvador del mundo. (¡Muy bien, muy bien!) Este también es un hecho incontrovertido, es un hecho reconocido hasta por los mismos socialistas, que lo confiesan. Los socialistas llaman a Jesús un hombre divino, y los socialistas hacen más, se llaman sus continuadores. ¡Sus continuadores, santo Dios! ¡Ellos, los hombres de sangre y de venganzas, continuadores del que no vivió sino para hacer bien, del que no abrió la boca sino para bendecir, del que no hizo prodigios sino para librar a los pecadores del pecado, a los muertos de la muerte, del que en el espacio de tres años hizo la revolución más grande que han presenciado los siglos y la llevó a cabo sin haber derramado más sangre que la suya! (Vivas generales aplausos.)

Señoresos ruego que me prestéis atención; voy a poneros en presencia del paralelismo más maravilloso que ofrece la Historia. Vosotros habéis visto que en el mundo antiguo, cuando la represión religiosa no podía bajar más, porque no existía ninguna, la represión política subió hasta no poder más, porque subió hasta la tiranía. Pues bien: con Jesucristo, donde nace la represión religiosa, desaparece completamente la represión política. Es esto tan cierto que, habiendo fundado Jesucristo una sociedad con sus discípulos, fue aquélla la única sociedad que ha existido sin gobierno. Entre Jesús y sus discípulos no había más gobierno que el amor del Maestro a los discípulos y el amor de los discípulos al Maestro. Es decir, que cuando la represión interior era completa, la libertad era absoluta.

Sigamos el paralelismo. Llegan los tiempos apostólicos, que los extenderé, porque así conviene ahora a mi propósito, desde los tiempos apostólicos propiamente dichos hasta la subida del cristianismo al Capitolio en tiempo de Constantino el Grande. En este tiempo, señores, la religión cristiana, es decir, la represión religiosa interior, estaba en todo su apogeo; pero aunque estaba en todo su apogeo, sucedió lo que sucede en todas las sociedades compuestas de hombres: que comenzó a desarrollarse un germen, nada más que un germen, de licencia y de libertad religiosa. Pues bien, señores, observad el paralelismo; a este principio de descenso en el termómetro religioso corresponde un principio de subida en el termómetro político. No hay todavía gobierno, no es necesario el gobierno, pero es necesario ya un germen de gobierno. Así en la sociedad cristiana entonces no había de hecho verdaderos magistrados, sino jueces árbitros y amigables componedores, que son el embrión del gobierno. Realmente no había más que eso; los cristianos de los tiempos apostólicos no tuvieron pleitos, no iban a los tribunales; decidían sus contiendas por medio de árbitros. Obsérvese, señores, cómo, con la corrupción va creciendo el gobierno.

Llegan los tiempos feudales, y en éstos la religión se encuentra todavía en su apogeo, pero hasta cierto punto viciada por las pasiones humanas. ¿Qué es lo que sucede, señores, en éste tiempo en el mundo político? Que ya es necesario un gobierno real y efectivo, pero que basta el más débil de todos, y así se establece la monarquía feudal, la más débil de todas las monarquías.

Seguid observando el paralelismo. Llega, señores, el siglo XVI. En este siglo, con la gran reforma luterana, con ese gran escándalo político y social, tanto como religioso, con ese acto de emancipación intelectual y moral de los pueblos, coinciden las siguientes instituciones: en primer lugar, en el instante de las monarquías, de feudales se hacen absolutas. Vosotros creeréis, señores, que más que absoluta no puede ser una monarquía; un gobierno, ¿qué puede ser más que absoluto? Pero era necesario, señores, que el termómetro de la represión política subiera más, porque el termómetro religioso seguía bajando; y, con efecto, subió más. ¿Y qué nueva institución se creó? La de los ejércitos permanentes. ¿Y sabéis, señores, lo que son los ejércitos permanentes? Para saberlo basta saber lo que es un soldado; un soldado es un esclavo con uniforme. Así pues, veis que en el momento en que la represión religiosa baja, la represión política sube al absolutismo y pasa más allá. No bastaba a los gobiernos ser absolutos; pidieron y obtuvieron el privilegio de ser absolutos y tener un millón de brazos.

A pesar de esto, señores, era necesario que el termómetro político subiera más, porque el termómetro religioso seguía bajando; y subió más. ¿Qué nueva institución, señores, se creó entonces? Los gobiernos dijeron: «Tenemos un millón de brazos y no nos bastan; necesitamos más; necesitarnos un millón ojos». Y tuvieron la policía, y con la policía un millón de ojos. A pesar de esto, señores, todavía el termómetro político y la represión política debían subir, porque, a pesar de todo, el termómetro religioso seguía bajando; y subieron.

A los gobiernos, señores, no les bastó tener un millón de brazos, no les bastó tener un millón de ojos; quisieron tener un millón de oídos, y los tuvieron con la centralización administrativa, por la cual vienen a parar al gobierno todas las reclamaciones y todas las quejas.

Y bien, señores: no bastó esto, porque el termómetro religioso siguió bajando, y era necesario que el termómetro político subiera más… ¡Señores, hasta dónde!… Pues subió más.

Los gobiernos dijeron: «No me bastan, para reprimir, un millón de brazos; no me bastan, para reprimir, un millón de ojos; no me bastan, para reprimir, un millón de oídos; necesitamos más; necesitamos tener el privilegio de hallarnos a un mismo tiempo en todas partes». Y lo tuvieron, y se inventó el telégrafo. (Grandes aplausos.)

Señores, tal era el estado de la Europa y del mundo cuando el primer estallido de la última revolución vino a anunciarnos a todos que aún no había bastante despotismo en el mundo, porque el termómetro religioso estaba por bajo de cero. Ahora bien, señores, una de dos…

Yo he prometido, y cumpliré mi palabra, hablar hoy con toda franqueza. (Se redobla la atención.)

Pues bien, una de dos: o la reacción religiosa viene o no; si hay reacción religiosa, ya veréis, señores, cómo subiendo el termómetro religioso comienza a bajar natural, espontáneamente, sin esfuerzo ninguno de los pueblos, ni de los gobiernos, ni de los hombres, el termómetro político, hasta señalar el día templado de la libertad de los pueblos. (¡Bravo!) Pero si, por el contrario, señores (y esto es grave, no hay la costumbre de llamar la atención de las asambleas deliberantes sobre las cuestiones hacia donde yo la he llamado hoy; pero la gravedad de los acontecimientos del mundo me dispensa, y yo creo que vuestra benevolencia sabrá también dispensarme); pues bien, señores, yo digo, que si el termómetro religioso continúa bajando, no sé adónde hemos de ir a parar. Yo, señores, no lo sé, y tiemblo cuando lo pienso. Contemplad las analogías que he propuesto a vuestros ojos, y si cuando la represión religiosa estaba en su apogeo no era necesario gobierno ninguno, cuando la represión religiosa no exista no habrá bastante con ningún género de gobierno; todos los despotismos serán pocos. (Profunda sensación.)

Señores, esto es poner el dedo en la llaga; ésta es la cuestión de España, la cuestión de Europa, la cuestión de la Humanidad, la cuestión del mundo. (¡Cierto, cierto!)

Considerad una cosa, señores. En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y asoladora, y, sin embargo, esa tiranía estaba limitada físicamente, porque todos los Estados eran pequeños y porque las relaciones internacionales eran imposibles de todo punto; por consiguiente, en la antigüedad no pudo haber tiranías en grande escala, sino una sola: la de Roma. Pero ahora, señores, ¡cuán mudadas están las cosas! Señores: las vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso; todo está preparado para ello; señores, miradlo bien; ya no hay resistencias, ni físicas ni morales; no hay resistencias físicas, porque con los barcos de vapor y los caminos de hierro no hay fronteras; no hay resistencias físicas, porque con él telégrafo eléctrico no hay distancias, y no hay resistencias morales, porque todos los ánimos están divididos y todos los patriotismos están muertos. Decidme, pues, si tengo o no razón cuando me preocupo por el porvenir próximo del mundo; decidme si al tratar de esta cuestión no trato de la cuestión verdadera. (Sensación)

Una sola cosa puede evitar la catástrofe; una y nada más; eso no se evita con dar más libertad, más garantía, nuevas constituciones; eso se evita procurando todos, hasta donde nuestras fuerzas alcancen, provocar una reacción saludable, religiosa. Ahora bien, señores: ¿es posible esta reacción? Posible lo es; pero ¿es probable? Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza; no la creo probable. Yo he visto, señores, y conocido a muchos individuos que salieron de la fe y han vuelto a ella; por desgracia, señores, no he visto jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después de haberla perdido (4).

Si aún me quedara alguna esperanza, la hubieran disipado, señores, los últimos sucesos de Roma; y aquí voy a decir dos palabras sobre esta cuestión, tratada también por el señor Cortina.

Señores, los sucesos de Roma no tienen un nombre. ¿Cómo los llamaríais, señores? ¿Los llamaríais deplorables? Deplorables, todos los que he citado lo son; ésos son mucho más. ¿Los llamaríais horribles? Señores, esos acontecimientos son sobre todo horror.

Había en Roma, ya no le hay, sobre el trono más eminente, el varón más justo, el varón más evangélico de la tierra. ¿Qué ha hecho Roma de ese varón evangélico, de ese varón justo? ¿Qué ha hecho esa ciudad en donde han imperado los héroes, los Césares y los Pontífices? Ha trocado el trono de los Pontífices por el trono de los demagogos. Rebelde a Dios, ha caído bajo la idolatría del puñal. Eso ha hecho. El puñal, señores, el puñal demagógico, el puñal sangriento, ése es hoy el ídolo de Roma. Ese es el ídolo que ha derribado a Pío IX. Ese es el ídolo que pasean por las calles tropas de caribes. ¿Dije caribes? Dije mal, que los caribes son feroces, pero los caribes no son ingratos. (Ruidosos aplausos.)

Señoresme he propuesto hablar con toda franqueza y hablaré. Digo que es necesario que el rey de Roma vuelva a Roma o que no quede en Roma, aunque pese al señor Cortina, piedra sobre piedra. (En los bancos de la mayoría: «¡Muy bien, muy bien!»)

El mundo católico no puede consentir, y no consentirá, en la destrucción virtual del cristianismo por una ciudad sola, entregada al frenesí de la locura. La Europa civilizada no puede consentir, y no consentirá, que se desplome, señores, la cúpula del edificio de la civilización europea. El mundo, señores, no puede consentir, y no consentirá, que en Roma, esa ciudad santa, se verifique el advenimiento al trono de una nueva y extraña dinastía, la dinastía del crimen. (¡Bravo!) Y no se diga, señores, corno dice el señor Cortina, como dicen en periódicos y discursos los señores que se sientan en aquellos bancos (dirigiéndose a los de la izquierda), que hay dos cuestiones allí, una temporal y otra espiritual, y que la cuestión ha sido entre el rey temporal y su pueblo; que el Pontífice existe todavía. Dos palabras sobre esta cuestión: dos palabras, señores, lo explicarán todo.

Sin duda ninguna, el poder espiritual es lo principal en el Papa; el temporal es accesorio; pero ese accesorio es necesario. El mundo católico tiene el derecho de exigir que el oráculo infalible de sus dogmas sea libre e independiente; el mundo católico no puede tener una ciencia cierta, como se necesita de que es independiente y libre sino cuando es soberano, porque sólo el soberano no depende de nadie. (¡Muy bien, muy bien!) Por consiguiente, señores, la cuestión de soberanía, que es una cuestión política en todas partes, es en Roma además una cuestión religiosa; el pueblo, que puede ser soberano en todas partes, no puede serio en Roma; asambleas constituyentes que pueden existir en todas partes, no pueden existir en Roma; en Roma no puede haber más poder constituyente que el poder constituido. Roma, señores, los Estados Pontificios no pertenecen a Roma, no pertenecen al Papa; los Estados Pontificios pertenecen al mundo católico; el mundo católico se los ha reconocido al Papa para que fuera libre e independiente, y el Papa mismo no puede despojarse de esa soberanía, de esa independencia. (Generales aplausos.)

Señores, voy a concluir, porque el Congreso está muy cansado, y yo lo estoy también. (Varios señores: «¡No, no!») Señoresfrancamente, tengo que declarar aquí que no puedo extenderme más, porque tengo la boca mala y ha sido un prodigio que yo pueda hablar; pero lo principal que tenía que decir Io he dicho ya.

Después de haber tratado las tres cuestiones exteriores que trató el señor Cortina, vuelvo, para concluir, a la interior. Señores, desde el principio del mundo hasta ahora ha sido una cosa discutible si convenía más el sistema de la resistencia o el sistema de las concesiones para evitar las revoluciones y los trastornos, pero afortunadamente, señores, ésa, que ha sido una cuestión desde el primer año de la creación hasta el ario 48, en el año de gracia del 48 ya no es cuestión de ninguna especie, porque es cosa resuelta; yo, señores, si me lo permitiera el mal que padezco en la boca, haría una reseña de todos los acontecimientos desde febrero hasta ahora que prueban esta aserción, pero me contentaré con recordar dos: el de la Francia, señores; allí la Monarquía, que no resistió, fue vencida por la República ; que apenas tenía fuerza para moverse, y la República, que apenas tenía fuerza para moverse, porque resistió, venció al socialismo.

En Roma, que es otro ejemplo que quiero citar, ¿qué ha sucedido? ¿No estaba allí vuestro modelo? Decidme, si vosotros fuerais pintores y quisierais pintar el modelo de un rey, ¿encontraríais otro modelo que no fuera su original Pío IX? Señores, Pío IX quiso ser, como su divino Maestro, magnífico y dadivosa; halló proscritos en su país, y les tendió la mano y los devolvió a su patria; había reformistas, señores, y les dio reformas; había liberales, señores, y les hizo libres; cada palabra suya fue un beneficio; y ahora, señores, decidme, ¿a sus beneficios no igualan, si no exceden, sus ignominias? Y en vista de esto, señores, ¿el sistema de las concesiones no es una cosa resuelta? (¡Muy bien, muy bien!)

Señores, si aquí se tratara de elegir, de escoger entre la libertad, por un lado, y la dictadura, por otro, aquí no habría disenso ninguno; porque ¿quién pudiendo abrazarse con la libertad se hinca de radicas ante la dictadura? Pero no es ésta la cuestión. La libertad no existe de hecho en Europa; los gobiernos constitucionales que la representaban años atrás no son ya en casi todas partes, señores, sino un armazón, un esqueleto sin vida. Recordad una cosa, recordad la Roma imperial. En la Roma imperial existen todas las instituciones republicanas: existen los omnipotentes dictadores, existen los inviolables tribunos, existen las familias senatoriales, existen los eminentes cónsules; todo esto, señores, existe; no falta más que una cosa: sobra un hombre y falta la República. (¡Muy bien, muy bien!)

Pues esos son, señores, en casi toda Europa los gobiernos constitucionales; sin pensarlo, sin saberlo, el señor Cortina nos lo demostró el otro día. ¿No nos decía su señoría que prefiere, y con razón, lo que dice la Historia a lo que dicen las teorías? A la Historia apelo. ¿Qué son, señor Cortina, esos gobiernos con sus mayorías legítimas, vencidas siempre por las minorías turbulentas; con sus ministros responsables, que de nada responden; con sus reyes inviolables, siempre violados? Así, señores, la cuestión, como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es ésta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa. (Aplausos en los bancos de la mayoría)

Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba; yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable ; yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble. (¡Bravo, bravo!) Señores, al votar nos dividiremos en esta cuestión, y dividiéndonos, seremos consecuentes con nosotros mismos. Vosotros, señores, votaréis, como siempre, lo más popular; nosotros, señores, como siempre, votaremos lo más saludable.

(Una grande agitación sigue a este discurso. El orador recibe las felicitaciones de casi todos los diputados del Congreso.)

 

Notas

 

(1) En su intervención, Donoso defiende la política de Narváez, quien, ante la gravedad de la situación, tanto exterior como interna, había conseguido un levantamiento de las garantías constitucionales y hecho uso de sus poderes. El discurso, que fue pronunciado el 4 de enero de 1849, granjeó a su autor fama europea. Véase Edmund Schramm (Der Junge Donoso Cortés (1809-1836), en Spanische Forschungen der Gördesgesellschaft. Gesemmelte Aufsätze, Bd. 4. Münster, 1933), y Conde de Montalembert (Juan Donoso Cortés, marquis de Valdegamas, Le Correspondant, 25 August 1853. Reproducido en Œuvres polémiques et diverses, II. París, 1860).

(2) Véase vol. I, pág. 297.

(3) La imagen hizo fortuna, y la frase se repitió a menudo. La discusión se entabló en torno al paralelo establecido.

(4) El pesimismo que refleja este pensamiento no es sólo accidental, como se verá más adelante, sino que forma parte de su visión de la lucha entre el bien y el mal en el mundo.

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