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De la «Rerum novarum» a la ilusión neoliberal

Por: José Pedro Galvão de Sousa

Fuente: Fundación Speiro

«Privilegio de la naturaleza divina es ser sumamente liberal», escribe Dom Chautard al iniciar su libro El alma de todo apostolado. Y prosigue: «Dios es bondad infinita. La bondad aspira tan sólo a difundirse y a comunicar el bien que disfruta».

«La vida mortal de Nuestro Señor Jesús Cristo fue siempre una continua manifestación de esa inagotable liberalidad. El Evangelio nos muestra al Redentor sembrando por su camino los tesoros del amor de un Corazón ávido por atraer a los hombres a la verdad y la vida».

Con estas palabras, el abad trapense de Sept-Fons, renombrado maestro de la vida espiritual, nos hace considerar la liberalidad en cuanto generosidad o magnanimidad. Se trata, pues, de una virtud. Liberal es el que practica esa virtud.

Sin embargo, se llama también liberal al adepto del liberalismo, la ideología que inspiró la Revolución Francesa convirtiéndose en el vicio fundamental de las democracias modernas.

De ahí el título del conocido libro de don Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, aprobado por sentencia de la Sagrada Congregación del Índice el 10 de enero de 1887.

En el documento, publicado al tener lugar el 80 aniversario la encíclica Rerum novarum, la Carta Apostólica Octogesima adveniens, el Papa Pablo VI hizo las siguientes declaraciones, reiteradas por Juan Pablo II en un discurso pronunciado en Turín el 13 de abril de 1980: «El cristiano que quiera vivir su fe no puede, sin contradecirse, adherirse a la ideología liberal… al llamado «liberalismo laico de las naciones de Occidente», que trae consigo la negación del cristianismo».

Louis Veuillot, el campeón del periodismo católico, que tanto combatió a los católicos liberales, escribió en 1886 una serie de artículos publicados en L’Univers y después reunidos en un opúsculo bajo el título L’illusion libérale[1]. El mismo Veuillot, en una de las cartas reunidas en los volúmenes de la Correspondencia de sus Obras completas, hace ver que el liberalismo, en medio de sus inconsecuencias, será vencido o por el socialismo, que es su continuación, o por el catolicismo, que es su negación.

En las encíclicas pontificias se encuentran también referencias a esa derivación del liberalismo, en virtud de sus propios principios, hacia el socialismo. Desde la Humanum genus (1884) hasta la Divini Redemptoris (1937), es lo que se puede notar. En la primera, León XIII, al exponer los principios del naturalismo, difundidos por la masonería, hace comprender el encadenamiento entre las ideologías modernas, lo que, con gran lucidez, ya demostrara Donoso Cortés en la famosa Carta al Cardenal Fornari sobre los principios generadores de los más graves errores de nuestro tiempo. En la Divini Redemptoris, Pío XI observa que las masas obreras fueron atraídas al comunismo a causa del «abandono religioso y moral en que les dejó la economía liberal».

Ahí está la médula de la cuestión. El liberalismo no fue solamente un error económico y político. La manera como entiende la libertad implica presupuestos teológicos o, mejor, antiteológicos. La libertad pasa a ser considerada un valor absoluto, un fin en sí, por eso mismo no subordinada a la finalidad trascendente del hombre. Es la libertad sin Dios, que luego se tornará la libertad contra Dios. Es la libertad secularizada. Y Veuillot señala exactamente en la secularización de la sociedad «el principio revolucionario por excelencia, que condensa en sí toda la Revolución y todos los demás principios» (L’illusion libérale, XXXIV).

Cuando León XIII escribió la Rerum novarum, el liberalismo había alcanzado su apogeo, tanto como sistema económico, sirviendo a los intereses de la burguesía capitalista, como ideología política, inspiradora de las monarquías parlamentarias. Pero la mecha que la revolución social, después de 1848, empezaba a encender, causó desasosiego a los privilegiados de la sociedad liberal, que manipulaban el poder del Estado, y que habían sustituido a las aristocracias fundadas en la tradición por una nueva clase dirigente surgida del enriquecimiento.

La encíclica nacía en la última década de un siglo arrebatado por las conquistas de la ciencia, por el desarrollo industrial y por el despertar de la ciudadanía democrática. Se exaltaban los principios de la Revolución francesa, que había desplegado la bandera de «libertad, igualdad y fraternidad» y proclamado los «Derechos del Hombre y del Ciudadano». Se tenía plena confianza en las leyes que rigen la vida económica, de conformidad con el orden natural enseñado por los fisiócratas y sus continuadores, y se acreditaba que, de la observancia de las mismas, había de resultar la prosperidad general y el bienestar de todos, en cuanto que no habría interferencias perturbadoras del poder público. Bastiat ensalzaba las «armonías económicas», y el mito del progreso indefinido de la humanidad era una buena expresión del deslumbramiento ante el prodigioso avance de la ciencia y de la técnica. Todo eso al tiempo en que los pueblos, según se decía, alcanzaban la madurez política, que los tornaba señores de sí mismos, en marcha hacia un radiante futuro en el que el oscurantismo y la tiranía habían de desaparecer para siempre.

Entretanto, no habiendo un bien superior a la libertad, para el cual ésta fuera ordenada, quedaba abandonada a su propia suerte en el régimen del laissez faire, laissez passer. El Estado, de brazos cruzados, asistía al espectáculo de la libre competencia, garantizando a cada uno plena libertad y limitándose a la tarea policial de mantener el orden público. ¿No había enseñado, acaso, Rousseau que el hombre es naturalmente bueno y que lo corrompen las coacciones sociales? Elimínense, pues, éstas, y restitúyase al hombre aquella libertad del «estado de naturaleza» en que fue tan feliz.

Era la gran ilusión liberal, que generó el optimismo progresista. Y era, al mismo tiempo, la extensión de la revuelta de aquellos que se vieron perjudicados por los excesos de la libre competencia y las condicione« infra-humanas del trabajo, impuestas por los que tenían el capital, ávidos de grandes lucros. Capitalistas y proletarios se enfrentaron como clases antagónicas, encuadradas por Marx y sus secuaces en el esquema de la «lucha de clases».

En pocas palabras, la situación fue muy bien descrita por León XIII en la Rerum novarum, escrita precisamente, conforme el subtítulo que la acompaña, para tratar de la «condición de los obreros».

He aquí cómo se caracteriza la llamada «cuestión social»: «El siglo pasado destruyó, sin sustituirlas por ninguna cosa, las corporaciones profesionales, que eran para los operarios una protección; los principios y el sentimiento religioso desaparecieron de las leyes y de las instituciones públicas, y así, poco a poco, los trabajadores, aislados y sin defensa, se vieron, al transcurrir el tiempo, entregados a merced de señores inhumanos y a la codicia de una competencia desenfrenada. Vino a agravar el mal la usura voraz, que, condenada más de una vez por el juicio de la Iglesia, no ha dejado de ser practicada, de una forma o de otra, por hombres gananciosos y de insaciable ambición. Se añade a eso que la contratación de las obras y del comercio están generalmente en las manos de pocos, de suerte que hombres opulentos y económicamente poderosísimos imponen un juego casi servil a las espaldas de una numerosa multitud de proletarios».

Atiéndase a lo que dice León XIII, con precisión y claridad, indicando las causas de la cuestión social. Se impone concluir que la causa causarum es el liberalismo

El pasaje señalado puede desdoblarse en los siguientes elementos causales explicativos:

  1. Destrucción del régimen corporativo.
  2. Laicismo o secularización de las instituciones públicas.
  3. Libre competencia ilimitada.
  4. Usura y lucros desmesurados.
  5. Concentración de la riqueza y proletarización creciente.

Consecuencias todas de las libertades tales como las entendió y practicó el liberalismo: corporaciones abolidas en nombre de una libertad de trabajo mal entendida; secularización y abandono de los principios religiosos en la vida pública, para atender a una falaz libertad de conciencia; libre competencia, sin frenos, y usura, para asegurar amplia libertad de competencia.

Cuarenta años después de la Rerum novarum, celebrando la efeméride, Pío XI, en la encíclica Quadragesimo anno –«sobre la restauración del orden social»– reitera las enseñanzas de su predecesor, con estas observaciones semejantes a las de León XIII en el pasaje anteriormente reproducido: «A fines del siglo XIX, a consecuencia de un nuevo sistema económico y del gran progreso de la industria en muchas naciones, aparecía la sociedad cada vez más dividida en dos clases, de las cuales una, pequeña en número, gozaba de todas las ventajas proporcionadas en abundancia por los inventos modernos, mientras que otra, compuesta de inmensa multitud de obreros, gimiendo en la más calamitosa miseria, en vano se esforzaba por salir de la penuria en que se debatía».

Tal situación no podría dejar indiferentes a los hombres públicos, a los economistas y a los propios empresarios. Y cuando la primera guerra mundial vino como un desmentido trágico del optimismo progresista de los liberales, ellos mismos, comprendiendo la necesidad imperiosa de una reestructuración social y de un orden económico más justo y humano, empezaron a buscar correctivos para un sistema que constituía el caldo de cultivo para los que lo querían destruir totalmente, desplegando la bandera roja de la revolución. No percibían, con todo, que esa era una revolución hija de aquella que los había engendrado, la Revolución francesa.

De cualquier modo, se procuró mitigar el viejo liberalismo y atender a las justas reivindicaciones de las clases obreras. La socialdemocracia, con el ejemplo de la Constitución de Weimar, favoreció el encuadramiento legal. A los «derechos del hombre» de las constituciones liberal-democráticas, se añadieron los «derechos sociales», abandonándose, así, el rígido individualismo. Y la legislación obrera, en casi todas las naciones, fue el instrumento para beneficiar a los más desfavorecidos. El Estado dejaba así de ser indiferente a la lucha económica, dejaba de estar cruzado de brazos, pasaba a ser el Estado intervencionista.

Pero, ¿hasta dónde llegaban sus intervenciones? Estimulado por la economía de guerra, no le era fácil dejar el suelo del que ya había tomado cuenta. El Estado exige cada vez más. Es el nuevo Minotauro, según el símil de Bertrand de Jouvenel en Du Pouvoir. En fin: centralización cada vez mayor y puertas abiertas hacia el socialismo de Estado.

Era preciso, sin duda, corregir los vicios de un liberalismo superado, pero importaba también no caer en el socialismo. Y surgió, así, el neoliberalismo, preanunciado por Walter Lippman y preconizado, entre otros, y con variaciones, por Friedrich Hayek, Walter Friedman y Alfred Mueller Arnack.

Muchos de ellos quieren, con la idea de la economía social de mercado, extirpar los males de la competencia desenfrenada, y no se les puede negar mérito en la defensa de la libre iniciativa y en el combate contra los excesos intervencionistas del Estado y contra las planificaciones, que se sitúan a medio camino andado hacia el totalitarismo, cuando se hacen sin el debido criterio que podría hacerlas admisibles.

Con todo lo que el neoliberalismo pueda contribuir para, por lo menos, aminorar las malas consecuencias de la ideología liberal, apuntadas por León XIII y Pío XI, lo cierto es que carece de las condiciones básicas para la solución de la cuestión social. Por un lado, mantiene el inmanentismo de la libertad secularizada, dejando así de ordenar efectivamente la libertad económica a los fines humanos, en el destino trascendente del hombre. Por otro lado, le falta la comprensión del valor de los grupos intermedios, en su función de proteger y reglamentar la libertad de sus miembros, con autonomía normativa y disciplinaria.

Precisamente en la encíclica Libertas, de 20 de junio de 1888, distinguiendo entre la verdadera y la falsa libertad, León XIII hace ver que el hombre, por ser libre, está sujeto a la ley, sin la cual termina por perder la libertad, que se transforma en licenciosidad o arbitrio. Y las leyes humanas –añade el Pontífice– sólo son justas cuando se fundan en la ley natural, participación de la ley eterna en di hombre y norma suprema de la libertad. Sin el derecho natural se pierde el sentido de la libertad. Sin la ley eterna el derecho natural pierde su fuerza, subsumiéndose en el voluntarismo jurídico. El voluntarismo sólo conoce las reglamentaciones contractuales, y en la propia ley ve una expresión de la voluntad, la del príncipe o la del legislador que representa la volonté générale. Las relaciones económicas quedan a merced de los acuerdos, o de las determinaciones del poder. Las instituciones de naturaleza corporativa desaparecen.

He ahí el talón de Aquiles, tanto de liberalismo económico como del neoliberalismo. Más allá de los presupuestos filosóficos erróneos –venidos del naturalismo tan bien estudiado por León XIII en la Humanum genus– incurren ambos en la gran ilusión de valorar la libertad económica sin percibir nítidamente que ella sólo podrá ser defendida, sin quedar expuesta a los desmanes de una libertad abandonada, una vez asegurada la autonomía de los grupos sociales intermedios frente al Estado. A la soberanía política del Estado cumple respetar la soberanía social de las familias y de los grupos, por usar el lenguaje de Vázquez de Mella. Fue lo que, entre tantos otros, preconizaron La Tour du Pin en Francia –Au contre-pied de la Révolution– y Toniolo en Italia, pensadores católicos que, como Donoso Cortés, vieron sus enseñanzas confirmadas por el magisterio pontificio[2].

Werner Sombart, en sus estudios sobre el alto capitalismo, ha mostrado bien que el Estado moderno es «individualista-atomístico-naturalista»[3]. Se alza el Estado sobre una falsa ontología social, que es tanto la del liberalismo cuanto la del socialismo, viendo en la sociedad política una suma de individuos atomizados ante el poder del Estado y no un conjunto orgánico de grupos. Teóricamente la ha proclamado Rousseau, en el Contrat social, diciendo que no debe haber sociedad parcial en el Estado. Prácticamente, en esa misma ontología se inspiraron los autores de las leyes d’Allarde y Le Chapelier (1791), que de Francia pasaron a otros países cómo paradigma de una legislación individualista. Baluartes de las libertades concretas contra las injerencias indebidas del Estado, las corporaciones profesionales, y otros grupos análogos, al desaparecer, dejaron a los hombres a merced del dirigismo estatal.

Fue lo que ha notado León XIII, al inicio de la Rerum novarum, refiriéndose a la abolición de las corporaciones como causa de primordial relevancia en el surgimiento de la cuestión social.

Cuarenta años después volverá Pío XI al mismo tema, destacando, en la Encíclica Quadragesimo anno, la importancia de las autonomías sociales y formulando, en líneas precisas, el principio de subsidiariedad, del cual deriva que al Estado le cabe, en materia social, una actividad supletoria.

No nos olvidemos de lo que declaró Pío XII, en el discurso pronunciado el 31 de enero de 1952 a los miembros de la Unión Cristiana de los Dirigentes de Empresa Italianos. Hizo notar que se han destacado puntos accesorios de la Quadragesimo anno, pasando en silencio su parte principal: «la idea del orden corporativo profesional de toda la economía»

Esa idea, abandonada por el liberalismo, corrompida en la experiencia fascista y enteramente desfigurada en las corporaciones administrativas de los regímenes tecnocráticos, es piedra de toque para la restauración del orden social, cuyas directrices, formuladas por León XIII hace cien años, permanecen con actualidad perenne.

Referencias

[1] Adversarios de Veuillot enviaron ese escrito a Roma, pretextando que había en él nociones imprecisas respecto de las relaciones entre naturaleza y gracia. No sólo no lograron su intento de obtener una censura, sino que el mismo Pío IX, a propósito del libro en cuestión, declaró: «Estoy muy contento con este escrito. Louis Veuillot expresó todas mis ideas; y las expresó perfectamente» (cfr. prólogo de François Veuillot al tomo X de las Obras completas de Louis Veuillot, París, Ed. Lethíelleux, 1929).

[2] No hay duda de que los laicos católicos empeñados en el combate contra los errores de la Revolución prestaron con sus escritos apoyo a la elaboración de las encíclicas sociales. Véase, a este respecto, Alcide de Gasperi, I tempi e gli uomini che prepararono la «Rerum novarum», Milán, Società Editrice «Vita e Pensiero», 1945, con especiales referencias a Ketteler y Vogelsang en Alemania y Austria. En cuanto a Donoso y el significado de su Carta al Cardenal Fornari para la elaboración del Syllabus de Pío IX, véase el artículo de Luis Ortiz y Estrada, «Donoso, Veuillot y el Syllabus de Pío IX», publicado en Reconquista (São Paulo), año I, n. 1 (1950).

[3] Carlos Abaitua, en La doctrina sobre la libertad política en el magisterio del Papa León XIII (Vitoria, Editorial Esset, 1966), destacó el significado del inmanentismo naturalista en el pensamiento liberal.

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