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Libertad y liberalismo

Por: Juan Vallet de Goytisolo

Fuente: Fundación Speiro

La Iglesia ha sido siempre defensora de la libertad y ha condenado siempre el liberalismo. Son dos afirmaciones aparentemente contradictorias, pero que no lo son si se precisa qué parcelas de la realidad designa la Iglesia al emplear uno y otro término. León XIII, en sil Encíclica Libertas praestantissimum, los explicó.

La libertad natural nos diferencia de los animales en cuanto nos permite que, guiados por la razón, nos apartemos del determinismo de los instintos.

La libertad moral consiste en la elección del Bien, porque nuestra razón, auxiliada por la Gracia, nos permite conocer lo suficiente la Verdad. En cambio, si nuestra voluntad o nuestra razón se extravían del Bien y de la Verdad somos esclavos del pecado, o del error, pues «como la razón y la voluntad son facultades imperfectas, puede suceder, y sucede muchas veces, que por la razón se proponga a la voluntad un objeto que, siendo en realidad malo, presente una engañosa apariencia del bien y que a él se aplique la voluntad’. Posibilidad que dimana de nuestro libre albedrío, pero que constituye una imperfección de la que se hallan libres Dios, los ángeles y los bienaventurados.

Recta razón es la que está conforme con la razón eterna de Dios, Creador y Gobernador de todo el universo, quien nos la ha expresado en la Revelación y en el Orden natural ínsito en su obra creadora.

Lo que para cada hombre son la razón y la ley natural es extensivo a los hombres en sociedad, con lo que alcanzamos concepto de libertad moral social que requiere de la comunidad como de los particulares, en gobernantes y en gobernados, la necesidad de obedecer una razón suprema y eterna, que es la autoridad de Dios, que imponiendo sus mandamientos y prohibiciones, señala el cauce de la verdadera libertad de cada cual.

Del liberalismo, León XIII, en Libertas, distinguió tres grados:

a) Un liberalismo de primer grado, en moral y política, correspondiente al naturalismo racionalismo, en filosofía, que tiene como principio fundamental la soberanía de la razón humana a la que convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de verdad, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón. «Así: la razón individual resulta la única forma reguladora de la conducta del individuo en su vida privada, y la razón colectiva, paralelamente, la única regla normativa de la vida pública. Por lo cual «el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural» y «la ley reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía», según dijo León XIII, que condenó así, además del liberalismo de primer grado, aquella democracia que hace de la mayoría creadora exclusiva del derecho y deber (y no sólo mera forma para designar los gobernantes).

Notemos que la Iglesia no ha condenado formas de gobierno, sino errores de principio que hacen condenable toda forma que las acoja. Lo condenado, en todos los casos, es el positivismo.

La ley estatal debe estar siempre supeditada a la Ley Divina y a su trasunto en la ley natural. Juan XXIII, con cita de Santo Tomás, insiste en Pacem in terris que: ««si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción a la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia, puesto que es necesario obedecer a Dios más bien que a los hombres»; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso».

Ahora bien, el problema de las formas de gobierno, de opción libre en el terreno de los principios siempre que se hallen libres de los errores condenados, se complica en la realidad concreta, ante la dificultad de prever si la forma en cuestión podrá conservarse genuina o caerá en la corrupción del error condenado.

b) Un liberalismo de segundo grado es integrado por quienes, si bien reconocen que la libertad «debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y, consiguientemente, debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios», «piensan que esto basta y niegan que el hombre deba someterse a las leyes, que Dios quiera imponerle por un camino distinto al de la razón natural». León XIII señaló su inconsecuencia, pues si hay que obedecer la voluntad de Dios legislador: «la consecuencia es que nadie puede poner límites o condiciones a este plan legislativo de Dios sin quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida a Dios»,

c) Un liberalismo de tercer grado afirma que, «las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares pero no la vida y la conducta del Estado», que «es lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada». De lo que deduce que es necesaria la separación de Iglesia y Estado. León XIII declaró «absolutamente contrario a la naturaleza que directamente pueda el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga».

La Iglesia, por esa razón, ha abogado por la unión de ambos poderes. Pero unión no significa confusión ni mezcla. Ni el Estado debe inmiscuirse en lo que es función de la Iglesia ni ésta en la de aquél: «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Pero es de Dios que el César legisle conforme a la Ley de Dios, revelada o natural.

Una serie de cuestiones concretas surge al tratar de señalar los límites entre los «derechos naturales» de la persona, según el orden natural, y las «libertades» que combatió León XIII como conquistas del liberalismo: libertad de cultos, de conciencia, de expresión e imprenta, de enseñanza, asociación, etc.

En todas ellas hay que valorar, como es debido, bien y mal, virtud y vicio, verdad y error y separar «conciencia» «recta conciencia», «razón» «recta razón», así como fijar los límites del orden moral y del bien común. No puede aceptarse la difusión de opiniones falsas, de errores intelectuales depravados, de lo que sea atentatorio a la moral pública; pero no puede coartarse la libertad de opinión y. expresión en las materias dejadas por Dios a la libre discreción de los hombres, y no sólo es derecho sino deber la expresión y defensa de la verdad y del bien que a ningún poder público es lícito reprimir.

Entrelazada inseparablemente con la libertad se halla la tolerancia, Dios permite crecer, juntos al trigo y la cizaña y no arranca ésta en’ esta vida para no arrancar con ella el buen trigo. Por eso, siguiendo la pauta de León XIII, Pío XII dijo que: «La realidad enseña que el error y el pecado se encuentran en el mundo en amplia proporción. Dios los reprueba y, sin embargo, los deja existir. El deber de la autoridad humana de reprimir las desviaciones morales y religiosas no obedece a un precepto absoluto y universal, ni en el campo de la fe ni de la moral; no puede, por tanto, ser una última norma de acción». «Debe estar subordinado a normas más altas y’ más generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten, e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino no impedir el error, a fin de promover un bien mayor».

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