Fuente: Fundación Speiro
1. Introducción
Destino singular el de Constantino. Durante siglos se le ha considerado el emperador que, junto a Teodosio, dio una «religión de Estado» al Imperio romano. Más aún, hizo de la misma iglesia, que después será llamada católica, una Iglesia constantiniana, esto es triunfalista. Lo contrario, pues, de una Iglesia entre las iglesias, de una religión insignificante para el ordenamiento jurídico civil, absolutamente separada de la política puesto que, como enseñó e impuso la Ilustración, la religión sería una cuestión «privada».
2. ¿Una Iglesia «constantiniana» y un Constantino «liberal»?
En la segunda mitad del siglo apenas concluido se dio una polémica extensa y vivaz contra la «Iglesia constantiniana» por parte de los neomodernistas. Éstos no solamente predicaron el «desescombro» (término peyorativo y altamente polémico contra la Iglesia del tiempo), sino que se opusieron a la Iglesia tal y como se realizó históricamente a partir del año 313: el presunto retorno a los orígenes invocado por los neomodernistas constituía el lema usado en nombre de y para un aggiornamento que significaba no el redescubrimiento de las raíces profundas sino la adecuación a la secularización del tiempo; un lema que sirvió para la revolución interna en la Iglesia y que más bien condujo a la Cristiandad hacia posiciones liberales y sucesivamente liberal-radicales, compartidas por la llamada sociedad civil contemporánea.
Ahora bien, Constantino pasa por haber sido el emperador que legalizó la libertad de religión, esto es, la indiferencia que se entiende debida de la autoridad política frente a las elecciones religiosas personales, frente a cualquier elección religiosa personal. Con el Edicto de Milán se habría anticipado, así, en muchos siglos al II Concilio Vaticano interpretado según la hermenéutica de la discontinuidad. Lo afirman muchos, desde el cardenal Angelo Scola (arzobispo de Milán) a diversos periódicos religiosos (por ejemplo, el Messaggero di S. Antonio di Padova, la Madonna di Castelmonte) y a algunas revistas (Iustitia, por ejemplo, el órgano de los juristas católicos italianos). Constantino, en suma, habría anticipado los tiempos del liberalismo contemporáneo, de la doctrina personalista de nuestro tiempo, de los derechos humanos de la modernidad. Sin embargo, no habría sido entendido y nada habría podido hacer contra la involución de esta apertura inmediatamente impuesta e impuesta durante largos siglos hasta el 7 de diciembre de 1965 cuando el Concilio Vaticano II aprobó la declaración Dignitatis humanae.
3. Una lectura infundada
Vamos por pasos. No hay duda de que Constantino y Licinio (emperador, este último, del Imperio de Oriente) intentaron poner fin con el edicto de Milán a los conflictos religiosos internos del Imperio y, en lo que toca a los cristianos, a una persecución abierta o sinuosa contra ellos. Una de las intenciones, quizá una de las intenciones principales, era por tanto la de poner las premisas para la obtención de una paz duradera, presupuesto para la consolidación del Imperio y de la autoridad imperial: «En nombre de una tal indulgencia –reza, en efecto, el Edicto– éstos [los cristianos] harían bien en rezar a su Dios por nuestra salud, por la de la República y por la de su ciudad, a fin de que la República pueda continuar existiendo íntegra en todas partes». A ese fin ni era oportuno ni bastaba «invertir» la posición jurídica de los cristianos, esto es, pasar de la persecución a su reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho. Era necesaria una transición gradual. Por ello el Edicto, proclamando la neutralidad religiosa del Imperio, representaba un acto de prudencia política.
¿Significó también la proclamación del principio sincretista o, peor, del principio de indiferencia religiosa? Parece que no. No sólo porque el Edicto lo es de tolerancia. Por tanto, no de indiferencia. Sino también porque el Edicto contiene un explícito y amplio reconocimiento para los cristianos de su –como recita el texto– liberam potestatem sequendi religionem. Lo que comportaba también el reconocimiento de otros derechos, entre los cuales se hallaba la restitución «sin requerimiento de pago o de compensación alguna y sin ningún tipo de fraude engaño» de sus lugares de culto o de encuentro y de toda otra propiedad confiscada a los cristianos e incorporada al erario público. El hecho de que con el Edicto se concediese al cristianismo un status jurídico semejante al de la religión tradicional no debe, por ello, llevarnos a engaño y a considerar que Constantino y Licinio quisieran usarlo tan sólo por una suerte de razón de Estado. Esto quizá pudiera valer para Licinio (Emperador de Oriente), pero ciertamente no para Constantino, que se encontraba ciertamente en una situación distinta: algunos años antes se había convertido a la religión cristiana o, como sostiene algún historiador, a una religión que parecía bastante semejante al cristianismo (la del Sol invictus).
Estaba, pues, decididamente a favor del cristianismo, como sus decisiones de los años siguientes al Edicto, que representaron una especie de interpretación auténtica del mismo. En el 321, en efecto, Constantino convirtió en sagrado el domingo, instituyéndolo como día de fiesta (aunque fuese proclamándolo dies solis, hasta que después Teodosio en el 380 lo transformó en dies dominica). En el 324 prohibió la magia y algunos ritos de la religión tradicional. En el 326 prohibió por ley –para todos los ciudadanos del Imperio– el adulterio y vetó el llevar a casa las concubinas. Etc. No se puede hablar, pues, de «neutralidad» o de «indiferencia» de la autoridad imperial frente al orden natural (y cristiano), como –en cambio– reclama coherentemente la libertad de religión el liberalismo de nuestro tiempo.
No resulta fundada, pues, la «lectura» del Edicto según la cual éste habría afirmado el principio de «indiferencia» de la autoridad política frente a cualquier visión del mundo y, sobre todo, frente a la religión profesada por los seres humanos. Si esta «lectura» fuese sostenible no habría sido posible, por ejemplo, hacer del domingo el día de fiesta, puesto que cualquiera habría podido, y podría, renunciar al día de fiesta o elegir el suyo, y habría podido, y podría, no concederlo, así como habría podido y podría imponerlo también a sus colaboradores o dependientes, como ocurre actualmente en diversos países occidental, incluida Italia. No se habría podido castigar el adulterio o regular el matrimonio y la familia. No se habría podido ni se podría, en suma, «regular» ningún aspecto de la vida intersubjetiva y menos aún «limitar» la validez de las disposiciones que conciernen a uno mismo (suicidio, eutanasia, automutilación, etc.). El respeto de Constantino al orden natural y su prescripción «por ley» (aun con incertidumbres y valoraciones prudenciales) no es la pretensión de «crear» una religión de Estado. Esta será más bien una pretensión del Estado moderno, que proclamando el principio cuius regio eius et religio (de la paz de Augsburgo de 1555) o, peor aún, imponiendo una religión civil (como hizo la Revolución francesa de 1789), se sitúa como «fuente» de la religión. Constantino, al contrario, reconoció (aunque gradualmente) la religión verdadera –no se olvide que convocó y presidió el Concilio de Nicea de 325–, es decir, la única religión verdadera, que es la revelada por Jesucristo y que no es «contra» el hombre sino «para» el hombre.
4. Estado católico y Estado confesional
El Estado católico (por usar una terminología moderna) no se identifica por tanto necesariamente con el Estado confesional (de derivación protestante): el primero se subordina a la religión y a la moral, mientras que el segundo (al menos en algunos casos) pretende en último término crear la religión y la moral.
Hay más. El Estado aconfesional no existe. El ordenamiento jurídico, a fin de instaurar un orden (rectius, el orden), debe necesariamente mandar y prohibir. Por esto, y para no hacer del arbitrio (de uno, de muchos o de todos) el fundamento de su legitimidad, está obligado a individuar el bien (que manda) y el mal (que prohíbe). El bien y el mal no son la síntesis de una confrontación, como parece sugerir, por ejemplo, y reiteradamente, el cardenal Scola. La confrontación puede favorecer el proceso de su individuación. Pero no puede ser nunca su fuente. Constantino lo comprendió bien. Y esto cierra el camino de cualquier interpretación relativista de su Edicto y de cualquier «lectura» liberal. La autoridad política, contrariamente a lo que escriben algunas revistas católicas (cfr., por ejemplo, el número 1 de 2013 de Iustitia), debe entrar en muchas dimensiones constitutivas de la experiencia jurídica y tomar posición también respecto de algunos ámbitos que se definen como «existenciales»: debe, por ejemplo, prohibir el uso de sustancias estupefacientes para finalidades no terapéuticas; debe castigar el adulterio; debe castigar el suicidio intentado del sujeto capaz de obrar; debe castigar el homicidio, incluso el de las criaturas no nacidas (aborto procurado); debe castigar la estafa, etc.
Sólo este es un verdadero ordenamiento de un Estado, que debe estar atento a la ética, subordinado a la misma y no ciertamente su creador. Un Estado sin ética está condenado a su destrucción: remota iustitia –se preguntó san Agustín– quid sunt regna nisi magna latrocinia? Es la pregunta a la que deberían responder todos los que hacen de la libertad el valor supremo. Una libertad que, para ser tal, se ve obligada a expulsar la verdad y a traducirse en tiranía de deseos inmoderados y pasiones desenfrenadas. En vez de responder a esta pregunta, en cambio, muchos prefieren «plegar» la realidad a sus opiniones. Así aunque Constantino y su Edicto sean usados absurdamente en apoyo de la libertad liberal.