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Antonio Seoane de los Santos (1790-1810)

Por: Hernando Sanabria Fernández

Período del régimen de Antonio Seoane de los Santos, gobernador de Santa Cruz entre los años 1790 y 1810, narrada por el historiador cruceño Hernando Sanabria Fernández en su libro Crónica sumaria de los gobernadores de Santa Cruz: 1560-1810. Las negritas son nuestras.

Cuando Zudáñez dejó el gobierno de la subdelegación, sin que sea dado determinar bajo qué circunstancias, Viedma llamó para sucederle al viejo coronel de milicias don Antonio Seoane de los Santos. Este se hizo cargo de aquellas funciones en los últimos meses del año 1790.

En el lapso comprendido entre su interinato en la intendencia, a raíz de la muerte de Lezo, y su llamado por Viedma había prestado notables servicios a la corona. Acaso el principal de éstos fue el que le encargó Ayarza de viajar a Matogrosso para entrevistarse con el gobernador portugués de aquella región, Luis de Abulquerque de Melo Pereira. Acababa éste de fundar el pueblo de Casalvasco, a muy corta distancia de la frontera, y con la guarnición allí establecida hacía frecuentes alardes, repasando aquélla una y otra vez. La misión dada por Ayarza consistía en pedir al gobernador se abstuviera de provocaciones. Seoane debió de comportarse con tal sagacidad, que Abulquerque dio palabra de no repetir las escenas y escribió a su colega de Santa Cruz una comedida carta, en la que, además, hacia cumplidos elogios del emisario. Ayarza, satisfecho de las resultas, dio parte a la Audiencia, atestando de que en el desempeño de la misión Seoane había gastado más de 3.000 pesos de su propio peculio.

Poco tiempo después el diligente coronel era agraciado con el empleo de receptor general de las misiones de Mojos y Chiquitos, no despreciable por los rendimientos, y el de administrador de la hacienda de Paila.

El primer acto de su gobierno fue celebrar la coronación del nuevo rey Carlos IV. Tal celebración fue acompañada de solemnes fiestas, en el mes de noviembre de 1790. Durante tres días consecutivos hubo en la ciudad misas con Te Deum, balcones con colgaduras, juegos de lanzas y sortijas y compañías de indios bailarines, venidos de las misiones de Buenavista, Santa Rosa y Porongo. Item más: “El cura D. Andrés Zeballos dispuso un armonioso teatro y sirvió un lúcido refresco a todo el vecindario que estaba presente”.

Habían empezado a suscitarse divergencias sobre la jurisdicción de párrocos y alcaldes pedáneos en la porción occidental de la Chiriguanía, vale decir entre las subdelegaciones de Santa Cruz y La Laguna, pertenecientes respectivamente a la intendencia de aquel nombre y a la de Chuquisaca. Como medida previa Seoane consultó a López Carbajal, gran conocedor de aquella región, y éste opinó de que la línea divisoria debería ser la sierra de Incahuasi. Con el transcurso del tiempo, la simple divergencia habría de derivar en complicada litis, de la que participaron no ya curas y corregidores, sino hasta obispos e intendentes, incluyendo apelaciones ante la Real Audiencia.

No está de más apuntar que litis así empezada hubo de prolongarse hasta en los tiempos de la República.

A comienzos de 1793 llegó noticia de que España había entrado en guerra con Francia. El vecindario cruceño, a iniciativa de su cabildo, resolvió acuotarse para enviar un subsidio a la metrópoli. La acuotación empezó con el aporte de su gobernante, quien obló la suma de 2000 pesos en efectivo y donó 1.700 de su soldada como contador real, mediante libranza hecha sobre Cochabamba, contra Vicente Unzueta.

Al mismo tiempo o poco después llegábale título formal de gobernador subdelegado, el cual le fue expedida en Buenos Aires por el virrey Arredondo, en fecha 26 de abril de aquel año. El 26 de septiembre siguiente Seoane avisaba al virrey haber recibido el nombramiento, con expresa manifestación de hallarse dispuesto a ejercer el cargo del modo que más conviniese a los intereses de la corona y al mejor servicio del pueblo.

Por aquellos días hubo de ocurrir en la ciudad de los llanos un insólito acontecimiento. La llegada de alguien que ostentaba un legítimo título de Castilla. Tratábase de la condesa viuda de Argelejo, doña doña María Josefa Fontao Losada Alba y Quiroga, casada en segundas nupcias con el teniente coronel de los reales ejércitos don Miguel Zamora Triviño. Traía éste el nombramiento real de gobernador de Moxos, y mientras la encumbrada cónyuge se habituaba a los temples del trópico, el teniente coronel resolvió permanecer en Santa Cruz. Meses después le nacía su hijo primogénito, cuyo solemne bautizo congregó a lo más granado del vecindario, el cual fue regalado con mesa de mantel largo, copioso refrigerio y sarao de gran tono.

Condesa, conde consorte y condesito no emprendieron viaje a Mojos antes de entrado el año siguiente. Ya allí, su señoría el gobernador no habría de pasarlas muy bien, debido a su carácter altanero y al hecho de pretender que el título de Castilla y sus privilegios primasen por sobre todo.

Acontecimiento de otra naturaleza y ciertamente que de mayor importancia y trascendencia fue el que protagonizaron por aquellos mismos días dos dignos sacerdotes hijos del pueblo: El P. Gregorio Salvatierra y el capitular José Joaquín de Velasco. Hallábase el primero en funciones de cura doctrinero de San Javier, cuando en sus andanzas religiosas dio en medio bosque con la tribu guaraya, de estirpe guaraní. Todo fue entrar en relaciones amistosas con ellas para que aceptaran reducirse, siempre que el P. Salvatierra fuera el misionero. Así lo hizo, más para establecer la reducción tuvo que trasladarse a Santa Cruz en demanda de recursos. Se los prestó el gobernador de buen grado y, principalmente, el P. José Joaquín, quien, además, se brindó para acompañar al P. Gregorio en la labor evangélica. Tal fue el origen de las Misiones de Guarayos.

Tocante a actividad misionera, el Intendente Viedma, que tenía siempre el ojo puesto sobre los de la Cordillera de los Chiriguanos, a la incierta noticia de que los franciscanos de allí tenían su punto de reparo, decidió enviarles visita de inspección y examen. El comisionado para ello no podía ser otro que el subdelegado, y ordenó a éste que practicara la visita, mediante orden despachada en Cochabamba el 20 de marzo de 1794.

Seoane cumplió con lo mandado y efectuó la inspección entre los meses de mayo y junio. En su informe de resultas dejó claramente advertido que los padres franciscanos no tenían en su conducta motivo alguno de reproche.

Vuelto Seoane de aquel viaje hubo de dedicarse a labor material que le había encargado el obispo: La de reconstruir el viejo y ya ruinoso edificio de la residencia jesuítica, destinado a seminario diocesano. Como ingeniero que era, realizó la obra esmeradamente, entregándola concluida a mediados de 1797. No mucho tiempo después una de sus dependencias serviría para residencia episcopal, cuando el nuevo prelado don Manuel Nicolás de Rojas y Argandoña fue servido de sentar por algún tiempo los reales en la sede diocesana.

En aquel mismo año 97 se habló con gran animación de cierto proyecto sustentado por la Audiencia y muy placentero para la ciudad ñufleña, harto venida a menos desde aquello de la capitalía en Cochabamba. Consistía tal proyecto en la creación de una nueva intendencia en el país de Charcas, la cual intendencia tendría por jurisdicción la llanura grigotana-moxo-chiquitana y por capital, naturalmente, la desposeída Santa Cruz de la Sierra. Pero proyecto tal no tuvo soporte y, probablemente, ni siquiera llegó a ser considerado en la corte española.

Concluyó el siglo con el alzamiento de la Chiriguanía y la campaña represora emprendida por Viedma, que se ha reseñado ligeramente en páginas de atrás. El cronista franciscano P. Mussani, al referirse a aquélla comenta que Viedma pudo salir relativamente airoso de la misma gracias al socorro oportunamente llegado de la columna de voluntarios mandada por Seoane.

Mientras esto ocurría, el inteligente marino Álvarez de Sotomayor, obligado por las circunstancias a operar en tierra, actuaba sobre las fronteras con el Brasil, particularmente en la región litoral del río Paraguay. Fruto de sus recorridos y observaciones fue un luminoso informe que envió al virrey de Buenos Aires don Joaquín del Pino, datado en Santa Cruz el 11 de octubre de 1801.

Despejada de peligros, así del lado portugués como del chiriguano, la peregrina ciudad de selva y pradera había entrado por aquellos principios de siglo en una vida de quietud y sosiego, falta de premiosas diligencias y proclive por ende a perezas y livianos entretenimientos. De entre estos últimos hubo de despertarse la afición a los juegos de azar. Y esto de tal manera, que casi no había casa en donde no se jugase de corrido, hasta llegar a inficionar nada menos que a su ilustrísima el obispo Rojas y Argandoña. Dizque entre las excepciones se contaba el casal de Seoane, cuya severa conducta no daba para admitir semejantes flaquezas.

De esta singular ocurrencia, con sus eventos y embrollos, se ha ocupado Humberto Vázquez Machicado en la sabrosa crónica intitulada Obispo y Canónigos Tahúres.

Uno de los más afectos a dejar correr sobre el tapete las muelas de santa Apolonia, vulgo dados, era el vicario general y obispo auxiliar de la diócesis doctor Rafael de la Vara de Madrid. Al menos así lo declararon en Cochabamba testigos deponentes en la sumaria que sobre el caso mandó levantar el intendente Viedma, con la advertencia de que los lances en que aquél intervenía efectuábanse en la cámara privada del obispo titular y haciéndole a éste el “cuarto”, junto a otros dos prebendados del cabildo eclesiástico.

Que monseñor de la Vara sepultó la afición tan pronto como su principal hubo dejado la sede diocesana, lo prueba el hecho de que, a renglón seguido, púsose de parte del subdelegado Seoane en la contrapartida represora. Dio así confirmación a aquello de que nunca es tarde para que un pecador se arrepienta. La absolución y el premio le vinieron de arriba, a los pocos años. De obispo auxiliar de Santa Cruz pasó, “por la gracia de Dios y benignidad de la sede apostólica”, a arzobispo de Guatemala.

Cupo a Seoane actuar decisivamente en las diligencias hechas por el teniente coronel D. Miguel Fermín de Riglos, caballero de la Orden de Santiago y gobernador de Chiquitos, cuando éste pidió relevo y demandó ascenso en la carrera, por enero de 1805. Riglos fue de los más hábiles y laboriosos gobernantes laicos de la comarca misionaria.

Cargado de años y de merecimientos don Antonio gobernaba tranquilamente, cuando un hecho inaudito vino a turbar la paz y sacudir convulsamente los ánimos. En agosto de 1809, en circunstancias que se comentaba por lo bajo los extraños acontecimientos de Chuquisaca y La Paz, fue casualmente descubierto en casa de un complot tramado por los negros y los mulatos esclavos. El movimiento debería estallar el 15 de aquel mes, aprovechando de los festejos religiosos de Nuestra Señora de la Bella. Era propósito de los morenos conseguir su liberación, alzándose en armas y pasando a degüello a sus amos, Debelada a tiempo la rebelión y presos los cabecillas, se les levantó breve sumario y los presuntos culpables fueron remitidos a Chuquisaca.

A breve tiempo de este suceso llegaba de aquella ciudad el hijo del gobernante, Antonio Vicente, recién doctorado por la Universidad de San Francisco Xavier. Ya poco le quedaba al padre de existencia. Falleció de achaques de ancianidad el 1º de abril de 1810.

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