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EL ETERNO ANGLO

Por: Jesús Alberto Erazo Castro

La historia de los imperios anglosajones es, en esencia, la de un vampiro que nunca duerme. No hablamos de naciones corrientes, sino de una maquinaria transatlántica que ha sabido nutrirse de la sangre de otros pueblos y de la sumisión de sus espíritus. El saqueo colonial, la esclavitud, los genocidios y las guerras no son accidentes aislados, sino los rituales de una estructura que convierte la muerte en riqueza y el dolor en energía para perpetuar su dominio. El embrujo anglosajón consiste en transformar el crimen en virtud y la dominación en derecho natural: se presenta como libertador mientras arrasa, como defensor de derechos mientras bombardea, como juez universal mientras oculta sus propios cadáveres. Sus rostros cambian, de filibusteros y corsarios a ejércitos modernos y bases militares esparcidas por el planeta, pero la esencia permanece: un hambre insaciable que se disfraza de misión civilizadora.

Su poder no es solo militar o financiero, sino también simbólico: la alquimia perversa que convierte la mentira en verdad, la opresión en moralidad, la dependencia en destino. Bajo este hechizo, pueblos enteros han aceptado su lugar en la jerarquía, convencidos de que el verdugo era su salvador. Ni Estados Unidos es fiel a América, ni Inglaterra lo fue jamás a Europa: ambos han traicionado a sus propios continentes, vendiendo soberanías y sacrificando a millones en guerras ajenas. El eterno anglo no es un Estado ni una nación: es una mafia transatlántica, un pacto de piratas que heredaron la rapiña y la convirtieron en sistema global. Inglaterra engendró colonias blancas convertidas en sucursales imperiales, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, , piezas de un mismo engranaje espectral que funciona como hermandad secreta para mantener abierto el flujo de sangre: oro, petróleo, cerebros, culturas, todo drenado para sostener su existencia parasitaria.

Su verdadera fuerza descansa en la hipocresía elevada a doctrina: hablan de libertad mientras sostienen dictaduras; invocan la democracia mientras financian golpes de Estado; alardean de derechos humanos mientras masacran pueblos enteros. Esa doble moral es su estaca envenenada, capaz de transformar a las víctimas en cómplices y de convencer al mundo de que sus crímenes son actos de civilización. Así, el eterno anglo no aparece en la historia como victimario, sino siempre como héroe: escribe las crónicas, maquilla sus masacres, borra genocidios y magnifica los de otros. Esa es su magia negra: ser verdugo y juez a la vez.

No puede existir sin víctimas, y por eso todo lo que toca lo destruye. América Latina lo sabe, África lo sabe, Asia lo sabe, e incluso Europa, su propio origen, ha sentido su traición. Cada crisis, cada guerra, cada economía arruinada es un banquete más para este vampiro geopolítico y metafísico que flota sobre mares de sangre y oro. No tiene raíces ni lealtades: su única patria es el saqueo, su única fe la codicia, su única religión el poder. Y si su crimen más grande no son los cadáveres que deja tras de sí, lo es la mentira inmortal con la que embriaga a los pueblos para que bajen la guardia y se dejen morder. Su historia es un cementerio de naciones; su futuro, si no se lo detiene, es la tumba del planeta entero.

El eterno anglo es una criatura de hábito: no nace de una sangre noble ni de un milagro cultural, sino de una constelación de prácticas que se han vuelto su carácter. No es un pueblo en su mejor versión, ni una historia de héroes; es un modo de existencia que aprendió a vivir de la sangre ajena y a vestir esa rapiña con virtudes. No descubre, sino que expropia; no inventa, sino que incorpora; no cultiva, sino que desarraiga. Su genio no es creativo: es extractivo. Su inteligencia, cuando la tiene, sirve únicamente para mejorar el arte de apropiarse.

En los anales donde otros escribieron viajes y descubrimientos, él demarcó rutas de saqueo. Cuando otros navegaron por curiosidad o por ciencia, el anglo mandó hombres a mirar por dónde pasaba la plata y cómo robársela. Los corsarios del siglo que la mitología llama “heroico” no fueron hombres de una épica noble: fueron piratas con patente, brigantes investidos por la Corona y aplaudidos por los púlpitos que les daban legitimidad. La piedad fue la gran coartada: la fe proporcionó el barniz moral; el sermón, la disculpa; la Biblia, la hoja de ruta. Bajo el manto de una cruz mercantil, los buques se convirtieron en garras y las misiones en expediciones de rapiña. No hay nada místico en ello: hay un cálculo, violencia y la sistematización del saqueo.

El puritanismo como doctrina pública no fue contrapeso moral sino ariete ideológico. Su teología política produjo una forma de hipocresía exquisita: predicar el deber mientras se mercadea con vidas; alzar la palabra “libertad” mientras se implanta la servidumbre; celebrar la ley mientras se violan territorios enteros. La religión sirvió de máscara para el Ego nacional, una religión de Estado que celebraba la acumulación como destino manifestado, . No es que la ética faltara, es que la ética fue instrumentalizada: la moral se convirtió en discurso justificatorio de la rapiña.

Esa instrumentalización desemboca en una pulsión que no es meramente económica sino ontológica: la voluntad de poder. Lo que otros, con el lenguaje de su tiempo, llamaron voluntad de poder, no es una metáfora barata: describe la tenacidad casi patológica de una nación para transformarlo todo en recurso y en sujeto de dominación. El hambre no se sacia con dinero: exige más territorio, más influencia, más sumisión. El vampiro metafísico no se conforma con riqueza; busca la humillación del otro, el borrado de su memoria, la anulación de su potencia histórica. Drenar no es solo apropiarse de material; es amputar la posibilidad de regeneración de los pueblos.

El método ha sido casi siempre el mismo, una mecánica de saqueo que roza lo ritual, primero neutralizar la capacidad de resistencia (flotas, puertos, defensas); luego exprimir mediante capturas, monopolios y tratados desiguales; finalmente, institucionalizar la apropiación mediante colonias, empresas y estructuras de dependencia. Tres tiempos: desarticular, saquear, ocupar. Cada vez que esa secuencia se ha cumplido, la población interna ha quedado convertida en materia prima: mano de obra, recurso natural, mercado forzado. Lo que cambian son los instrumentos; la lógica permanece.

Su hipócrita humanitarismo merece una nota aparte: la retórica de los derechos, la democracia y la solidaridad ha sido su principal arma blanda. Se proclama guardián de la ley internacional mientras fabrica excepciones e interpretaciones que le permiten intervenir donde su interés manda. La palabra “Humanidad” se convierte en un pretexto para la intromisión; “liberación”, en fórmula para reordenar economías. Lo que debería ser norma universal se transforma en llave selectiva: válida cuando conviene, olvidada cuando no. Esa doble moral no es una falla accidental: es parte del diseño.

Tras el tránsito del Imperio al orden estadounidense, el vampiro no desaparece: cambia de piel. Estados Unidos tomó la antorcha y la llevó a otros mares. No sustituyó la lógica inglesa: la replicó a escala industrial, la tecnificó, la mezcló con pujas financieras y un poder cultural sin precedentes. El dólar y las instituciones financieras se articularon como una nueva gramática de dependencia; la industria cultural como una fábrica de consentimientos; la red de alianzas militares como un mapa de control estratégico. El saqueo se modernizó: antes era martinete y sable, hoy también es crédito condicional, sanciones, embargos y narrativa mediática.

Las colonias blanqueadas, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, se convirtieron en sucursales obedientes: no meros aliados, sino brazos que reproducen y robustecen la maquinaria. Juntos conforman una fraternidad de intereses transatlánticos que funciona como una mafia: acuerdos, redes de inteligencia, bases, pactos comerciales y plataformas culturales que garantizan la reproducción del statu quo. No es conspiración mística: es la coordinación real entre élites, ejércitos, corporaciones y aparatos de conocimiento que planifican y sostienen la dominación.

El rostro final de esta criatura es, sin embargo, más sutil: la usurpación de la narración histórica. El vampiro escribe las crónicas; hace que su versión sea la oficial. Así, la violencia se vuelve “orden”, la intervención se vuelve “ayuda”, la ocupación se vuelve “liberación”. Lo peor no es el golpe sino la edición que sigue: entierra a las víctimas, colecciona monumentos para sí, y encamina la memoria colectiva hacia una moral que le favorece. De ese modo consigue lo que todo depredador anhela: que sus mordidas sean percibidas como caricias.

Sin embargo, esta figura tiene debilidades manifiestas: su poder depende de la confianza. Si las sociedades recobran la desconfianza educativa y política, si aprenden a leer las coartadas, el vampiro pierde su mayor fuerza. La liberación no exige erigir un nuevo monstruo, sino desnudar al antiguo: mostrar sus métodos, sus tratados desiguales, sus guerras justificadas como “intervenciones”, su uso del crédito para disciplinar, su censura cultural para homogenizar. Exponer este mecanismo es debilitarlo.

Este texto no pretende un ajuste de cuentas con fantasmas. Pretende mapear un carácter histórico: el de una maquinaria que aprendió a vivir del saqueo y que lo naturalizó. Describe la continuidad entre la piratería legitimada por la Corona, el saqueo colonial, la esclavitud, y las formas actuales de neocolonialismo financiero y cultural. Denuncia la traición a los propios continentes, la isla que vende la paz de Europa; la república que vende la soberanía de América, Llama a reconocer esos rasgos no como accidentes morales, sino como patrones de conducta estatal y civilizatoria que debemos privar de su aura de inevitabilidad.

Si el vampiro tiene algo irreversible, es su costumbre de vestirse de virtud. Nuestra tarea no es otro disfraz: es remover la máscara, explicar la técnica, y enseñar a los pueblos a no creer en falsas redenciones. El Eterno Anglo no es un destino; es una práctica contingente, reproducible y por tanto rebatible.

Matar al vampiro no es un insulto: es arrancarle las fauces una por una, ley, memoria, soberanía. Investigar, expropiar, hacer responsables; recuperar rutas, monedas y memorias; descolonizar la historia y construir alianzas reales. No pedimos venganza: exigimos justicia. Fin al vampirismo. Vida a los pueblos.

Jesús Alberto Erazo Castro

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