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El liberalismo generador de zombis latinoamericanos: consumo, uniformidad y decadencia

Por: Jesús Alberto Erazo Castro

Muchos de los lectores habrán visto alguna de esas desagradables y truculentas películas de zombis, en las que los muertos vivientes atacan a los vivos para devorarlos. El fenómeno comenzó con La noche de los muertos vivientes de George A. Romero en 1968 y, desde entonces, la temática zombi ha capturado la imaginación del público. Hoy, proliferan novelas, relatos, series de televisión y eventos temáticos que atraen multitudes, pero su popularidad no se limita al entretenimiento: hay algo en los zombis que resuena profundamente con nuestra realidad latinoamericana.

No podemos llamar al zombi una expresión cultural genuina, pero sí es una figura del imaginario colectivo que trasciende modas pasajeras. No se trata solo de un gusto por el horror, la sangre o la casquería: la persistencia de esta figura a lo largo de décadas refleja una inquietante atracción hacia algo que sentimos cercano, algo que nos interpela y nos incomoda en lo más íntimo.

El zombi es popular porque responde a un llamado subterráneo que justificamos como entretenimiento. Nos horrorizamos y, al mismo tiempo, nos sentimos atraídos por estas figuras, que recuerdan demasiado a la sociedad latinoamericana contemporánea. En muchas de nuestras ciudades, desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, pasando por Tegucigalpa, Lima o Bogotá, los humanos parecen moverse como muertos vivientes: una sociedad uniforme, mecanizada, alienada por la rutina, la pobreza, la burocracia y los sistemas políticos que han desvalorizado la autonomía personal, la creatividad y la vida auténtica.

En las películas, los zombis deambulan por centros comerciales, arrastrándose sin objetivo, siguiendo hábitos mecánicos de su vida pasada. Es una imagen inquietante, porque refleja con precisión la realidad de nuestra región: personas en mercados, plazas o centros comerciales que pasean sin rumbo, ocupadas en un consumo vacío, o familias donde los niños, aburridos y malcriados, son manejados por expertos en entretenimiento mientras los padres viven atrapados en el estrés y la rutina. Cada feria, cada avenida atestada de gente, cada calle congestionada puede parecer un desfile de muertos vivientes que, sin saberlo, reproducen patrones de conducta condicionados por una sociedad que premia lo superficial y reprime lo humano.

La metáfora del zombi se extiende a los pocos sobrevivientes, aquellos portadores de la vida auténtica, acosados constantemente por los no-muertos, que representan los sistemas, los hábitos y las ideologías que buscan homogeneizarlos. Y en Latinoamérica, esto se traduce en la persecución de quienes luchan por mantener la cultura, la identidad, la educación de calidad o la justicia social, frente a estructuras políticas, mediáticas y educativas que imponen modelos que alienan, uniforman y neutralizan la creatividad y la individualidad.

En este contexto, el zombi latinoamericano refleja también la influencia del sistema liberal global y la imposición cultural norteamericana. Las películas, series y productos de entretenimiento importados, junto con las redes sociales y las políticas económicas liberales, promueven valores de consumo, individualismo extremo y una concepción superficial de la vida, desplazando tradiciones locales y modos de vida autóctonos. Así, la globalización cultural se convierte en un ejército silencioso de zombis que buscan homogeneizar nuestra identidad, imponiendo una visión extranjera de la existencia, vacía y consumista.

Incluso podríamos considerar una lectura más optimista: los zombis pueden ser un espejo para que el espectador se vea acosado en su humanidad por un sistema de muerte interior. Pero, probablemente, la fascinación por los zombis revela otra cosa: que muchos latinoamericanos, en lo profundo, se reconocen parcialmente en ellos. Los desfiles de zombis, los disfraces, las marchas temáticas y la fascinación por lo macabro son una representación de nuestro propio enajenamiento, de cómo nos movemos a veces sin conciencia de nuestra identidad, atrapados en el consumo, la burocracia o la violencia cotidiana, mientras adoptamos valores importados que no siempre corresponden a nuestras raíces.

Además, las historias de zombis contienen una alegoría política y social clara, que se vuelve más transparente y aterradora a medida que la ideología del pensamiento único y la corrección política avanzan, imponiendo modelos de vida decadentes, destructivos y uniformizantes. En Latinoamérica, esto se traduce en el rechazo a nuestras raíces, la criminalización de la tradición, la promoción de políticas que desnaturalizan la vida familiar, la educación y la cultura local, y la imposición de ideas externas —en gran medida de origen norteamericano— que debilitan nuestra identidad colectiva.

Los zombis latinoamericanos no solo devoran carne: devoran valores, identidad y sentido común. Representan el abandono de la responsabilidad social, la corrupción de las instituciones, la propagación de la ignorancia, la manipulación de los medios, la mercantilización de la vida y la exaltación de la pasividad. En cada ciudad, en cada barrio, en cada calle congestionada, podemos ver su reflejo: individuos que actúan como autómatas, desplazados por la pobreza, la violencia, la rutina y la influencia de sistemas políticos, económicos y culturales que moldean comportamientos, deseos y pensamientos.

Pero también hay esperanza. Las historias de zombis nos recuerdan que mientras exista alguien consciente de su humanidad, alguien que defienda la vida, la cultura y la identidad, los zombis no triunfan por completo. Todavía queda la posibilidad de resistencia, de revitalizar nuestras tradiciones, nuestra educación, nuestra ética y nuestra comunidad. Como en las películas, mientras haya un sobreviviente, la humanidad puede reclamar su lugar, aunque todo a su alrededor parezca envuelto por la muerte y la mediocridad.

En última instancia, el zombi latinoamericano es un espejo inquietante: refleja nuestra decadencia, nuestras rutinas vacías, nuestras pasividades políticas y culturales, y la influencia de valores impuestos desde afuera, pero también nos ofrece una oportunidad de despertar, de reconocer la amenaza y de recuperar la vida auténtica. La lucha sigue: mientras haya alguien vivo, consciente y comprometido con la verdad, la justicia y la cultura, los muertos nunca dominarán del todo.

Jesús Alberto Erazo Castro

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