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(No) todos, (no) todos, (no) todos

Por: Gonzalo J. Cabrera

Fuente: Tradens

La neofe conciliar nos tiene acostumbrados, como muestra de su participación e intoxicación del espíritu del mundo, al igualitarismo y universalismo (que no igualdad ni universalidad) de los conceptos. Y que consiste en que nadie puede ser excluido, discriminado o apartado del conjunto. La ideología de la inclusión, trasladada a la cuestión religiosa, se manifiesta en la recurrente idea de que Dios ama a todos por igual, y que todos son iguales en la economía de la salvación. No importa el credo, la integridad de la fe o la vida de cada uno. Todos caben, que es lo mismo que decir que todos se salvan incondicionalmente.

Así lo manifestó Francisco de modo programático y mercadotécnico, en la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Lisboa:

«En la Iglesia hay espacio para todos, para todos. En la Iglesia ninguno sobra, ningún está a más, hay espacio para todos. Así como somos. Todos».

Esta afirmación no es nueva, y tiene precedentes claros y elocuentes en la neo-teología conciliar, esa que gustaba tanto a Juan Pablo II, consistente en «arriesgar» (Francisco dixit) introduciendo elementos extraños y hasta heréticos en los lugares comunes de la teología tradicional católica. Así lo manifestó en su Carta Apostólica Tertio milenio adveniente, n.6:

«Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en El converge, es acogido y restituido al Creador de quien procede. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminaciónSi por una parte Dios en Cristo habla de sí a la humanidad, por otra, en el mismo Cristo, la humanidad entera y toda la creación hablan de sí a Dios, es más, se donan a Dios. Todo retorna de este modo a su principioJesucristo es la recapitulación de todo».

Puede verse claramente como el Papa polaco actúa de taquígrafo del hereje Theilard de Chardin, procediendo a la dogmatización de un universalismo naturalista y cósmico, donde Cristo sería el culmen de la humanidad, no como víctima expiatoria de los pecados de los hombres, sino como meta común de toda la humanidad, sea cual sea su credo o condición. Cristo sería una especie de meta humana, un omega cósmico que culmina la evolución del universo.

Esta cita tampoco nace como una seta en el neo-magisterio, sino que tiene un precedente directo en el célebre pasaje de Gaudium et Spes, n.22:

«El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado».

Así las cosas, la encarnación del Verbo no sería más que la respuesta de Dios a un anhelo del sentimiento religioso natural del hombre. Sentimiento que, formando parte de la naturaleza humana, comportaría de modo implícito la salvación universal del género humano, pues éste habría llegado a su culmen en Cristo.

Parecería así, que el hombre es, por naturaleza, salvo, y sólo si se aparta explícitamente de Dios abandonaría esa condición para condenarse (teología de la opción fundamental). En cambio, el hombre es, desde la caída original, masa de perdición, no masa de salvación. Cual cuerpo atraído por la fuerza de la gravedad, su destino natural es el fuego eterno. Es sólo Dios quien, a través de su gracia, imprime mérito en nuestras obras y, si nos cuenta entre sus elegidos, y nos saca de dicha masa hedionda para que tengamos el inmerecido honor de compartir la gloria eterna con Él.

Es decir, la religión cristiana no es el culmen del sentimiento religioso de todo hombre, porque la religión cristiana introduce el orden de la gracia, que constituye un salto ontológico respecto del resto de religiones, que no pasan de religión natural, y encuentran su desembocadura natural en la condenación.

Cabe, además, otra matización a lo recién dicho. Ya desde el comienzo de la Revelación, plugo a Dios que fuera sólo el pueblo judío, por ser Su escogido, quien esperara la llegada del Mesías. Mientras que, tras la perfidia del pueblo judío, sólo los cristianos somos los verdaderos hijos de Abraham. Comenta Kwasniewsky al respecto, que «el Canon romano habla del sacrificio de Cristo como la culminación de una larga historia de santos sacrificios que lo prefiguraron, entre los que se destacan tres: la ofrenda de Abel; […] la ofrenda de Abraham a su querido hijo Isaac; […] y la ofrenda de pan y vino de Melquisedec […]. A Abraham se lo llama, elocuentemente, “nuestro patriarca”. (Peter A. Kwasniewsky, El rito romano de ayer y del futuro).

Por el contrario, con la afirmación de la Carta Wojtyiliana, se da a entender que toda la humanidad fue escogida, y que, por tanto, se infiere que la salvación es universal.

Ese empeño igualitarista de la neo-teología se manifiesta de nuevo en la negación de la necesidad metafísica del infierno. La teología clásica nos enseña que no todos se salvan, entre otras cosas, porque es necesario que exista el infierno. Y lo es debido a la necesaria gradación de las esencias, por la que existen todos los grados de participación en el ser, incluido el más depravado, que es el de los condenados. Por tanto, la redención realizada por Cristo no nos devuelve al estado prelapso (a diferencia de lo que afirma GS 22). Porque ni siquiera la redención es el fin primero de la encarnación, sino que Dios mismo expíe ante Dios los pecados de los hombres contra su divina majestad.

Por eso, en el canon de la Misa de siempre invocamos temerosos a Dios Padre para que acepte nuestra ofrenda y nos sea propicio, aplacando Su ira por nuestros pecados. Sacrificio que se ofrece por los que profesan la fe católica íntegra. Kwasniewsky lo comenta, en la precitada obra, del siguiente modo:

«El Canon romano [pone] énfasis en la ortodoxia como la condición básica de la pertenencia a la Iglesia, en vez de ponerlo en las cuasi-virtudes semi-morales con que se la sustituye hoy día. […] No hay sacrificio que se pueda ofrecer por nuestra salvación, y de hecho no nos salvaremos, si somos rebeldes, heréticos, cismáticos, apóstatas o infieles».

 

El motivo fundamental de esta ofrenda temerosa es el perdón de los pecados para la salvación del alma, que no debe darse por supuesto, como si fuese el destino normal de la humanidad, sino al contrario: el destino esperable del hombre es la condenación, y sólo la gracia de Dios, moviendo a nuestras buenas obras, puede salvarnos. Dice el Canon de la Misa:

«diesque nostros in tua pace disponas, atque ab aeterna damnatione nos eripi, et in electorum tuorum iubeas grege numerari».

(Dispón en tu paz los días de nuestra vida, y manda que seamos preservados de la eterna condenación, y contados en la grey de tus elegidos).

La idea de massa damnata es equivalente a la «masa de perdición» de la que hablan los santos y la doctrina de la Iglesia en general. En cambio, para la neo-fe, todos se salvan. A lo sumo se condenan los malos malísimos, los que han rechazado explícitamente a Dios en su vida. Pero el Catecismo de San Pío X nos enseña que un solo pecado mortal nos hace merecer el infierno. Porque rechazar a Dios no es simplemente la apostasía llana y directa, sino que cualquier pecado mortal es un rechazo a Dios y su misericordia. Justo lo opuesto que se predica, que es que la misericordia de Dios, por ser infinita, se desparrama por igual entre malos y buenos. Injusticia totalmente impropia de Dios y contra la que nada dicen los igualitaristas conciliaries.

Contra esto, está la doctrina católica de siempre: el justo se salva por gracia y misericordia, el inicuo se condena por justicia. La misericordia no justifica al malvado impenitente, sino que permite que se salve el justo con fe que, a pesar de ello, sería merecedor del infierno por sus innumerables culpas.

No todo el que diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de Mi Padre. (Mt 7, 21). Sólo hay dos opciones fundamentales: enmendarle la plana a Jesucristo, o seguir la doctrina de siempre, de nuestros santos, Papas, concilios y doctores

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