Masticando nuestra vergüenza
No puede ser que los bolivianos, en pleno Siglo XXI, sigamos engañándonos y tratando de engañar al mundo con una defensa a ultranza del acullicu, como si su práctica se tratara del Bálsamo de Fierabrás o del Elíxir de la Eterna Juventud. Que si bien la coca reúne inapreciables propiedades medicinales, sus virtudes nutritivas son dudosas, toda vez que no existe un solo animal herbívoro que la consuma sea este vacuno, equinou ovino, habida cuenta que ellos no precisan de un estudio de la Universidad de Harvard para comérsela.
Esta práctica sin embargo, representa el más abominable colonialismo, pues fue instituida para esclavizar a los mitayos o mineros de la plata, mitigando su hambre, su sueño, su cansancio, a cambio de dotarles de una energía artificial que acortaba sus vidas, en proporción inversa al enriquecimiento de sus amos. Entonces, ¿Qué cultura o sacralidad debemos respetar, defender o conferir a este veneno que, al margen de embrutecer al consumidor lo torna en un adicto?
En lugar de cocaína ¿No es acaso más noble y patriótico defender e incentivar la quinua, las 120 variedades de papa, los cítricos, el palmito y los miles de productos alimenticios que los bolivianos podemos ofrecer al mundo, desde esta maceta de un millón cien mil kilómetros cuadrados que Dios nos obsequió?
La enorme e hipertrofiada producción de coca ha decretado un desequilibrio sin precedentes en el sistema del medio ambiente yungueño, especialmente en la fauna y la flora de esa región subtropical paceña. Centenares de especies botánicas están desapareciendo ante el embate de la hoja sagrada y junto con ellas, otro tanto de especies animales y aves que tuvieron que migrar a otras latitudes o cambiar su dieta como la de cítricos, por los frutos del café.
Antes de escribir este artículo, quedé gratamente impactado por un escrito de mi buen amigo Ovidio Roca, con cuya opinión coincido plenamente, cuando al referirse al acullicador de coca, con maestría poética lo describe: “El cachete inflado como si tuviera un tumor, un absceso, una postema; una baba verde chorrea por la comisura de los labios, la mirada perdida en la lejanía. Es un acullicador militante…” Entonces, ¿Hasta qué punto es cultural y estético mantener en nuestros hijos y nietos la cara y la mirada de un acullicador?
Convengamos que existen muchos bolivianos que no dejarán de masticar la hoja por hábito, costumbre o necesidad. Empero, el número de ellos es cada vez más reducido y jamás sus requerimientos excederían el área y la zona geográfica que históricamente fueron definidas para tal fin. Oponerse a ello sería un absurdo, como absurdo es objetar la extravagante decisión del vocal del Tribunal Constitucional que ha dicho que lee en coca para dictar sus fallos. Lo importante es que dichos argumentos no sirvan para hacernos masticar nuestra vergüenza.
Maestro, como siempre Alvaco.