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Galería de héroes olvidados

En la madrugada de la otra noche soñé con una feria de las que acampan en parques con motivo comercial. Ésta vendía no se qué. En un rincón, ante la sonrisa escéptica de unos, había reunido libros que pocos habían leído, recortes de periódico como los que mi amigo Tito Dorado empastaba, y apuntes y memorias de charlas con testigos de alguien que merecía ser recordado. El tema del sueño era hacer leer sobre héroes de contiendas y oportunidades perdidas que lastran nuestro devenir. Hay más olvidadas figuras que las que acudieron a mi subconsciente, pero no eran las que destacan en la anti-historia de villanos que se vuelven protagonistas.

Estaba Juana Azurduy de Padilla, no como la amazona heroica que cabalgaba junto a su marido en las huestes guerrilleras que asolaban a tropas realistas, sino como la olvidada viuda anciana que pasaba sus últimos días en una casona humilde de los extramuros de la Ciudad de La Plata.

Se me apareció un sargento curtido de batallas de Andrés deSanta Cruz, que si no existió habría que inventarlo, que lloró cuando se pactó en Paucarpata la media vuelta con armas y bagajes de las tropas chilenas, que habrían de retornar a derrotar al incomprendido y abandonado visionario en Yungay.

Cara de compungido tenía uno de levita, que fue de pocos en el Congreso que votó a favor de que compren dos blindados ingleses en la presidencia de Adolfo Ballivián, pocos años antes de que campeasen con nombre de héroes chilenos en el mar que defendió el peruano Grau, y perdiésemos lo que hoy lloramos como mujer lo que no supimos defender como hombres, paráfrasis de lo que la madre del último califa le prohibiera a su hijo al abandonar la andaluza Córdoba.

Se asomó Guachoco, mojeño trinitario que en 1887 dirigió el primer levantamiento indígena contra los “carayana” de ascendencia mestiza que explotaban a los descendientes del Gran Paitití. Asesinado por las autoridades, por quitarles mano de obra, dice Roy Querejazu, seguro barata si no gratuita, añado yo, inició un ciclo de rebeliones y el mito que les impele desde entonces: la Loma Santa. Buscan la esperanza nunca perdida, ante el acoso de ganaderos que les quitan sus tierras en el norte. El Tipnis es su Tierra sin Mal, y sus nuevos acosadores –mestizos quechua-parlantes o de ascendencia aimara– penetraron desde el sur en el infame “Polígono 7” para cultivar coca para la cocaína.

Estaba Atanasio Estremadoiro, que junto a su hermano, mi bisabuelo Manuel, fueron oficiales en la heroica Columna Porvenir que Nicolás Suárez equipó para resistir a los invasores brasileños que coparon el Acre. Fue antes que nuestro imprevisor y centralista gobierno pudiese llegar, a remo y marcha forzada, a combatir por un territorio que luego sería vendido al chantaje de invasión del Barón de Rio Branco. Amago que había sucedido antes, cuando había tropas colombianas en Bolivia y un Sucre que adivinara su bluf y ganara la partida de póker.

No podía faltar Manuel Marzana, cuando era profesor de inglés en el Colegio Militar, olvidado su estoico heroísmo en Boquerón. Los cadetes gustábamos de chantajearle en el aula, prometiendo portarnos bien si contaba historias de guerra, mucho antes de que se acordasen de ascenderle a General, cuando ya se encontraba con un pié en el estribo de la muerte.

Estaba el negro yungueño al que después traviesos púberes pringaban de bosta su busto en Chicaloma o Pacollo –no recuerdo cómo se llama su pueblo. Salvó de la muerte en Nanawa a mi General Armando Escóbar Uría, el más prusiano en mi recuerdo, enhiesto en sus botas de montar ante el batallón formado. Cuando todos en la balacera le habían dado por perdido, le cargó, desangrándose, a un puesto de la retaguardia, insistió en que limpiasen y restañasen su cuerpo malherido y lo trasladasen a un hospital de campaña.

Asomaba también Bernardino Bilbao Rioja, que figura en mi memoria antojadiza como otro que, como Alcides Arguedas, recibió bofetadas de anti-héroes encumbrados. Heroico en Km Siete al detener estampidas derrotadas y sostener líneas de resistencia, en Villamontes organizó brigadas de topos de trincheras con que se detuvo el avance enemigo, “salvando el petróleo” mugían los demagogos. Todavía me queda la borra arrepentida de no haber comprado en la buhardilla de libros usados, los dos tomos que el Gral. Juan Lechín Suárez dedicó a la epopeya.

Cómo dejar de lado lo que más necesita esta Bolivia de espejismos regresivos: los educadores. No los adobados en ideologías rancias, que para renovarse apelan a indianismos trasnochados. Hablo de uno, Salvador Romero Pittari, que escogió escribir y enseñar en este país de yaravíes, después de estudiar en París y cantar que la vida es rosa. Contemporáneo además de amigo, fue testigo de la ceremonia en la que me sometí al yugo agridulce del casorio con la dama que me acompaña hace 35 años. Cómo es la vida, años después su padre, Julio C. Romero, había de ser colega y vecino de escritorio de mi esposa en el servicio público. Su intempestivo deceso es campanazo a quienes faltan unos años para llegar, si llegamos, a sus setenta y tres.

Son personajes que deberían alborotar la musa de más de alguno, mejor si han sido bendecidos con el don de hilar bien la palabra. Porque reconociendo a los reales héroes de una historia que se debe reescribir y reinterpretar, tal vez se llegue al sueño de una patria nuestra más equitativa y feliz consigo misma en su unidad en la diversidad.

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