Cuando las frases se entrecruzan con el dolor y la sonrisa del recuerdo, es muy difícil tejerlas acomodadas y en concierto. Las ideas salen a borbotones, desordenadas. Arañando la memoria y el corazón afloran multitud de episodios junto a Guido Riveros Franck. Imposible sistematizarlos. Como afirmaba el poeta, las palabras se vuelven espuma. La paja y el trigo se mezclan hasta confundirse, recreando un campo dorado.
Caminamos par y paso desde la lucha por la recuperación de la democracia, en los meandros del poder político donde los sueños se hicieron trizas y fueron reemplazados con el recuerdo de las batallas cumplidas.
Según contaba Guido, sus primeras noticias sobre mi persona le llegaron a través de Le Monde Diplomatique. Fue durante la dictadura de García Meza que muchos sufríamos el exilio. En México me tocó escribir sobre el momento boliviano desde una visión de la izquierda nacional. La página cayó en manos de Guido, quien era coordinador de los miristas en Suiza. Luego nos conocimos y nos hicimos entrañables.
En sus análisis políticos Guido hacía regates al pesimismo y al abatimiento. Su instrumento era el diálogo y su meta el acuerdo. Su pensamiento era un permanente elogio a la duda. Detestaba al fanatismo de los eternos convencidos, de los que enarbolan certezas que no llevan a parte alguna. En cambio del dilema sacaba fuerzas, mediante una infinita perseverancia, para encontrar el camino correcto. Avanzaba dudando, pero era una roca de inconmovible convencimiento cuando se trataba de defender valores, incluidos, en primera fila, los de la amistad.
Esta pelea la dio siempre, pero con mayor consistencia durante los últimos años desde la Fundación Boliviana para la Democracia Multipartidaria, a la que le dio fundamento y categoría después de haber sido diputado, embajador y viceministro. Su estilo de trabajo, su talante democrático, su discreción y sus dotes de negociador, le hicieron jugar un papel trascendente en los días en que los bolivianos esperábamos que el ruido de un petardo pudiera conducirnos a una guerra civil. Y él hizo todo para evitarla. Acercó a los extremos, limó diferencias, gestionó mediaciones, con un trabajo muy sutil pero efectivo. Sobre todo allí donde las instituciones tradicionales fracasaban o eran despreciadas.
En esos años tan duros de la “inevitable confrontación” que decían los enamorados del terror, Riveros concluyó que había otros caminos más allá del enfrentamiento fratricida. Y actuó en consecuencia. Se podría decir, parafraseando a Churchill, que nunca tantos debieron tanto a un puñado de hombres: y uno de ellos -insigne- fue Guido. Lo saben los que como él políticamente transitan en la socialdemocracia, pero también los que estaban al frente y terminaron convencidos de que el cambio debía venir de la mano con los valores de la convivencia política. Lo saben incluso los que en siete años ensayaron desterrarlo del instrumento que él había levantado.
Hace poco, Guido me dijo que desde muy joven, cuando hojeó un bello y viejo libro editado en ocasión del centenario de la República, recurrentemente lo asaltaba la pregunta de cómo llegaría él a los festejos de bicentenario. Lo hubiera hecho al cumplir 74 años. Actualmente, empero, su obsesión no era cómo llegaría él, sino cómo llegaría la vieja República y su Estado plurinacional.
Entonces, los sueños de su juventud de vislumbrar el bicentenario se iban convirtiendo en pesadillas. Ni su optimismo ni su paciencia evitaban una dramática inquietud que fue plasmada magistralmente por otro intelectual boliviano, recientemente fallecido, en la lucidez de sus horas finales: “Una revisión de nuestra historia resulta un paseo por la tristeza, porque no hemos hecho nada relevante”. Todo ello dicho desde un profundo amor a la patria sin espera de contrapartes. Para ellos no era difícil amar a Bolivia.
Hoy, a un mes de su última cita, en alguna parte, Guido debe estar filosofando sobre el instante de su muerte, con una sonrisa pícara, pronunciando una frase de la sabiduría popular mexicana que me la repitió más de una vez: “A quien le toca, ni aunque se quite; a quien no le toca, ni aunque se ponga”. Sólo nos queda –acongojados sin remedio– el recuerdo de su risa diáfana, su vida de lucha y su hombría de bien.
Luis González Quintanilla fue ministro; tuvo una entrañable amistad con Guido Riveros.