Un sabio proverbio chino advierte: “El hombre es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice”. Es un llamado a la prudencia y a la serenidad.
Infortunadamente, en el ámbito político se ha hecho corriente que se agravie a personas, instituciones y países, como una vía, de dudosa validez, para obtener el reconocimiento de derechos o para justificar tendencias políticas.
La torpe descalificación del oponente se ha convertido en arma preferida para la confrontación, la que debería ser de ideas, propuestas y planes en favor de la sociedad, sin el objetivo espurio de lograr réditos personales o de grupo. Esta conducta, que frecuentemente cae en lo procaz, no contribuye a la armonía social ni a la comprensión entre las personas; por el contrario, fomenta el enfrentamiento y la violencia.
De la injuria, hay un solo paso a la calumnia. Esto sucede cuando se acusa a adversarios por imaginarios delitos o inconductas, con la pretensión de desacreditar al oponente político. A veces, esto solamente por maldad.
Al parecer, muchos de los autores de los denuestos en el plano político creen que con las ofensas se evita la crítica –esencial en la vida democrática–, y se amedrenta a los que piensan diferente. Se pretende, además, que se forje la imagen –falsa, por cierto– de dirigentes que dicen al pan pan, y al vino vino. En realidad son meros provocadores que ignoran las consecuencias de su conducta.
Cuando el insulto traspasa fronteras, se ocasiona la pérdida de respeto y, a la larga, se constata que, insultando a países y a sus dirigentes, no se resuelvan los conflictos o diferendos. Si se consiguiera ventajas insultando, todos tendríamos que vociferar. Pero no es así. Con improperios contra una nación, por paciente que esta sea, no alcanzaremos objetivo alguno. La elevada y honesta conducta, es la que cuenta a la hora de establecer los términos de una relación madura, responsable y prudente.
El retruécano oficialista de que el capitalismo es perverso, y que el neoliberalismo es la causa de nuestro atraso e infortunios es, simplemente, una majadería. La causa es la falta de eficiencia, de trabajo y de orden, así como de consensos para edificar una sociedad en la que la razón no sea sustituida por la imprecación. Demonizar un modelo político y económico, no es la forma de oponer reparos y objeciones al mismo, ni de proponer algo diferente.
Con la agresión verbal, así provenga de un jefe de Estado, no se consigue consolidar derechos, ni se facilita la solución de diferendos internacionales. Sólo se aviva enconos y se expone al país a represalias no deseadas.
El reciente exabrupto presidencial contra la embajada de Estados Unidos en Bolivia, supera la agresividad inconducente del “bolivariano” Hugo Chávez y del presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad; ambos siempre muy dispuestos a arremeter contra un país al que consideran enemigo común: Estados Unidos. Si las agresiones verbales tienen el tono de los enardecidos ayatolas, se olvidan notorias diferencias en lo cultural, creencias y convicciones políticas.
Tampoco los improperios ‘chavistas’ han logrado borrar nuestros valores comunes; sobre todo la decisión de preservar la libertad republicana. Muchos de esos valores son también los de la democracia estadounidense, la primera en la era contemporánea.
Los agravios no se olvidan fácilmente. Benjamín Franklin afirmaba: “Las tres cosas más difíciles en este mundo son: guardar un secreto, perdonar un agravio y aprovechar el tiempo”.
(17102012)