Agradecimientos al inicio de 2013
Doy gracias a mi cuñado Gustavo Rioja, neurocirujano en São Paulo, no tanto por su hermana y esposa mía de treinta y tantos años, que a estas alturas de la vida matrimonial –ambos jubilados– parece haber cambiado su apellido materno a Contreras y se está volviendo mi enemiga. Me recordó agradecer a lectores y amigos, por los educativos correos electrónicos que me han reenviado a lo largo del año que se fue. He tallado sus emails a mis circunstancias, emulando a algún genio musical que enhebró variaciones clásicas a temas de sus colegas.
Los mensajes fueron eficaces en cambiar mi vida. Hoy, base de mi alimentación son harina de quinua, avena, chía, té de linaza, leche de alpiste, mate de hojas de bambú, infusiones de alcachofa, limón, vitamina E, maca andina, papaya, bicarbonato de sodio, la guanábana que en mi tierra se llama biribá; también ajonjolí, espárragos, aceite de oliva, pimienta, palta y romero. No olvido la uña de gato y la sangre de grada, que se ordeña en gradillas de un árbol amazónico, y no es de grado y menos de algún Drago. Los ajos han reemplazado las caras colonias francesas que usaba; a estas alturas poco me importa heder como coreano en micro. Ah, y los cuatro litros de agua que me hacen orinar toda la noche.
La receta que más me place es el vino tinto para prevenir enfermedades del corazón, aunque no respondo del “ch’aqui”, la resaca, el “hangover”, el guayabo, o como quieran llamarle. No exijo vinos caros rescatados del Titanic o que bebía Napoleón. Me gustan los chapacos Cabernet Sauvignon de Campos de Solana o La Concepción, aunque preferiría un Casa Grande Reserva 2008, trivarietal de altura. No desdeño un Carmenere chileno, aunque más celebraría un Syrah Limarí de 2005. ¿Por qué no un Malbec argentino, digamos un Portillo 2011 de Bodegas Salentein?
Mi vida ha cambiado porque ya no abro la puerta de baño sin forrarme la mano con papel higiénico, que no solo había servido para limpieza personal, limpiar narices de taxistas y secar bollos de pasta base de cocaína. También evito bacterias de cáscaras de naranja y toronja de jugos que exprimen y sirven en la calle, para no hablar de las manos de vendedoras: ¿adónde fueron al baño hacía poco? No uso el control remoto o mando a distancia en habitaciones de los hoteles, porque nunca se sabe qué hacía con las manos el anterior huésped mientras miraba canales pornográficos. Me da cosa estrechar la mano de alguien que estaba conduciendo, por esa manía de manejar el vehículo con la izquierda y con la diestra “hornear chimas”, que es como los cambas llamamos a hurgarse los mocos secos de la nariz.
Tampoco cargo combustible en la gasolinera sin vigilar mi coche, no sea que un asesino serial se cuele en el asiento de atrás. No voy al cine, temeroso de que alguna aguja infectada con SIDA me pinche el trasero. Envío un agradecimiento especial al que advirtió que el pegamento de sobres tiene caca de ratón: ya no usé la lengua, sino una esponja mojada, para sellar tarjetas de Navidad. Por la misma razón, cepillé con detergente las latas de conservas del canastón navideño.
Ya no bebo en bares desconocidos, porque alguna “pildorita” me puede echar un polvito –no el que uno desea– y despertaría con la billetera vacía, en una bañera llena de hielo y sin un riñón. Ya no uso desodorante que puede ser cancerígeno, aunque huela como búfalo en día caluroso, cosa que no parece importar a los contertulios de mi barra favorita. Ya no bebo más Coca Cola, excepto en mi Campeche Libre –hielo, ron, agua y una pizca del líquido negro del imperialismo, como le dice Galeano–, versión mexicana del no tan veraz Cuba Libre (no el de los afiches con atributos generosos de la candidata a Gobernadora del Beni). Fue después que el Presidente advirtiera que sirve para destapar inodoros, quizá después de un óbolo duro de pelotitas como rodamientos de alguna estreñida. Tampoco degusto Pepsi Cola, porque dicen que son ateos que se negaron a inscribir “Hecho por Dios” en sus envases.
Ah, la cuestión del vil dinero es toda una odisea. Primero me quedé sin ahorros, donando para una niña, Penny Brown creo que se llamaba, a punto de morir; fue hasta que algún avispado me hiciera notar que seguía viva después de un millón trescientas quince veces que estuvo a punto de estirar la pata. Mi yesquera terminaría cuando Bill Gates y Microsoft me manden $15.000 verdes por terciar en un programa de mercadeo. Ni qué decir de la carta avisando de mi cuenta bancaria a Makeeba Potoglande, dizque viuda de un ministro de Nigeria, a la que estoy ayudando a lavar cuarenta millones de euros que su marido habría birlado de su país, los depositó en una cuenta secreta en Suiza, y luego habría muerto en un accidente de aviación. Me dará la mitad y seré millonario, sin necesidad de ser parte de ninguna red gubernamental de extorsión a incautos gringos que invierten en Bolivia.
Creí surfear en la cresta de la ola moderna, adjuntando mi correo electrónico al pie de mis artículos, solo para que un “hacker” descifrara direcciones de mis contactos e intentara sonsacarles dinero al estar yo varado en Edimburgo, ciudad escocesa que ni conozco. Qué voy a ser, soy ingenuo a los nuevos tongos cibernéticos para timar a la gente. Todavía creo en el Papa Noel; y en el Vicepresidente García Linera, que anunció que “el Tipnis ha hablado y el Gobierno va a cumplir”, abriendo la carretera que lo traspasará como una lanza, esta vez no romana sino cocalera, a Cristo de nuevo crucificado, diría Niko Kazantzakis.
(20130111)