Insumisión mental
La derrota del pensamiento no está generalizada y el triunfo de la barbarie todavía no es efectivo.
Michel Onfray
Aunque su victoria no sea definitiva, el poder hace lo inconcebible por impedir que se piense con libertad. La gran aspiración es que, obedeciendo el movimiento de su batuta, se coincida en alabarlo. No existe época que haya estado exenta de una pretensión tan abominable como ésa. Sin dificultades, cualquiera puede hallar a tiranos que admitan originalidad sólo entre bufones, torturadores y verdugos. El resto de los mortales debe limitarse a cumplir órdenes, malgastando una vida que, por naturaleza, tiene lo requerido para fundar insurrecciones. Porque, incluso ante un régimen bestial, es factible la toma de una postura que nos permita condenarlo. No es determinante que, recurriendo a una propaganda ponzoñosa, se intente la construcción de mitos sobre su obra; las mentiras pueden ser siempre dinamitadas. Es la ventaja de sentir una extrema desconfianza hacia las autoridades. Esto hace necesario que presumamos su propósito de tratarnos como si fuéramos cretinos. La dignidad exige que no les demos razones para creerlo.
Tenemos el deber de no consentir la incultura que, sin recato, exhiben cotidianamente los gobernantes. Su rechazo al mundo de los libros, teorías, argumentos e ideas no debe ser aceptado con tranquilidad. Esa brutalidad no suele caracterizarse por la ternura; en más de una ocasión, ha engendrado persecuciones que cesan cuando quienes tienen tales preferencias son silenciados. Nada beneficioso puede esperarse del repudio al crecimiento intelectual. Suponer que la existencia se justifica por las conquistas violentas es una estupidez al cubo. El alejamiento de las cavernas se consumó merced a los esfuerzos cerebrales que, cuando son realizados sin dilatadas interrupciones, aseguran nuestro progreso. Como es sabido, ello es apreciado por las personas que no rehúsan el contacto con los textos. El problema es que, desde la perspectiva de quien se irrita cuanto le muestran una página, impulsar esas aficiones parece peligroso. Hasta un dictador iletrado sabe cuán insurrectos pueden ser los individuos que leen.
Sin importar su preocupante grado de idiotez, es fundamental que las afirmaciones del oficialismo sean pulverizadas. Deben aprovecharse todos los espacios que posibiliten la revelación de sus absurdos. Abstenerse de refutar las mentecateces que se divulgan para forzar nuestra subordinación, fin al cual dedican los mayores suspiros, es facilitar su vigencia. Yo destaco que, cuando los librepensadores callan, las perversiones del dogmatismo se presentan de modo sanguinario. Aun los disparates moderados, aquéllos que no provocarían un daño inmediato, deben ser embestidos sin tardanza. No desconozco que muchos sujetos son ideológicamente incorregibles; años consagrados a la necedad pueden tener esas consecuencias. Con esta índole de hombres, el acercamiento a la verdad podría considerarse una proeza. Pero ni siquiera una tozudez enfermiza tendría que disuadirnos de acometer esa rectificación. Nadie está libre de obrar prodigios en el campo del pensamiento.
Para no caer en el abismo del régimen, tenemos que resistirnos a cualquier endiosamiento. Siendo la crítica una virtud que nos distingue, debemos explotarla sin concesiones de ninguna laya. Siguiendo esta lógica, las imbecilidades de los demás opositores merecen un reproche similar. Es indiferente que sea un correligionario quien sienta repulsión por las bibliotecas; su oscurantismo motiva también nuestra reprensión. El individuo que no aliente la discusión, promoviendo debates en donde se proscriban las arrogancias totalitarias, es uno de los enemigos a vencer. Conviene trabajar para que los ciudadanos se sientan incitados a cuestionar su realidad. Cambiar una sumisión mental por otra menos bárbara no es el objetivo que nos corresponde buscar. Con seguridad, el éxito se demostraría si se ha concluido que la razón más controvertible es aquélla dictada por los gobernantes. No debe ignorarse que los respaldos electorales jamás conllevan el derecho a fijar impunemente sandeces.