Mario Vargas Llosa, víctima del Estado macrocefálico
Por: Luis Yáñez Valdez
En 1993, Mario Vargas Llosa publica El pez en el agua, un extraordinario libro sobre sus memorias dividido en dos partes: la primera, desde su niñez en Bolivia hasta sus 22 años cuando viaja a Europa para “tratar de ser un escritor”, como él señala; la segunda, desde el inesperado inicio de su candidatura por la Presidencia del Perú hasta su derrota ante un desconocido: Alberto Fujimori. Este artículo se concentra en esta segunda parte.
Así como El Príncipe, de Maquiavelo es, desde el siglo XVI, un manual para adquirir, conservar, y expandir el poder del gobernante, El pez en el agua se constituye en un manual que determina cuáles son los factores que, en realidad, ‘direccionan’ el voto de la sociedad peruana (y de otras en América Latina).
En 1990, Perú arrastraba una profunda crisis: de 1968 a 1980 gobernaron dos dictaduras de izquierda (Velasco y Morales) que crearon casi 200 empresas estatales deficitarias. Recuperada la democracia, el Gobierno de Belaúnde (1980-1985) resultó ineficiente; luego, el de Alan García (1985-1990) generaba una enorme deuda externa, corrupción institucionalizada y una inflación de 2.775%, en tanto que Sendero Luminoso ya había provocado miles de muertos (en total 31.331, la mayoría de ellos en la década de los 80). La sociedad estaba hastiada de las dictaduras izquierdistas y del sistema de partidos.
En 1987, el presidente García planteó la estatización de todos los bancos. Para evitar esto, Vargas Llosa realizó una exitosa oposición, a través de una serie de mitines, que derivó en la no aprobación de dicha medida por parte del Congreso. Como producto de ello, Vargas Llosa se situó en el centro del debate público, y así, casi sin pretenderlo, se generó el inicio de su candidatura presidencial proclamando la libertad individual y el capitalismo popular con un programa de gobierno realizado por destacadísimos profesionales. Para entonces, contaba con más del 50% de intención de voto.
Para neutralizar ese ascenso, el Gobierno creó varios partidos satélites; el menor de ellos, Cambio 90 (el de Fujimori), que carecía de estructura y de candidatos en sus listas. Fujimori ni siquiera tenía un programa de gobierno, solo usaba el eslogan “honradez, tecnología y trabajo”. Inesperadamente, comenzó a crecer en las encuestas en las que, pocos días antes de la primera vuelta electoral, no existía. ¿La causa? El ‘Chinito’ recorría los denominados pueblos jóvenes (barrios limeños pobrísimos), vestido de indígena, conduciendo un tractor y se concentraba en atacar a la elite y a la clase política, manipulando el resentimiento de la mayoría.
El Gobierno detectó este súbito crecimiento y se volcó a dar un mayúsculo apoyo logístico a Fujimori y a explotar el odio por motivaciones raciales, políticas, y religiosas en la sociedad peruana. Dado que esta es tradicionalmente católica, el ataque más certero en contra de Vargas Llosa fue calificarlo como ‘ateo’ (en realidad es agnóstico, pero ¿cómo explicarle esa diferencia a una sociedad inculta?).
Ya a inicios del siglo XX, Max Weber, en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, había establecido que la religión es el factor más determinante sobre las decisiones que adopta el individuo. Pese a que esta teoría surgió hace un siglo, resultó estar más vigente que nunca durante las elecciones de 1990.
La intoxicación propagandística generó que un escritor de prestigio mundial perdiera la elección, en la segunda vuelta electoral, ante un desconocido porque fue posicionado como el candidato de los blancos, ricos y privilegiados, además de ser ‘ateo’. Los resultados electorales demostraron que las ideas, los valores y la coherencia de un candidato presidencial poco o nada importan en la campaña política de un país subdesarrollado en el que la mayor pobreza es la mentalidad de la sociedad