En una serie de entregas del politólogo Jaime Duran Barba, PERFIL recorrerá la increíble vida y carrera de quien puede ganar la presidencia de Brasil. Aquí, sus orígenes en la Amazonia.
Por Jaime Durán Barba
Si Marina Silva llega al próximo debate con un reloj de oro, se derrumba su candidatura aunque pronuncie un discurso brillante. Los seres humanos nos comunicamos con imágenes, ella es líder de una izquierda del futuro y su fuerza está en la autenticidad. Es una mujer elegante, atractiva, usa collares hechos con semillas y maderas de la Amazonia, y muy poco maquillaje. En cuatro ocasiones, los médicos le dijeron que iba a morir, sufrió tres hepatitis, cinco malarias, una leishmaniosis, contaminación por mercurio, pero contagia pasión por la vida. Académicamente preparada, habla con solvencia de historia, religión, ecología, economía, política, aunque se alfabetizó a los 16 años.
Marina ha viajado mucho, no porque ha recorrido muchos países, sino porque ha podido vivir en mundos distintos, amarlos y comprenderlos. No viaja quien pasea tomando fotos de sitios exóticos, sino el que es capaz de comprender que su realidad no es la única y respeta a los que piensan o sienten de manera distinta. Algunos políticos que tuvieron problemas en su infancia desarrollan una mentalidad autoritaria, y cuando tienen poder se desquitan del destino aplastando a los demás. Marina está en el otro extremo. A partir de sus duras experiencias, desarrolló una actitud democrática, pluralista, respetuosa del distinto, propia de los líderes del futuro. Conociendo su biografía, nos explicaremos el fenómeno.
Su vida fue siempre muy dura. Trabajó desde los 5 años ayudando a su madre en la casa, cargando látex, sembrando y cosechando alimentos. Cuenta sus recuerdos con añoranza, dice que no siente que perdió la infancia. “Mis hermanas y yo trabajábamos como las otras niñas del grupo, hijas de mis tíos. Barríamos, plantábamos arroz, mijo, frijoles, ayudábamos en la cosecha. No tenía una referencia para comparar mi experiencia con algo distinto. No pude plantearme el problema de que otros niños jugaban mientras nosotros trabajábamos porque simplemente no existían otros mundos. Sentía el enorme placer de respaldar a mis padres, a mi familia, de ayudarlos. Creo que siempre fui madura, adulta, tomé decisiones, luché por ellas, me gustó mediar en los conflictos, vivía preocupada por trabajar y ayudar a los demás”. También la crisis de la adolescencia y el racismo tenían otro sentido. “No recuerdo haber vivido una adolescencia como la que tuvieron mis hijas. En mi tiempo, simplemente, la niña aprendía en la casa el oficio de los padres y la vida seguía así”. Marina era hija de Pedro, un negro apuesto, y de María Augusta, una mulata, pero conoció el significado de los prejuicios en contra de las mujeres y de los negros sólo cuando fue a vivir a la ciudad. Hasta entonces, en su mundo, ser negro era bonito y ser mujer era ser fuerte. Se siente orgullosa de pertenecer a un linaje de matriarcas de la selva en donde las mujeres saben subir la voz cuando no las oyen sus maridos.
El origen. Marina nació en el seringal de Bagaço, a 70 kilómetros de Río Branco. No había escuela, iglesia, puesto de salud, “cuando queríamos ir a la ciudad, desde el sitio en que vivíamos, debíamos caminar 11 horas hasta Piratinim, una de las quebradas de Bagaço, después una hora hasta el río y dos días y medio más para llegar a Río Branco. Hoy, con el asfalto, se hace todo el recorrido en menos de una hora”. La Amazonia era una región enorme, fértil, poblada por cientos de pequeños grupos humanos con distintos idiomas y culturas. Los españoles, que despreciaban y temían a la gente de la selva, los llamaron jíbaros, palabra atroz que se acuñó para designar a perros rabiosos remontados en Cuba. En Brasil, además de los pueblos indígenas, se establecieron en la selva otros grupos que se aislaron y desarrollaron su propia cultura, como los seringueiros, personas que vivían de la extracción del látex de un árbol amazónico llamado seringa. Marina nació en uno de esos seringueiros, con otro sentido del tiempo. “Los tiempos de la selva normalmente son lentos, pero para nuestras necesidades de comunicación más urgentes nos movíamos con la velocidad del sonido. Para no andar muchas horas por la selva, usábamos códigos. Con un disparo anunciábamos el nacimiento de un niño; con dos, el de una niña, y si alguien moría disparábamos siete tiros. El último día del año disparábamos 12 veces para compartir la conmemoración del Año Nuevo”.
Habilidad. Su sentido del tiempo la hace una líder democrática. “Aprendí a manejar las cosas, sin perder ni el tiempo ni mi velocidad interior. En mi aprendizaje de la vida, asocié siempre las cosas veloces con la ciudad y las lentas con la selva. La gente dice a veces que soy demasiado calmada. Eso tiene que ver con mi conformación emocional y mi percepción del cosmos. Logré internalizar y conciliar la velocidad tecnológica, el ritmo frenético de la vida urbana y de la política, conservando el poder de reflexionar, que es parte importante de mi forma de ser, y siempre lo será”.
Su padre había estudiado la primaria incompleta, sabía leer y escribir. Los otros miembros de su grupo sabían algo de matemática porque los compradores los engañaban diciendo que su látex tenía una humedad superior al 17%, que era la permitida. Por eso, todos los niños sabían calcular el 17% de todo. Ella dice que con eso fue “desarrollando el raciocinio abstracto en un ambiente de rústica poesía”. Marina aprendió oratoria escuchando cuentos y leyendas que relataban su abuela y sus tíos para que durmiera, mitos que añoró a lo largo de su vida. Entre ellos estaba el de un demonio de la selva que golpeaba con un látigo de fuego a quien cazara un animal sin consumir toda la carne del que había cazado previamente. Todos temían provocar al pequeño demonio, respetaban ese código de sustentabilidad de la selva y así no la depredaban.
Los seringueiros tenían poca relación con el mundo exterior. “Nuestro tótem tecnológico era la radio a pilas. Todo podía faltar menos la pila para la radio. El aparato me provocaba mucha curiosidad y, a pesar de las advertencias, una vez conseguí romper la tapa trasera para ver si había gente dentro de la caja. A mi padre le gustaban las noticias y nos explicaba lo que decía la radio. A veces, cuando salía del seringal, conseguía revistas viejas descartadas por los hacendados. Me acuerdo de una ocasión, en que hojeábamos fascinados la revista Machete de noviembre de 1963, con fotos del asesinato de Kennedy. Había fotos con la angustia de las multitudes, el presidente, sus hijos tan pequeños, el cuerpo caído en el carro.
De repente, todo eso aterrizaba en nuestro seringal como una época invadiendo el dominio de otra. Estábamos en 1968, para el mundo exterior habían pasado cinco años de la tragedia de Dallas, pero a través de las revistas todo viajaba por el espacio. Eran ritmos distintos pero finalmente el tiempo que realmente valía era el nuestro, el de nuestras circunstancias. No nos incomodaba saber recién ahora algo que ya era historia en el resto del mundo. Ahora me doy cuenta de que nuestra velocidad no era veloz, pero eso no tenía ninguna importancia”.
Ante todo, la fe. Dios es central en la cosmovisión de Marina. “Mi padre me enseñó religión con una especie de catecismo para analfabetos, sin textos, lleno de ilustraciones hermosas”. Así aprendió los relatos de las escrituras. Los rudimentos del cristianismo tuvieron en la niña gran impacto, despertando su vocación religiosa. Decidió hacerse monja. El abuelo le previno: “Querida hija, no existen monjas analfabetas, tu eres analfabeta y jamás podrás ser monja”. Todas las noches la abuela Julia la bendecía rezando para que Dios cuidara a toda la familia y terminaba siempre diciendo: “Que el señor te conceda inteligencia para hacer el bien”. Marina pertenece a la Iglesia Evangélica de la Asamblea de Dios y por eso algunos la tachan de fundamentalista. Este es un tema complejo porque sus partidarios duros son jóvenes, educados, con poder adquisitivo, y tienen posiciones liberales. Analizaremos el tema en otro artículo.