ArtículosIniciosemana del 9 de FEBRERO al 15 de FEBREROSusana Seleme Antelo

La edad de la inocencia ya no va

“ A temas locales, soluciones locales. En vez de un solo gobierno, enorme y abstracto, nueve o diez gobiernos menores que él… La autonomía regional traerá consigo la multiplicación de la capitalidad. Que la provincia sea lo menos provincia y lo más capital posible: esto es lo que importa conseguir”.

José Ortega y  Gasset  (Obras completas 1926)

Con el “Érase una vez…” nos introducían a los cuentos, leyendas e historias, cuando aún no habíamos perdido la edad de la inocencia. Creíamos ese mundo de magia que era onírico y amable, unas a veces, y otras de miedo, pero nos abría las puertas de la imaginación infantil, por lo que se contaba, cómo se contaba, y quién lo contaba.

Esas dotes trascendieron de los narradores de cuentos para niños a otros personajes, y de ahí se hicieron extensivas a políticos oportunistas-narcisistas, quienes pretenden reescribir la historia a su imagen y semejanza,  para contarla convertida en historieta. Algunos lo hacen  con radical discurso populista-autoritario y se erigen en ‘libertadores’, como si la historia hubiese empezado con su ciclo político y, por la tanto,  nada antes de ellos es rescatable. Otros lo hacen con un lenguaje en apariencia políticamente correcto por su bagaje intelectual.

Contrastando esos discursos con los hechos históricos, se desnuda la verdad distorsionada, pues tanto populistas y autócratas, como los ‘políticamente correctos’, mediatizan la realidad como síntesis de múltiples determinaciones. Entre las más importantes, los sujetos en un horizonte de larga data. La historia se remonta a diversos acontecimientos, a sus causas económicas, sociopolíticas, geográficas y étnico-culturales; a su compleja articulación en determinados momentos de su desarrollo y a su trascendencia, según pretendieran modificar, y en los hechos modificaran,  contextos nacionales y  regionales. Esas transformaciones tienen lugar más allá de la voluntad de los gobernantes  de turno.

Como si se tratase de un  “érase una vez”, surgen quienes afirman haber entendido el reclamo cruceño de autonomía y de haberlo impulsado. En honor a la verdad, ningún decreto ni voluntad política alguna ‘disparó’ las autonomías: Santa Cruz, sus líderes cívicos  y su gente las trabajaron  con valentía, inteligencia, esfuerzo y sangre, en el transcurso de siglos a despecho del andino-centrismo de siempre y de cualquier signo. Alguno hace mención a personajes históricos de la conquista, a Diego de Mendoza como el primer autonomista, a la Sociedad de Estudios Geográficos e Históricos y a los cívicos,  pero se quedan en la enunciación.

¿Acaso se reconoce el carácter de interpelación geopolítica del Memorándum de 1904, como la primera expresión orgánica económica-geográfica de la élite cruceña frente al centralismo? Por ejemplo, que perdido el  litoral Pacífico, se mirará la salida al Atlántico por el Oriente de Bolivia, y con 30 años de anticipación, ya alertaba  sobre el conflicto por el Chaco Boreal. Con hidalguía se podría haber adjudicado a  las luchas cívicas de mediados del  siglo XX -regalías petroleras, descentralización, elección de alcaldes y lucha contra la dictadura de García Mesa- el verdadero ‘disparo’ para la transformación del Estado, que la Revolución de 1952 dejó inconclusa, pese a sus logros.   Entre  otros bemoles, porque fue centralista y represiva pues negaba a Santa Cruz el derecho a exigir las regalías aprobadas por Ley de la República en 1938, bajo la infundada acusación de separatista. La respuesta a esa demanda fueron las incursiones violentas y represivas a la región, que pocos o ninguno mencionan. Ya en el siglo XXI,  la demanda por elección de prefectos y autonomía político-administrativa terminaron transformado, la naturaleza del Estado en Bolivia, aunque sigue siendo centralista. Hoy es redistributivo, porque le tocó administrar la bonanza económica de la renta  petrolera y minera, y porque también se lo permiten y facilitan las regalías petroleras y la Ley de Hidrocarburos de 2005, a la que antes se opusieron unos y otros.

¿Plurinacional y autonómico, o más bien  ficción?

Ni en el pasado cercano ni en el presente se han reconocido las múltiples determinaciones del heterogéneo tejido social de Bolivia y sus propios modos de existencia, de raíces étnico-culturales mestizas, muchas. De ahí su diversidad. El actual denominativo de Estado Plurinacional es un eufemismo pues solo se respeta y ensalza a la nación aymara, que se lo merece, pero excluye a las demás, 36 reconocidas en la Constitución.  No hay igualdad plena para ellas, con el agravante de que el jefe del régimen, que se dice indígena, reprimió con saña a los pueblos indígenas del Oriente que se oponían a un proyecto carretero en el Territorio Indígena Parque Nacional  Isiboro-Sécure, TIPNIS, su hábitat de toda la vida. Cuatro años después no hay un solo culpable y, más bien,  algunos han sido premiados con cargos diplomáticos y otras canonjías.

Con esa acción, el régimen de Evo Morales  eliminó el tránsito a la igualdad étnica, pues la visibilización de las raíces indígenas de Bolivia, necesaria sí, no fue ni es suficiente, a pesar de la propaganda política, que se queda en eso: mera propaganda. Y  no valen alabanzas propias o ajenas: lo de Chaparina fue un grave asunto de  violación a los Derechos Humanos de esos pueblos, a pesar de la manipulada tríada ‘originario-indígena-campesina’.

Decir hoy que las autonomías eran un objetivo colectivo, es otra falacia. Ningún régimen centralista quiere ser autonomista por la sencilla razón política y económica de que no aceptan compartir el poder político y tampoco recursos. La sociedad boliviana, en su gran mayoría, se nutrió del centralismo andino, merced a intelectuales que desconocen la cuestión regional como objeto de estudio. Hubo excepciones y una de ellas  es el intelectual paceño Ramiro Velasco, quien pensaba  que  “El Estado centralista se erige como una superestructura vertical… Como los lazos de la unidad nacional son débiles,  en la personalidad de las regiones se destaca nítidamente el sentido de ‘regionalismo’ matizado a veces de impulsos de autonomía (…) La ‘región’ no es sólo la expresión histórico-cultural de los agregados sociales, sino el espacio social donde los lazos de la producción y del modo de producir han forjado un sentimiento local de solidaridad económica.” [1]  Ese fue y es el caso de Santa Cruz. Velasco veía al centralismo como el “producto de la estrechez política del sistema administrativo estatal(…) y de su incapacidad  para contener al ser social diverso que le da vida a la nación.

Siempre vigentes las convicciones y valores de un Estado Democrático de Derecho, libre de imposiciones ideológicas o de cualquier tipo, los regionalismos seguirán siendo “la expresión de un malestar y de un descontento no resuelto” [2], como pensaba, ya en 1928, el peruano José Carlos Mariátegui. En concordancia, agregaba, que “el fin histórico de una descentralización no es secesionista, sino por el contrario unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las regiones, sino para asegurar  y perfeccionar su unidad dentro  de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere decir separatismo”. [3]  Que  no lo hubiesen entendido antes ni ahora, ni hubiesen revisado la historia de la cuestión regional y sus tantos estudios nacionales y extranjeros, es un problema político no resuelto, pese a discursos y escritos que parecen un “érase una vez”, cuando la edad de la inocencia quedó atrás.

[1]. Velasco, Ramiro. “El Estado y la Región” en El poder de las Regiones. Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social. Cochabamba 1985. Pp 85-88

[2]. Mariátegui, José Carlos. 7 Ensayos de interpretación de la Realidad Peruana. Empresa Editora Amuata. XXIII edición. Lima Perú. p 194

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