DE DIPLOMÁTICOS Y ESCRITORES
Existe una vieja relación entre la literatura y la diplomacia. ¿Qué hace que los diplomáticos sean novelistas o poetas? Esto es algo que nos hemos preguntado siempre y que tiene una explicación. El diplomático, si no aprende a escribir, si sus ideas no las puede plasmar en una nota, está perdido. Hoy mismo, con todos los avances cibernéticos, no puede concebirse a un embajador o un ministro consejero que no escriba. Mucho mejor si habla y escribe bien, aunque, como decía García Márquez, Dios da una de las dos virtudes al hombre: o escribe o habla. Él afirmaba que el Supremo sólo le había dado el don de la escritura mas no el de la oratoria. Por lo tanto, si un diplomático es poeta o novelista, pero, además, dueño de la elocuencia, estaría cerca de la perfección. Los diplomáticos no son, por lo general, grandes oradores – aunque los hay brillantes – porque el diplomático es muy cuidadoso con lo que dice, le enseñan a expresar lo justo y sin improvisaciones ni ditirambos. El diplomático calla generalmente, oye bien, e informa escribiendo.
¿Pero por qué los diplomáticos abundan en el campo literario? ¿Qué hace asociar las letras con la diplomacia? La práctica de escribir es el principal motivo, seguramente. No debe existir repartición pública más exigente para desarrollar la escritura que una Cancillería, donde todos los funcionarios – salvo en algunas reparticiones administrativas – están obligados a redactar cinco o diez notas diarias. Al comienzo se trata de meros acuses de recibo a las embajadas, pero luego, inesperadamente, el Viceministro pide un informe y la cuestión cambia. Hay que escribir con claridad y sin circunloquios. ¿Se hará lo mismo ahora que vía internet se soluciona todo? ¿Habrá cambiado el método de correspondencia entre un embajador y su Cancillería ante el arrollador avance de la ciencia? ¿Dejarán de aprender a escribir nuestros diplomáticos de hoy, pero mucho más grave, nuestra juventud?
Don Walter Montenegro fue el primer subsecretario con quien trabajé, allá a fines de los años 60. Él era un connotado periodista, escritor, pero además un hombre de inteligencia muy clara y que exigía claridad. Había que escribir pensando. Mi jefe inmediato, Hernando Velasco, era otro diplomático muy cuidadoso del lenguaje, un purista del idioma, que se tomaba la molestia de leer una por una las notas que entraban y salían de la dirección, sin importarle tanto la agilidad en la correspondencia. Así, consultando el diccionario, pero sobre todo, recibiendo llamadas de atención, fuimos puliendo la pluma los noveles funcionarios hasta mejorar lo que habíamos aprendido en el colegio o en la universidad. Ahora, casi todos mis colegas de antaño, jubilados ya, son escritores o articulistas de nota.
Dicen que don Julio Alvarado, subsecretario de Alberto Ostria y de otros cancilleres de la época, hacía temblar a los funcionarios del Ministerio con el tema de la redacción y de la precisión. Con lápiz rojo corregía los oficios y los devolvía hasta que el documento quedaba pulcro y que muchas veces agregaba algún comentario al margen donde las alusiones a los nobles asnos no faltaban. La vergüenza que soportaban los aludidos hacía que el diccionario de la Real Academia Española y los textos de sinónimos, antónimos y parónimos no faltaran ni estuvieran de adorno en cada escritorio.
Arguedas, Jaimes Freyre, Finot, Alfredo Flores, Costa du Rels, Ostria, Augusto Céspedes, Téllez Girón, Oscar Cerruto, Enrique Kempff Mercado, Joaquín Aguirre, Roberto Querejazu, Botelho Gozálvez, y tantos otros ahora desaparecidos, fueron miembros del servicio exterior y resultaron ser estupendos novelistas o poetas. Algunos de los citados ciertamente no fueron funcionarios de carrera, pero igualmente representaron a la nación en el extranjero lo que le dio prestigio a la diplomacia de un país poco conocido y, además, pobre.
Este maridaje entre la literatura y la diplomacia no es exclusivo de Bolivia, naturalmente. En Argentina y Brasil abundan los ejemplos de embajadores que llegaron a sitiales muy altos en las letras. En Chile, con sólo mencionar a Neruda y hoy a Jorge Edwards, notamos esa afinidad de oficios. Colombia y Perú, también se han destacado por la misma circunstancia. Y el resto de las repúblicas latinoamericanas, sin duda. En Europa, desde luego, que abundan los casos de diplomáticos-escritores, y Francia debe ser lo más representativo en ese sentido. En suma, se trata de un fenómeno mundial, que, estamos convencidos, tiene su origen en la educación recibida por los protagonistas y en la práctica que la función diplomática obliga a realizar.
No queremos decir con esto que quien escriba correctamente sea un literato. Eso sería absurdo porque, por ejemplo, para novelar, se requiere algo más que ser un gramático. Se requiere de creatividad y de fantasía. Sin fantasía no hay ni novelas ni versos. Eso nos lleva a otro extremo: no todos los novelistas o poetas, por mucha inspiración que tengan, escriben bien. O no tan bien como se cree.