Cuando los extremos se tocan
Se cuenta que durante la llamada Guerra Fría, en un país europeo entonces gobernado por el Partido Comunista afín a la línea soviética, un ciudadano visiblemente alterado gritaba en plena calle: Viva la Patria Fascista, mientras un amigo procuraba hacerlo callar por temor a que sea detenido por la policía. Ya calmado, el que se exponía a la represión, saludó a dos transeúntes, con el brazo en alto y, casi en secreto, dijo: ¡Hail Hitler!
Lo anterior sugiere que cuando un opositor en un país con un régimen autoritario es tildado de fascista o nazi, éste tiende a expresar su rechazo, mostrándose partidario del otro extremo: no se reconoce la moderación No se acepta que no se trata de escoger entre polos opuestos igualmente despóticos. Ahora, la historia se repite: los partidarios del populismo, ven a todo opositor como neoliberal, vende patria, enemigo del pueblo, oligarca, etc., llegando a acusarlos de fascistas. Son sus enemigos; no tienen adversarios.
Ese es el mundo de quienes afirman que solo hay extremos, cuando resumen su acción política a “estás con nosotros o eres nuestro enemigo”. Nada los aparta de ese encierro mental y se pierden en un laberinto de verdades a medias y en francas mentiras. Nada de lo que surja en el otro bando para ellos es bueno. Y cuando algunos se percatan que hay otros caminos sensatos, les cae la persecución.
La tozudez de los que piensan en un régimen eterno, con caudillos irremplazables, están condenandos a corroerse también por dentro. No son pocos los arrepentidos, unos por cálculo y otros por convicción, y no solo por los ostensibles errores de un régimen abiertamente pensado para perdurar eternamente.
Claro está que los ciudadanos que caen en cuenta de que están en el lado equivocado, se dispersan y se refugian en otras opciones. Algunos moderan su extremismo original y otros lo llevan al límite abrazando opciones ideológicas diametralmente opuestas a la sensatez. Entonces surge el desbande del extremismo, lo que puede llegar a ser el principio y el fin de un régimen despótico.
Vivir con la ilusión de que nunca va a cambiar un régimen es una ceguera que afecta a los seguidores de los autócratas. Y cuando llega el fin de su predominio, algunos se resisten al cambio de orientación resuelta por el pueblo y, con delirio y obcecación, se reagrupan sin reconocer que el justo medio es el que resulta de la moderación y la sensatez. Esto tiene que ver con la democracia y la tolerancia, como caminos hacia la paz ciudadana y la justicia.