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La desmesura como vicio literario

Enrique Fernández García

La modestia inicial es necesaria por la escasez de conocimientos, pero no es cosa de pasarse la vida en el jardín de infantes.

Mario Bunge

La megalomanía no es un mal que afecte sólo a quienes disfrutan del poder. Nos hemos acostumbrado a políticos que no quieren abandonarlo, resistiéndose a cualquier pausa en su tenencia, sea ésta temporal o definitiva. En sus vidas, el único propósito que los seduce a cabalidad es ejercer el mando de manera exclusiva, perpetua y creciente. Porque no aludo a personas que se conformarían con un cargo menor, una posición modesta durante toda su existencia. Es que un ascenso implica mayores privilegios, aumentando el peso de sus órdenes, con lo cual, cuando hay esas creencias, la felicidad se torna palpable. Con todo, hallamos otros casos en los que dicho fenómeno se presenta. Es más, quizá perseguir la máxima gloria no sea tan infrecuente como muchos suponen.

Giovanni Papini, escritor que, tristemente, ya no es leído como antes, estaba seguro de su inteligencia suprema. En Un hombre acabado, autobiografía que publicó cuando tenía 32 años, dice haber nacido con una enfermedad: la grandeza. Si bien hay diferentes formas en que la brillantez de un individuo puede manifestarse, a él se lo debía relacionar con libros e ideas. Siendo aún adolescente, impulsado por el deseo de conocerlo todo, decidió escribir una enciclopedia. No pasó de la primera letra; sin embargo, tenía entonces una erudición admirable. Quiso después componer una historia universal, comentar toda la Biblia (reflexionó sobre el primer versículo del Génesis en nada menos que 200 páginas), se aventuró a comparar las principales obras literarias del mundo entero, ciñéndose luego a los textos en español. Ninguna de estas empresas llegó a buen puerto, pero le permitieron un notable progreso.

Como sucedió con Borges, el destino literario de Jean-Paul Sartre ya se dejaba ver desde la infancia. No era únicamente la dicha de leer, eludiendo una realidad que, en ocasiones, puede amargarnos el presente. Ocurre que, además del placer generado por narraciones y otros engendros de la pluma, él fue un escritor precoz. A esta cualidad, que siempre será extraordinaria, se debe añadir la capacidad de concebir planes descomunales y, por desgracia, malogrados. Su principal obra filosófica, El ser y la nada, debía ser complementada en otro volumen que nunca llegó. Aun cuando alcanzó 1.000 páginas, su monumental estudio sobre Flaubert, El idiota de la familia, quedó inconcluso. Pasó lo mismo con Crítica de la razón dialéctica, que rozaba las 400.000 palabras, o sus memorias, las cuales se limitaron a la niñez, expuesta en Las palabras.

Escritor y filósofo como Sartre, aunque sin experimentar gusto alguno por el existencialista francés, H. C. F. Mansilla cedió también a la tentación de los proyectos desmesurados. A los dieciocho años, estando todavía en el colegio, pensó en cinco trabajos de gran profundidad, cuya elección respondía, como todo lo que produce, a una rigurosa fundamentación. Ninguno fue concluido; empero, sus temas posibilitan advertir la seriedad del cometido: una biografía intelectual de Diego de Saavedra Fajardo, una historia cultural de Etiopía, una historia de Portugal y de los pueblos de habla portuguesa, un estudio crítico de los conflictos del Congo a partir de la independencia y, por último, una historia del mundo hasta la iniciación del proceso de modernización. La riqueza de su diversidad es indiscutible, así como loable. A veces, el mérito está en escoger a molinos de viento para su enfrentamiento y no, al guijarro más inofensivo. Es otro criterio para medir nuestra grandeza.

Foto: characters.gr

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