Sobre Kronstadt y otras epifanías
Enrique Fernández García
¿Se teme al cambio? ¿Y qué puede producirse sin cambio? ¿Existe algo más querido y familiar a la naturaleza del conjunto universal? ¿Podrías tú mismo lavarte con agua caliente, si la leña no se transformara? ¿Podrías nutrirte, si no se transformaran los alimentos?
Marco Aurelio
Al recordar cuando, a los trece años, leyó el diario anarquista de Alexander Berkman, Daniel Bell reflexionó sobre cómo un suceso determinado, uno tan violento cuanto revelador, podía cambiar nuestras convicciones. Para él, ese acontecimiento fue la masacre que ordenó Trotsky en la base naval de Kronstadt, donde un motín de marineros resultó brutalmente reprimido. Toda ilusión en torno al experimento igualitario de los rusos era ya insostenible. Fue también la posición de Bertrand Russell, quien, como muchos otros mortales, tenía buena opinión acerca del régimen soviético, cuyo país había visitado y hasta elogiado en 1920, un año antes de dicha barbarie. Es que, cuando hay, ante todo, un espíritu abierto, en el cual la inteligencia se combina con los escrúpulos, la posibilidad del cambio está siempre vigente. Se precisa sólo de un hecho, una situación injusta, incompatible con nuestros valores y principios, para desencadenar esa transformación.
En Latinoamérica, la conversión más conocida tiene a Mario Vargas Llosa como protagonista. En sus años universitarios, formó parte de círculos comunistas. Tuvo, no obstante, un primer distanciamiento dentro del mundillo de la izquierda. En efecto, por cómo terminó con la Rebelión húngara de 1956, se alejó del socialismo ruso. Posteriormente, fue admirador del castrismo, apoyando asimismo a gobiernos de la región que contaban con retórica antiimperialista. La realidad cambió cuando, en 1971, los cubanos obligaron al poeta Heberto Padilla a retractarse públicamente de cuestionamientos que, según sus acusadores, había realizado al régimen. Esta reproducción de los juicios del estalinismo dejó a nuestro novelista sin alternativas: se desmarcó de la utopía caribeña, tal como abandonaría luego las ilusiones del colectivismo.
Esa Cuba revolucionaria que había fascinado a Vargas Llosa, sin embargo, contaría aún con protectores en el campo de la cultura. Uno de los intelectuales que, desde 1965, le había sido más cercano fue Régis Debray. Estuvo hasta preso en Bolivia por formar parte del grupo de guerrilleros que acompañaron a Guevara. Nada parecía incomodar su militancia en favor de Fidel; por el contrario, lo tenía como un modelo a seguir, cuestionando otras vías para llegar al anhelado socialismo, como sucedió cuando conversó con el presidente Allende. Con todo, la ruptura se consumó en 1989. Ocurrió que el régimen optó entonces por enjuiciar y ejecutar al general Arnaldo Ochoa, entre otros militares. No había razones válidas; Castro quiso acabar con una figura peligrosa para su autocracia. El pensador francés dio por terminado su romance.
Sería un error creer que todas estas transformaciones de intelectuales han sido un avance. En ocasiones, por desgracia, el cambio se produce para mal. Pienso en Jean-Paul Sartre, filósofo que, inicialmente, podía ser presentado como abanderado de la libertad individual. En sus primeras décadas, tiene páginas que invitan a respaldar un anarquismo para nada despreciable. Su mayor obra, El ser y la nada, por ejemplo, evidencia lo anterior sin enormes complicaciones. Pero su vida fue alterada cuando, durante varios meses del año 1940, estuvo preso en los campos de Tréveris. En este cautiverio impuesto por los nazis, él descubrió la solidaridad, al otro, que no había tenido relevancia para su pensamiento. Desde ese momento, el escenario fue diferente, intentándose la conciliación del existencialismo, su filosofía, con el marxismo. Huelga decir que fracasó en este cometido.