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Entre el odio y la indiferencia

Por: Leonardo Leigue Urenda

Leonardo Leigue Urenda

Es entre esos dos polos del agravio que nos las hemos venido batiendo los cruceños en nuestra relación con el centralismo, situación que en los últimos tiempos se ha potenciado a partir del advenimiento del MAS que, en su acumulación de poder, ha confundido partido, gobierno y Estado, y en su proyecto total, se encargó sin reparo alguno en escarbar las diferencias -pelar las carachas- en vez de potenciar las coincidencias, creyendo así poder desarticular esa amenaza latente que es lo cruceño, eso que no se sabe bien que es, pero que casi sin proponérselo -porque le es inherente- aparece como la antítesis de los antivalores e ideología (la tiene?) que propugna el MAS.

Como sociedad hemos podido convivir con esa afrenta ancestral por varios motivos: somos una sociedad inherentemente feliz, así ha quedado demostrado en los momentos más dramáticos de los últimos años, (Charly García cantaba que la alegría no es solo brasilera) casi, casi nunca nos ha importado los que los demás sentían por nosotros; vivimos en una tierra ubérrima, probablemente ello es la causa de lo anterior y hemos sido humildes pero no pobres, mucho menos de espíritu, lo que ha sido estimulo suficiente para ser creativos y desarrollar “in house” la solución a nuestros problemas elementales, siendo una pequeña luz de vocación modernista rodeada de océanos de arcaísmo, de sociedades entrópicas que solo conciben el progreso no en la colaboración si no en la destrucción del otro.

Es esa naturaleza, la que no lleva un catálogo de ofensas y agravios a ser cobrados, la que no mira la letra chica, la confiada, es la que de cierta forma ha contribuido para que se prolongue esa relación asimétrica con el poder central, ese que nos ha inoculado que exigir un derecho es pedir un favor, ese que, por ejemplo, con sus dádivas septembrinas perpetua una relación de vasallaje, donde el señor feudal es dueño de la vida y hacienda del siervo, actitud tan presente hasta en los detalles más nimios de la burocracia estatal y que casi siempre asumimos como algo natural.

La lucha por el censo es un síntoma de una enfermedad grave, pero esta lucha puede ser también un símbolo de una reivindicación mayor que va más allá de la redistribución económica o la repartición de cupos parlamentarios o la purificación de un padrón corrompido, y es la de ser conscientes que como individuos somos el origen y el fin del Estado, que en la relación con el poder los derechos se conquistan, se arrancan y que la capitulación sin haber dejado la piel en la batalla, así esté rodeada de eufemismos triunfalistas, es un duro revés en nuestro largo camino en la comprensión plena de que como individuos valemos más que el Estado.

 

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