Fuente: Revista Verbo
1. Nuestro autor y nuestro tema
Hemos elegido al Padre Julio R. Meinvielle (Buenos Aires, 1905-1973) por tratarse de un autorizado teórico –a la vez teólogo y filósofo– del grave tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, hoy a merced de las más variadas posiciones incluso dentro del mismo campo católico.
Precisamente un brillante discípulo argentino del filósofo tomista Charles de Koninck, Carlos A. Sacheri, estampó el siguiente juicio sobre nuestro autor en el prólogo a El comunismo en la revolución anticristiana: “El libro reafirma la perspectiva teológica, característica de todo el pensamiento del autor, de la civilización cristiana o ciudad católica, esto es, de la Cristiandad. Al respecto cabe señalar que Julio Meinvielle es el máximo teólogo de [l tema de] la Cristiandad en lo que va del siglo veinte. Esta constante […] jalona toda su labor intelectual”[1].
Dado que la política es algo del hombre, y que Dios es el fin del hombre, resultará instructivo plantear inicialmente la relación entre ambas esferas en el seno del hombre mismo. Al famoso y a veces mal interpretado texto de Tomás de Aquino en S. Th., I-IIae., 21, 4 ad 3 (“homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum, et secundum omnia sua”), Meinvielle le acota en primer lugar: “Este orden [la formalidad cognoscitiva del teólogo] comprende la totalidad del orden natural y, por tanto, también el orden político que está dentro del orden natural como su más perfecto y excelente valor, y la totalidad del orden sobrenatural. Estos dos órdenes totales, aunque extrínsecamente, están subordinados entre sí, como lo perfectible a lo que perfecciona”[2]. Pero antes de estudiar la relación entre ambos órdenes de la realidad convendrá detenernos en la concepción de la vida política en Meinvielle, pues en la peraltada valoración que nuestro autor hace del orden político radica una parte substantiva del fundamento de la defensa del principio de Cristiandad.
2. El sentido de la vida política
Meinvielle observa que las concepciones filosóficas modernas (en sentido no cronológico, sino doctrinal) ven en la vida política un mal, aunque necesario. Con esto se vincula que la función del gobierno, intrínseca a la vida política, sea explicada por ellas como una realidad coactiva. Es decir que la necesidad del gobierno se funda en la necesidad de reprimir el mal moral; en última instancia –y ya adoptando una perspectiva teológica–, en contener los efectos del pecado. Así valorado como un mal secundum quid – p referible a la libre maldad de los hombres–, cuanto mayor fuera el grado de perfección espiritual de los hombres (en inteligencia y en virtud), menor sería la necesidad del gobierno político. Po r contrario, “[l]os verdaderos tomistas” (entre los cuales, obviamente, él mismo se coloca), ven en la política –y consiguientemente en el gobierno– una realidad esencialmente ordenadora y no coactiva; anclada en una necesidad imprescriptible, mas no originada en una dimensión humana disvaliosa. En efecto, el gobierno de la polis se funda en la necesidad de conducción al bien común político[3]. Y sus facultades ordenadoras no se explican por la obligación de conjurar un mal, sino, por el contrario, por la de dirigir un cuerpo social orgánico, plural y jerárquico al máximo bien participable en la esfera mundanal[4]. El autor plantea de esta manera el que tal vez sea el tema más axial de la filosofía política. Se trata de la divisoria de aguas existente entre las teorías que pretenden explicar la política por el mal humano y aquéllas que reconocen su fundamentación en la necesidad de consecución de un bien que no está al alcance de los grupos aislados. O, en otros términos, su afirmación de que la política no constituye un bien secundum quid, y de raigambre puramente utilitaria; sino un bien per se, en sí mismo valioso y causado por el bien del hombre y para un mayor bien del hombre[5].
Sin posibilidad de explayarnos en la cuestión en este lugar, queremos con todo enfatizar que este explícito señalamiento por Meinvielle resulta de enorme significación a la hora de estudiar la tesis del sentido de la confesionalidad del Estado. En efecto, desde una perspectiva cristiana, si el Estado y la política son vistos como causados por deficiencias y explicables por el mal, difícil será la posibilidad de hacer compatible semejante órbita con aquella otra que es portadora del mayor de los bienes. En otros términos, un Estado que en esencia es represor del mal o será un puro instrumento coactivo al servicio de la Iglesia; o deberá mantenerse separado del reino del amor evangélico y de la perfección humana. Pero nunca podrá constituirse en colaborador –aunque subordinado– en la consecución del bien divino.
3. Definición y caracterización de la Cristiandad
El tema de la Cristiandad, como lo señalaba Sacheri, es recurrente en la obra de Julio Meinvielle. Nos encontramos en ella con varias caracterizaciones de la “ciudad católica” (una de sus locuciones sinónimas). En uno de sus tempranos escritos sobre teología de la Historia la define como “conjunto de pueblos que públicamente se propone vivir de acuerdo con las leyes del Santo Evangelio, de las que es depositaria la Iglesia”. La noción de Cristiandad, pues, implica la conformidad del derecho público interno e internacional con la enseñanza de la Iglesia y el magisterio del Romano Pontífice. En concreto, el núcleo substantivo de la Cristiandad consiste en un reconocimiento de la divinidad de Cristo manifestado no por meros actos de culto sino por la legislación que regula la vida del Estado. Los pecados de los pueblos cristianos, antes de la revolución francesa, por graves que fuesen, no incurrían con todo en impiedad colectiva y pública. La noción de Cristiandad, pues, no implica ausencia de toda injusticia; pero sí resulta contradictoria con el pecado de impiedad política, consistente en negar la realeza de Cristo y la vigencia pública de su ley; consistente, en suma, en “el desconocimiento total de la soberanía espiritual” de la Iglesia[6] por parte de la sociedad cristiana.
Como presupuesto de una legislación humano-positiva subordinada al Evangelio se encuentra el principio fundamental de la verdadera Cristiandad, a saber, “que la autoridad pública debe profesar públicamente la Religión Católica”[7]. Esta profesión de la fe por el poder del Estado, contraria a toda neutralidad religiosa de la esfera pública, conlleva necesariamente, por la fuerza misma de la ejemplaridad del imperio político y legal, la irradiación y promoción, por los medios y vías propios de la legislación positiva, de la verdad católica sobre el conjunto del orden comunitario. El autor cita en abono de su posición las inequívocas afirmaciones de las encíclicas Quanta cura (Pío IX) e Inmortale Dei (León XIII). Para Meinvielle, en consonancia con esos pronunciamientos papales, resulta ilícito proponer una autoridad política que se mantenga “ajena” a toda religión. En efecto, la norma de vida pública, en la ciudad católica, debe ser católica. No otra ha sido, por lo demás, la posición de Tomás de Aquino en De regno, citada también por nuestro autor: “A aquél a quien pertenece el cuidado del fin último [en última instancia, el Romano Pontífice] deben sujetarse aquéllos a quienes pertenece el cuidado de los fines antecedentes [los príncipes]”[8].
En síntesis, y tal como lo había afirmado en Concepción católica de la política, su primera obra filosófico-política de envergadura, el fin de la persona individual es análogo al fin de la sociedad política, dado que el fin de ésta (aunque complejo, plural y participable por muchos) es humano por la naturaleza del bien que lo conforma. Por ello así como el hombre cristiano profesa la fe en Cristo y en su Iglesia –y guarda sus mandamientos–, así la sociedad política cristiana, análogamente, acepta las normas de la ley natural y de la ley evangélica tales como las propone la Iglesia[9].
4. El concepto de Cristiandad: ¿unidad esencial o diversificación analógica?
Una cuestión de significativa relevancia en cuanto a la configuración nocional del concepto de Cristiandad surge como consecuencia de la profunda polémica que Meinvielle sostiene con Maritain[10]. Se trata del modo de diversificación, o de los modos históricos particulares (en sentido diacrónico y sincrónico, cabria decir) con que aparece la Cristiandad. En el plano lógico-ontológico esto se traduce en la cuestión de si la ciudad católica tiene una esencia única que puede concretarse históricamente sin alterar su identidad; o esencias diversas según sean las circunstancias epocales en que se manifiesta. En este segundo caso el concepto de Cristiandad se plantearía como análogo, con analogía de proporcionalidad propia.
Meinvielle defiende, contra el Maritain posterior a la condena vaticana a la Acción Francesa[11], la primera posición. Y cita en tal sentido al propio filósofo francés, en su primer período, cuando afirmaba taxativamente: ”[l]o que en la Edad Media se llamaba doctrina de las dos espadas –al menos en el sentido de San Bernardo y de Santo Tomás de Aquino […]– se identifica esencialmente con lo que se llama, desde Belarmino y Suárez, la doctrina del poder indirecto –al menos si se entiende ésta sin disminución– […] una sola y única enseñanza es dispensada por Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam y por León XIII en la encíclica In mortale Dei”[12]. Hay pues, glosa Meinvielle adhiriendo a este juicio, una única esencia específica de Cristiandad. No se trata, acota enseguida con Garrigou-Lagrange (De Revelatione), de un ideal puramente especulativo sin repercusión sobre la praxis concreta de los pueblos cristianos, sino que la noción de ciudad católica constituye un fin a ser realizado históricamente en las instituciones humanas. No es válido, dice Meinvielle con el teólogo francés, sostener una tesis representada por una doctrina impracticable, i.e., que no puede ser objeto de una intención práctico-finalista eficaz, y una hipótesis constituida por las opciones dictadas por el oportunismo y la aceptación del error. El fin que debe guiar la acción de la política cristiana es el de la concordia del sacerdocio y del imperio, en cuyo lema se cifra la síntesis del orden público cristiano. Si las condiciones de realización histórica imponen límites a este principio, la prudencia aconsejará las vías más recomendables para la más plena consecución posible de un fin que nunca debe ser abandonado, insiste Meinvielle. No mutará el principio rector de la praxis, sino que sólo se tolerará el mal inevitable. Y nunca cabrá calificar como utópico un principio que rigió, con las imperfecciones inherentes a la condición humana, la vida política de Occidente durante un milenio y medio.
Meinvielle impugna el uso de la doctrina de la analogía en la conceptuación de la ciudad católica. Tal es la idea sostenida por Maritain en Humanisme intégral: es lícito proponer una cristiandad nueva, acomodada a una nueva circunstancia histórica, en la que los principios rectores ya no son esencialmente los mismos de la Cristiandad tradicional, sino que difieren específicamente de ellos; sólo se da semejanza en la proporción a la respectiva circunstancia. En síntesis, no hay un concepto unívoco sino aplicación analógica de conceptos diversos específicamente. No obstante lo cual, afirma igualmente Maritain, “los principios no varían, ni tampoco las supremas reglas prácticas de la vida humana”. Nuestro autor refuta tal aserto. No puede afirmarse la permanencia de los principios allí donde hay mutación específica. Diversidad esencial implica diferente naturaleza de una cosa, que impide ya hablar de identidad. Las aplicaciones concretas del principio que se mantiene idéntico en su esencia pueden variar sólo por la materia o la circunstancia a que se aplican. Así la naturaleza humana es una y la misma, y varían las concreciones individuales en este o aquel hombre, pero por diferencias originadas no en el principio informante, sino en la materia informada. La conclusión aparece enseguida: una Cristiandad que renuncie a la profesión pública de fe por la autoridad, a la legislación inspirada en el Evangelio y, así, a la concordia jerarquizada entre sacerdocio e imperio ya no puede llamarse Cristiandad, porque ya no lo es. En efecto, si en las concreciones históricas ha llegado a desaparecer su núcleo formalmente constitutivo (i.e., su naturaleza), ese orden ya es diverso, y no puede ser significado por el nombre de “cristiandad”[13].
Así pues, y como conclusión de este punto, la Cristiandad posee una esencia única, por lo cual se la conoce en un concepto unívoco. Y sus diferentes realizaciones concretas en la praxis política de los pueblos no trascienden del plano de lo histórico-individual, ni afectan sus principios permanentes. Se trata, en otros términos, de la multiplicación por la materia de una misma forma de organización institucional. Tal el ejemplo y la síntesis de Meinvielle, tras haber recurrido explícitamente a la teoría hilemórfica[14]: “En la medida en que verifica el concepto la Cristiandad es una civilización sobrenaturalizada, santificada por la Iglesia. Podrá ser muy diversa la civilización china de la greco-romana o de la germánica, pero tan pronto como una y otra se incorporan verdadera y vitalmente a la Santa Iglesia, adoptando su doctrina como principio público de vida, no hay sino una única civilización que es la cristiana”[15].
En una obra posterior, El comunismo en la revolución anticristiana, cuya formalidad fundamental es la de la teología de la Historia, Meinvielle reitera la impugnación a la idea de una Cristiandad como mera similitud de pro porciones, desprovista de su especificidad propia y distintiva (la profesión pública de fe por la autoridad comunitaria y la consiguiente adecuación del orden público a la ley evangélica). Sin embargo, presenta allí una esencia única, es verdad, pero desarrollándose en la historia de Occidente a la manera en que un individuo nace, crece, florece y decae. Si tal fuera el caso, nos hallaríamos, por supuesto, ante una misma esencia; mas también, en realidad, frente a un mismo ejemplar histórico-particular, informado por esa esencia. Se refiere a ella Meinvielle como “una Ciudad Católica, que es tal en lo esencial con una unidad singular e individual pero que presenta diversos estados de desarrollo”[16]. Ella germinó bajo el Imperio Romano, floreció en la Edad Media y ha venido decayendo durante la modernidad, corroída por el naturalismo, el liberalismo y el comunismo[17].
Tal vez no haya divergencia con la posición claramente expuesta en De Lamennais a Maritain. Sigue en pie la tesis de una esencia invariable en su contenido específico; pero se considera a la cristiandad occidental como una única civilización cristiana o ciudad católica, que llega hasta el momento en que el autor escribe (1961). A su desaparición histórica, entonces (en la que habría Iglesia sin Cristiandad), podría sucederle el resurgimiento de otra ciudad católica en el mismo solar de Occidente; o, asimismo, la aparición de una civilización cristiana en ámbitos ajenos a la cultura occidental. Pero tales realizaciones individuales siempre serían portadoras de la misma esencia.
En este lugar seguramente resulta pertinente introducir una cuestión en la que el autor puso atención a lo largo de su obra. Tiene que ver con el carácter no retrógrado de la ciudad católica. Por un lado, Meinvielle hace suyo el juicio de León XIII en Inmortale Dei, en referencia a la Edad Media: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Pero al mismo tiempo Meinvielle cita a menudo las palabras del Papa San Pío X en Notre Charge apostolique sobre el hecho histórico de la existencia de la Cristiandad: “Ha existido. Existe. Es la civilización cristiana. Es la Ciudad Católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre los fundamentos naturales y divinos de los ataques siempre nuevos de la utopía moderna, de la Revolución y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo”. En esa línea de continuidad y renovación en la tradición sostiene nuestro autor que la Edad Media no agota la esencia de la Cristiandad y que ésta no se identifica con la Edad Media in toto. Es decir que otras culturas y otros pueblos pueden constituirse en ciudad católica, a condición de que observen y hagan suya la ley del Evangelio[18]. No se trata, pues, de volver al ancien régime ni a la Edad Media, sino de ponderar en qué medida la civilización ha ido abandonando los principios del orden natural y cristiano y, por ello mismo, aquilatar la magnitud de su decadencia. Se trata, precisamente, de restaurar la vigencia de esos principios sin perder nada de los legítimos progresos obtenidos en siglos de desarrollo científico y técnico, así como la legítima promoción de individuos y grupos a niveles superiores de cultura y de bienestar, tal como en la modernidad se ha operado[19].
Meinvielle postula la Cristiandad como la vigencia de lo permanentemente válido; como la actualidad siempre renovada de la verdad sobre el hombre y la sociedad, que no se circunscribe ni se enclaustra en una realización histórica contingente y pretérita, sino que exige su benéfica concreción en todas las épocas, y en particular en aquélla en que la civilización cristiana no ha desaparecido. Porque, dice nuestro teólogo acudiendo a San Pablo y a Emil Brunner, “el cristiano debe redimir el tiempo, insertándose en el tiempo”[20].
5. Los fundamentos teológico-morales y práctico-políticos de la Cristiandad
Jurisdicciones distintas y ordenadas
La tesis de la supremacía del orden sagrado sobre el profano exige determinar el fundamento por el cual las realidades humanas se subordinan a la ley divina y, en última resolución, a la potestad eclesial.
En primer término, Meinvielle distingue entre dos órdenes de actividades humanas: la civilización y la Iglesia. La primera consiste en las técnicas y artes que, como la economía y la política, se ordenan a la suficiencia y a la felicidad temporales. Este género de actividad se refiere a bienes naturales, en el sentido de mundanales, y se halla constituida por dimensiones tanto espirituales cuanto materiales (así, por ejemplo, la política, las ciencias, el ejercicio de las virtudes). La Iglesia, por el contrario, como reino de Dios, no apunta a un bien terrenal, ya que su fin estriba en la felicidad eterna. Dada la composición corpórea del hombre, la actividad humana ordenada a la consecución del fin celeste estará también constituida, como aquélla que corresponde a la civilización, por dimensiones espirituales y materiales (así, por ejemplo, los templos, los recursos económicos para el mantenimiento del culto, etc.). En efecto, y aunque a veces se haya tendido a identificar el plano religioso con el espíritu del hombre y el plano político con su corporeidad, Meinvielle subraya la evidente compenetración y mutua presencia de la espiritualidad y de la materialidad en todos los niveles de la actividad humana[21].
Así pues, el hombre tiene preocupaciones y desarrolla actividades que no se ordenan directamente a la vida eterna, sino a la suficiencia de vida en el plano mundanal. Y asimismo, junto a tales realidades prácticas ordenadas a la felicidad temporal, existen medios que de suyo y directamente se ordenan a la beatitud celeste. Ahora bien, es el fin directo al que se ordenan el que funda la condición natural o sobrenatural de cada realidad imbricada en el obrar del hombre. Es precisamente desde esta perspectiva desde donde se resuelve la cuestión de cuál sea el fundamento que permite discernir las jurisdicciones (propias y directas) de las potestades temporal y espiritual. Pues no son las realidades humanas mismas (o sea, atendiendo a su naturaleza en sí misma tomada) las que señalan su inclusión en una u otra órbita; sino que es en la razón de medio, rectius, en la de ordenado u ordenable a uno u otro fin, donde se dirimirá la jurisdicción de las respectivas potestades. Es decir que el derecho de disposición de cada una de éstas se ejercerá sobre ciertos medios necesarios a su fin específico. En síntesis, y reiterando lo afirmado, no es una cierta especie de realidad la que de suyo determina la ordenabilidad al fin temporal o al espiritual. Por el contrario, será el fin –al que ellas son dispuestas– el que señalará su inclusión dentro de la jurisdicción específica de cada potestad (i.e., su pertenencia a la civilización o a la Iglesia).
Ahora bien, si por un lado las acciones humanas y las realidades constituidas por ellas se distinguen fine operis; por otro, en la persona del cristiano que obra (fine operantis) los dos fines se conjugan y por necesidad se ordenan jerárquicamente. Lo cual resulta de decisiva relevancia para la conocer la prelación entre las respectivas potestades. Es lo que se explicará enseguida.
En efecto, “[h]a sido la Iglesia, recuerda Meinvielle, la que ha enseñado nítidamente la doble e irreductible jurisdicción en que se desenvuelve la vida del hombre”[22]; jurisdicción fundada en última resolución por la existencia de dos finalidades. Habiendo en el hombre dos finalidades fundamentales, y resultando imposible que dos fines distintos se hallen yuxtapuestos en el mismo nivel respecto del agente, se tiene que uno de los fines debe ser el fin último, y el otro encontrársele subordinado. Por otra parte, la “subordinación esencial de un orden a otro” debe operarse, como es obvio, en favor del fin más alto. Por ello es necesaria la subordinación del orden político al orden espiritual.
La demostración de esta ordenación entre ambas jurisdicciones se basa en la ordenación de los fines y actos del hombre restaurado por la gracia de Dios. En el hombre nuevo todas las acciones, por lo menos virtualmente, deber dirigirse a su fin último, que es la beatitud eterna. En rigor, bajo esta perspectiva ya no existen medios terrenales clausos en lo temporal, porque todo el obrar del cristiano se halla obligatoriamente finalizado por la intención del bien supremo sobrenatural. Así, el constructor de una casa puede edificarla atendiendo al fin inmediato que rige la recta operación técnica (finis operis). No obstante, nunca puede estar ausente de su espíritu la conmensuración última de su obra técnica al fin que da sentido a su existencia (finis operantis). Luego, la unidad del hombre restaurado explica –ratione operantis– la intrínseca unidad y subordinación de su obrar al fin último sobrenatural, dado a conocer por la fe y amado por la caridad.
Según se había dicho, las acciones temporales de los ciudadanos se ordenan directamente a la felicidad terrestre. Ahora bien, los hombres que las llevan a cabo, al ser cristianos, las disponen al fin último debido (la beatitud eterna). Con ello las operaciones económicas, culturales y políticas no pierden su naturaleza de tales, sino que, al ordenarse al fin último perfectivo del hombre se perfeccionan en su orden propio[23]. De allí que el cristiano de cualquier condición, desde la perspectiva de su fin último, pueda ordenar a la beatitud eterna toda operación de su vida –privada o pública, laica o consagrada–. En efecto, si todo lo que el hombre posee es de Dios (en sentido eficiente y final), entonces la actividad temporal humana debe estar ordenada al fin de su existencia. Pero si ello es así, recaerá por necesidad en la sociedad encargada de conducir al fin sobrenatural alguna jurisdicción sobre el orden temporal mismo. Jurisdicción que no se explicará, como se ha dicho, ratione operis –pues hay acciones que de suyo son intrínsecamente temporales–, sino ratione operantis –pues, en concreto, toda acción del cristiano se ordena en última instancia a Di o s como a su fin último[24].
En síntesis conclusiva, y según la fórmula adoptada por Meinvielle, “al fijar Dios al hombre un fin nuevo y más alto, una nueva y más excelente órbita contemplativa, todo el orden de los medios políticos y económicos que tenían razón de medio respecto de aquel fin [político-natural] quedan consecuentemente variados, no por mutación intrínseca de naturaleza sino por mutación extrínseca de relaciones”[25].
Iglesia y Estado: sus fines y sus eficiencias
El entramado del orden natural de los fines humanos sociales se ve sobre elevado, y no negado, mediante la recepción por la sociedad política del bien de la verdad sobrenatural. Así lo plantea el autor.
La perfección de la persona individual se logra a través de la participación de los diversos bienes comunes de las sociedades en que se integra. Tal orden plural y necesariamente escalonado culmina, en el plano natural, en el bien común político. Éste constituye el fin inmediato y propio de la comunidad política. Se trata de un fin virtuoso, que el poder político ha de gerenciar conduciendo a personas, familias y cuerpos intermedios –atendiendo a su peculiar circunstancia e idiosincrasia– a un orden de bienes materiales, culturales y morales que los perfeccionan. Pero la perfección de las partes, hay que advertirlo, se cumple como un efecto de su ordenación al bien común como a su fin último en el plano terrenal. Cada persona singular se perfecciona adhiriendo, como la parte al todo, al bien político promovido por el cuerpo social bajo la dirección del poder político. Luego, el bien común político, fin inmediato de la potestad, constituye el fin último –i.e., el más valioso de los bienes– de las personas singulares y de los grupos sociales. Se tiene así, por un lado, el fin completo en el orden natural (el bien común político); y, por otro, la causa eficiente total y adecuada de su consecución (la comunidad autárquica). Tal “la economía puramente natural de las cosas”. Ahora bien, elevadas las personas al orden sobrenatural, este movimiento comunitario hacia el bien común, sin menoscabo de su sentido ni detrimento alguno del fin de la polis, debe ser referido a un bien que es absolutamente último. Se trata aquí del bien perfecto simpliciter, Dios mismo, fin propio de la polis celeste que es la Iglesia. Pero, advierte Meinvielle con Santiago Ramírez (De Beatitudine), si el bien común político no se halla en consonancia con el bien común sobrenatural mal podrá el primero subordinarse al segundo: “Una ciudad finalizada por la libertad y no por el bien común, no puede en cuanto ciudad ser per se buena, pues está destituida de aquella forma que únicamente la bonifica. Y si no es buena, no es subordinable a la Iglesia” (subr. original). En otros términos, el fin común sobrenatural puede finalizar un orden dirigido al verdadero bien humano participable, más no un orden decaído, centrado en bienes per accidens asumidos como supremos.
De hacerse efectivo el orden total debido, no hay trasmutación, sino subordinación de fines, puntualiza Meinvielle. Así como cada persona subordina (en el sentido de evitar toda contradicción y de referir) su bien individual al bien común político; así el poder público, cuyo fin inmediato y directo es la promoción de ese bien, debe subordinar su actividad al bien común sobre natural, cuyo cuidado recae en la Iglesia. El reconocimiento público de la verdad depositada en la Iglesia no transforma, licuándolo, el orden de la comunidad política[26]. En la fórmula del autor no altera el orden social ni substrae nada de él, sino que adiciona un fin máximamente valioso y, por ende, último. De tal modo, este fin trascendente viene a constituirse en supremo principio de regulación normativa del orden público de la comunidad. Es entonces cuando se plasma el principio tomista de plena legitimidad de ejercicio (el régimen justo simpliciter): i.e., un orden político regulado por la justicia divina (S. Th., I-IIae., 92, 1)[27].
Las exigencias del fin último como regulador de la praxis
Este principio, el de un fin último regulador de la praxis humana, adquiere una dimensión polémica en la disputa del autor con Maritain. La cuestión debatida se plantea formalmente como la posibilidad de llamar “cristiano” a un orden político que no reconozca como supremo regulador de la vida pública al depósito de la Re velación, transmitido por la Iglesia. Queda intrínsecamente involucrada en tal cuestión el papel causal que juega el fin dentro del orden práctico(-moral)[28].
Según lo expone Meinvielle, en la propuesta de Maritain de una nueva cristiandad, aunque hombres de diversos credos –o de ningún credo– difieran profundamente respecto del fin último de la vida, con todos esos hombres podrían llegar a un acuerdo práctico sobre el modo de conducir la vida, que llevaría a una coincidencia respecto del fin y la estructura de la ciudad. Ahora bien, objeta Meinvielle, cómo vivan los hombres depende directamente de cómo piensen respecto de la vida, y a su vez esta concepción existencial depende de cuál crean que ha de ser el fin último de la vida[29]. Luego, “si el materialista tiene como fin práctico las ventajas materiales, su vida ciudadana, la ciudad que construirá con su vida, será tal que en ella todo lo material y carnal ocupará el primer lugar y lo que se refiere a Dios será apenas tolerado”[30] (tolerado –debe agregarse– pero en tanto en cuanto los preceptos divinos no entrasen en contradicción formal con las normas jurídicas vigentes en la polis; en caso contrario de la tolerancia se pasaría a la interdicción). El cristiano y el ateo podrán hablar de libertad, igualdad y fraternidad, pero en último análisis ambos interpretarán nociones diversas, dice el autor. Precisamente en ese sentido, el mismo Maritain había sostenido con énfasis –contra el naturalismo de la Acción Francesa– que el bien común temporal no podía ser adecuadamente conocido sino por referencia al bien común sobrenatural (“verdadero fin último de la vida”).
Por esa razón la prudencia política del cristiano, a la hora de operar sobre el orden social, necesariamente conmensurará sus actos –los cuales no pueden disonar respecto del fin último sobrenatural– a la consecución de un orden de bienes que no sólo no colisionará con los preceptos divinos, sino que, asimismo, se hallará enderezado –por lo menos mediata o virtualmente– a la beatitud eterna. El medio para tal fin consistirá en un ordenamiento normativo que impere valores humanos coherentes con la Revelación, reflectando su ejemplaridad sobre el conjunto de los ciudadanos.
Es, pues, la naturaleza de lo operable mismo, que implica intrínsecamente la concreción imperativa del fin intendido, la que torna imposible atribuir un mismo efecto a fines últimos diversos, como pueden ser diversos el fin del cristiano y el del ateo. Si en la constitución del orden político-jurídico (operable práctico-moral) hay íntegra y formal coincidencia, es porque ambos, malgrado su pretendida oposición, han aceptado la prosecución de un mismo fin último. Este punto merece ser explicitado. No hay posibilidad de disociar la totalidad concreta de la vida moral ut sic del fin último de la vida humana, aunque sí, en cambio, es posible prescindir de la consideración actual del fin último en el caso de la producción técnica; en la cual, en sí misma y precisivamente considerada, es dable soslayar la perfección del agente que realiza el factibile: la actividad técnica no necesita hacer bueno al agente para hacer buena la obra (técnica) –ver Etica Nicomaquea, 1105 a 26 y sigs. Por tal razón le sería posible al cristiano lograr una coincidencia práctico-poiética con otro agente con el cual discrepara respecto del fin último de la vida. Se trataría, en nuestro caso, de una organización social (a través de un orden jurídico, económico y político) cuya virtud podría estribar en el buen funcionamiento –medido con parámetros técnicos y eficientistas–, pero que no se ordenaría necesariamente al debido fin último de la existencia. Al no estar ordenada a Dios, tal organización encontraría una legitimación secundum quid en el buen funcionamiento antedicho. Ahora bien, esa eficacia, por necesidad inexorable, se ordenaría a otro fin último: pues toda obra técnica se encuadra en un orden práctico-moral finalizado por algún objetivo considerado como supremo. En esa ciudad, dice Meinvielle, “el católico continuará trabajando para Dios en lo interno de su conciencia; pero en la estructuración y creación de la ciudad como tal Dios no estará”[31]. En cualquier caso, por intrínseca necesidad la ciudad tendrá algún fin último, que o será Dios, o será otro valor, real o supuesto (aunque siempre parcial). Necesariamente las concreciones jurídico-políticas variarán en función de un fin último de la existencia, y nunca dejará de haber un fin último de la existencia humana y social. Por ello no puede haber “verdadera y formal cooperación entre hombres que no aceptan un mismo fin de la vida”[32]. Si la hay es o porque el no católico ha aceptado integrar la ciudad católica; o porque el católico ha aceptado sumarse a una ciudad que ya no tiene a Dios como fin.
Sea lo que fuere de esta discusión sobre la viabilidad de la “nueva cristiandad”, lo que resulta de ella en especial pertinente para nuestro tema es el principio acogido por el autor, según el cual “[e]l fin último de la vida es el regulador de todas las acciones humanas y de su interna conformación”[33].
6. Las propiedades del orden de la Cristiandad
La función del Estado católico
El derecho que la Iglesia reclama y que el Estado debe amparar, afirma Meinvielle, se funda en la verdad divina, de la cual la Iglesia es depositaria y que debe ser comunicada a todos los hombres. A la enseñanza del Evangelio por parte de la sociedad religiosa le corresponde la función tuitiva del Estado. Éste, en orden a tutelar la difusión del mensaje de Dios, está facultado para disponer la interdicción de todas aquellas acciones que no sólo representen un agravio a la dignidad del Creador (los “derechos de Dios”), sino que entorpezcan la propagación del mensaje salvífico o induzcan a la confusión de las conciencias. Dentro de ese último género de acciones pueden entrar el ejercicio público del culto y el proselitismo religioso por otras confesiones.
Así pues, en lo que le atañe directamente como comunidad política, con un fin propio de naturaleza mundanal, la función del Estado respecto de la propagación de la fe resulta principalmente negativa: consiste en remover los obstáculos que impiden o dificultan la evangelización de la sociedad o desconocen la dignidad de las personas, del culto o de las realidades sagradas[34]. Si n embargo, cumpliendo con sus obligaciones propias y específicas de comunidad política (que profesa la fe en Dios), el Estado irradia el influjo de la causalidad ejemplar de su legislación (subordinada a la re velación) sobre el conjunto de sus miembros; y, aunque no ejerza fuerza física alguna, también hace pesar sobre las conductas una causalidad eficiente correlativa a sus supremas facultades coactivas[35]. En esta cuestión Meinvielle hace suya la tesis, de raigambre tomista (cfr. S. Th., I-IIae., 95, 1), del valor positivo de la fuerza como instrumento al servicio de la virtud. De allí que la utilidad de la coacción, que refuerza la eficacia de la ley, se ordenará, en el Estado católico, a la defensa de la fe y a preservar a los hombres de las conductas que contradigan radicalmente la verdad evangélica[36].
En síntesis, la subordinación implica ministerialidad del Estado respecto de lo religioso. De tal suerte, el fin próximo (y propio) de la comunidad política será siempre la promoción de la vida virtuosa. No obstante, el fin último (indirecto) del Estado católico consiste en el allanamiento de las vías que conducen a sus miembros a la vida eterna[37].
La potestad indirecta de la Iglesia
La secular doctrina del reconocimiento y subordinación de la comunidad política a la ley evangélica ha recibido la denominación de potestas indirecta por la tradición teológica y filosófica católica. En tal locución se pone de manifiesto la jurisdicción de la autoridad espiritual sobre todas aquellas materias de la vida ciudadana en que el fin sobrenatural pueda hallarse comprometido. Y se acentúa, sin duda, el título de la autoridad eclesiástica para intervenir como última instancia de decisión en la regulación de aquellas materias[38]. La Edad Media, en particular, conoció la concurrencia efectiva de los poderes espiritual y temporal en la conducción de la cosa pública. Pero en la modernidad la viabilidad de tal situación se torna cada vez más comprometida. Por ello –por poner dos ejemplos– la deposición de un gobernante, o la revocación de una sentencia por la autoridad eclesiástica pueden ser consideradas como propias del momento histórico en que ambas sociedades, la espiritual y la temporal, tenían por miembros, en principio, a prácticamente las mismas personas. Como ve remos sostenía nuestro autor (vide infra, “La concreción del principio en la época contemporánea”), tras siglos de absorción centrípeta absolutista y de disolución cultural liberal, tal situación histórica ha variado. Con todo, la substancia del principio se conserva en la medida en que se afirme la subordinación última del régimen político y jurídico a los principios de la ley evangélica, y la profesión de fe por los órganos de la comunidad autárquica. Se trata entonces, en su núcleo esencial, no necesariamente de unas intervenciones expresas y directas en la vida pública por parte de la suprema jerarquía de la Iglesia, sino de “la influencia rectora ejercida sobre las cosas temporales por su misma enseñanza general y por la educación que da a las naciones”; luego, en condiciones normales (no extraordinarias), la llamada potestas indirecta se ejerce “como naturalmente, por la docilidad espontánea a la ley evangélica y a la enseñanza general de la Iglesia y, cuando ésta lo juzga oportuno, a sus consejos particulares”. Tal la concepción del primer Maritain (en Primauté du spirituel), que Meinvielle cita y hace enteramente suya[39].
7. “Tesis” e “hipótesis” . El principio del Estado católico y los condicionamientos que acarrean los supuestos histórico–sociológicos
En este acápite se plantea una cuestión insoslayable, si de tratar este álgido tema se trata. Ya en tiempos de Mateo Liberatore[40] tenía carta de ciudadanía la distinción teorética –que ya hemos mencionado– entre el principio católico de la potestad indirecta de la Iglesia sobre la esfera temporal (“tesis”) y la concreta situación cultural y política de las sociedades contemporáneas (“hipótesis”)[41].
La situación política postrevolucionaria
Respecto de la situación política, nótese que en las postrimerías del s. XIX las sociedades católicas contaban con una historia de casi un siglo de conatos –y en muchos casos, de realizaciones efectivas y perdurables– de instauración de regímenes laicistas. Más allá del grado de virulencia manifestado en contra de la Iglesia, en la medida en que habían separado la órbita secular de la religiosa, tales regímenes constituían antecedentes político-institucionales que negaban el principio católico. En función de lo señalado, puede decirse que la circunstancia política de conflicto entre ambas sociedades, la política y la religiosa, fundamenta la conveniencia del instrumento jurídico del concordato, por el cual ambas potestades armonizan sus jurisdicciones y ordenan sus fines, atendiendo a la jerarquía de éstos (vide infra, II). Con ello se recompone (restaura) el orden debido de subordinación de la sociedad cristiana a la ley del Evangelio, a partir de la situación de quiebra del consorcio tradicional entre ambas esferas, suscitado por los movimientos revolucionarios posteriores a 1789.
El debilitamiento social de la fe
Por su parte, respecto de la situación cultural del pueblo, debe repararse en la obvia circunstancia de que la fe de la Iglesia, en el seno de las comunidades cristianas, ya no tenía la vigencia que había conocido en el medioevo, vigencia que sin hesitar podía ser calificada de unánime –si se exceptúan los casos puntuales y aislados de los judíos y musulmanes que en ellas habitaban. Por el contrario (además de los Estados formalmente protestantes), existían, en el mismo s. XIX, sociedades biconfesionales, como aquellas de los Estados alemanes; o sociedades que, sin llegar a la bi o pluriconfesionalidad, con todo albergaban porciones importantes de población no católica.
Ahora bien, la circunstancia cultural de la no unanimidad de fe en la sociedad (hipótesis), sin dejar de exigir la profesión de fe pública de la comunidad política (tesis), torna aconsejable para el Estado católico el criterio prudencial de la tolerancia en materia de libertad de cultos[42]. Tal es el caso de las sociedades liberales contemporáneas, en las que se ha roto la unidad de la fe y resultaría “desastroso”, previene Meinvielle, perseguir los cultos no católicos[43]. El criterio de la licitud de la tolerancia (sobre todo en materia de libertad religiosa) constituye una restricción, prudencialmente aconsejable, respecto del principio general de la defensa y el allanamiento de la acción evangelizadora de la Iglesia –principio, como hemos visto, obligatorio para el Estado católico. Pero –señala polémicamente nuestro autor contra Maritain– el hecho de la existencia de grupos no católicos ni altera la norma directiva de la vida social, i.e., la profesión de fe que tal Estado debe observar; ni tampoco funda de suyo un derecho, en cabeza de tales ciudadanos o habitantes –reclamable ante la propia comunidad política– a propalar públicamente un credo religioso cualquiera[44]. El orden político cristiano reconoce que el derecho de la Iglesia a difundir la verdad evangélica plena debe primar sobre toda otra manifestación religiosa, mas al mismo tiempo respeta las conciencias de los practicantes de otros cultos: en la fórmula de Meinvielle, “[l]los erro res no tienen derechos, pero las conciencias que yerran los tienen”[45]. De esta suerte se armonizan y jerarquizan el derecho de la Iglesia, fundado en los títulos que le otorga su misión de dar a conocer el camino de salvación, y las pretensiones de los hombres que pertenecen a otros credos –a quienes puede no ser conveniente (o lícito) en muchos casos impedir su culto, aunque tengan conciencia objetivamente errónea[46].
En síntesis, la adopción prudencial, lícita y aconsejable, del principio de tolerancia, no implica bajo ningún respecto aceptar como principio normativo la neutralidad del Estado en materia religiosa: tal posición es impugnada por Meinvielle como contraria a la doctrina “secular invariable” de la Iglesia, desde la Unam Sanctam de Bonifacio VIII hasta la Inmortale Dei de León XIII[47]. La permisión de los cultos no católicos no implica equiparlos en privilegios y prerrogativas con el culto católico. Se trata de una tolerancia de alcance civil, mas no de neutralidad o indiferentismo. Semejante discrepancia es substantiva, pues la doctrina tradicional funda el derecho público cristiano en la verdad objetiva sobre natural –benéfica tanto para quienes la aceptan cuanto para quienes la rechazan–, tal como su depositaria, la Iglesia, la propone. Y esta verdad objetiva sobrenatural es la que reconoce la comunidad política a través de sus órganos de conducción y de su ordenamiento normativo.
El Estado laicista
Por último, también plantea Meinvielle una situación que ya existía en el s. XIX (en Francia, por ejemplo) y que hoy constituye el caso más frecuente: el del orden público que no reconoce la necesidad de la propagación de la verdad evangélica, con el consiguiente deber de la enseñanza religiosa en la educación de la niñez y la juventud. La respuesta a tal hipótesis la solventa con la posición del célebre Cardenal Pie. Al no tener facultades para reformar el ordenamiento jurídico, la Iglesia debe adaptarse; aunque –nótese– no aceptando ese estado de cosas, sino operando con el fin de cambiarlo. Para ello, por ejemplo, se atendrá al derecho común vigente, y reclamará el derecho constitucional a la libertad de enseñanza, para educar a los jóvenes en la verdad católica e ir cambiando el espíritu público. Pero esta adaptación y esta acción en la sociedad no perderán de vista el principio (tesis); antes bien, se ordenarán a la reforma del orden político y constitucional en sentido cristiano[48]. Meinvielle hace suya esta concreción del principio a las circunstancias del s. XX, más específicamente a la interpretación católica de los documentos del Vaticano II. Si, como éstos parecen indicar, se parte de la base de que la Cristiandad ya no existe, no por ello debe dejar de bregarse para que el orden público retorne a sus principios supremos de legitimidad, a partir de un proceso de recristianización de la sociedad que sustente tal restauración[49].
8. La concreción del principio en la época contemporánea
Meinvielle había atribuido, como vimos, la conformación de la ciudad católica a la acción de dos coprincipios, la civilización y la Iglesia, que han actuado, respectivamente, como materia y forma. Se trata del modo más perfecto de concordia entre el sacerdocio y el imperio, aquélla en que ambas esferas se compenetran hasta el punto de que la sociedad (sociedad política cristiana) es resultado de la recíproca coaptación de los principios constitutivos. Tal modo de realización supone comunidad de súbditos para ambas sociedades, la natural y la sobrenatural, es decir, un conjunto de miembros del Estado que son al mismo tiempo miembros del cuerpo místico de la Iglesia[50].
Ahora bien, la base histórico-sociológica ha mutado significativamente (ya lo había hecho, en realidad, hacia comienzos del s. XX). Por ello la plena armonía de ambas esferas, con la consiguiente subordinación del poder temporal al espiritual –fundadas en la unidad (cuasi)substancial de Iglesia y comunidad política– resultan ya imposibles “por el desquicio que en las conciencias y en las instituciones ha sembrado el virus liberal”, al decir de nuestro autor. El orden de la ciudad católica, tal como llegó a conocerlo la Edad Media, no puede ser reproducido sin más en los tiempos contemporáneos. El recurso viable para tales tiempos, al que Meinvielle adhiere, consiste en el instrumento jurídico del concordato, por el cual ambos poderes tratan de armonizar sus intereses y jurisdicciones. El fin buscado será siempre que la ley del Evangelio ilumine el orden profano. Y a partir de la concordia así re f rendada, sostiene nuestro autor, la Iglesia podrá sanear “las inteligencias y los corazones de las corrupciones espantosas que ha engendrado en ellas el liberalismo”[51].
9. La necesidad práctica de la Cristiandad
Meinvielle reitera que la legitimidad de la subordinación del orden político a la ley evangélica no estriba en una necesidad de la Iglesia, sino en una necesidad del Estado. Es decir que tal subordinación redunda en una ingente utilidad para los hombres re unidos en comunidad política, quienes sólo bajo ese supuesto tienen la posibilidad de alcanzar la plenitud natural y sobrenatural a que están llamados[52]. En efecto, este haz de perfecciones plenificantes aportado por el cristianismo a la polis puede ser considerado en dos planos, el específicamente político y el sobrenatural.
En cuanto al primero, Meinvielle señala que la vida política no mira formalmente a la relación del hombre con la naturaleza, sino a la relación con el prójimo. Pero no hay posibilidad de perfección en las relaciones humanas si éstas se hallan signadas por el odio, el egoísmo y la mentira. Por ello no hay vida política feliz, o incluso que merezca el nombre de tal, si no hay amor del hombre por el hombre. Ahora bien, ese recto humanismo, imprescindible para la vigencia de la justicia y de la amistad ciudadana, lo predica el Evangelio proponiendo el amor entre los hombres en vista de un amor más alto todavía[53].
En cuanto al segundo plano, el sobrenatural, la posición del autor, desde el punto de vista de un creyente, resulta sobrecogedora. Los ataques contra la Iglesia, dice, a menudo no han tenido por objeto impedir su misión espiritual, sino ante todo destruir el orden público inspirado en el Evangelio, esto es, la ciudad católica. No obstante, esa acometida tiene como consecuencia tornar prácticamente imposible la propia misión salvífica de la Iglesia, toda vez que las masas se ven arrastradas irremisiblemente al indiferentismo y al ateísmo por el irresistible influjo de los poderes públicos. Es verdad que la Iglesia puede difundirse en medios políticos y culturales hostiles a su mensaje, y subsistir celularmente encapsulada dentro de ellos. Pero también es verdad que en esas condiciones sólo pocas almas privilegiadas podrán vencer tales dificultades y alcanzar a Dios, su fin sobrenatural. En un mundo pagano, los cristianos no existen “sino como un fenómeno de excepción”, sentencia Meinvielle[54].
10. Un error teorético subyacente a la negación de la Cristiandad
Meinvielle señala en un breve pasaje –integrado orgánicamente, por lo demás, en el conjunto de su doctrina sobre la ciudad católica– un error teorético (lógico-metafísico) fundamental, en el sentido de que sustenta desde la base la idea de que el orden social natural deba ser (de derecho) neutro. Sin poder detenernos a analizar en profundidad los presupuestos de tal idea (que es la de Maritain, Congar y Chenu, dice Meinvielle), sin embargo vale la pena señalar que se trataría de un ejemplo particular de aquel género de errores constituido por la transposición del orden racional al orden real. Otro ejemplo lo ha brindado, sin duda, la tesis de la pluralidad de formas substanciales en el hombre, que fue frontalmente combatida por Tomás de Aquino. Hay en el fondo de tales planteos una impostación racionalista [“a nosse ad esse”, en el sentido del dictum de Gilson[55]], en la medida en que se pretende reducir la riqueza de la realidad objetiva al modo propio de las esencias abstractas, tales como se dan en el espíritu cognoscente, sin parar mientes en que el ente real no se identifica con el de razón[56].
En este caso, observa nuestro autor, se concibe un concepto universal de la vida temporal como existiendo realmente. Por ello, al poseer la naturaleza de un concepto, esa esencia universal es afirmada de modo abstracto y, por tanto, como separada de otros órdenes de la realidad efectivamente existentes. Esa nota, la de separación, es constitutiva del concepto en tanto ente de razón; el cual, por su formalidad propia –en tanto conocimiento precisivamente referido a una parte de la realidad–, abstrae y recorta, excluyendo los contenidos nocionales de otros conceptos. Aparece entonces una vida temporal (i.e., un orden político natural) como subsistente y, por ende, como plemente autónoma. Ahora bien, en el plano histórico-existencial no se verifica la presencia de una tal esencia política universal, abstraída de la Historia y no ordenada a un fin último ulterior, informante fundamental de las relaciones sociales: es decir, no existe una naturaleza pura de la vida política, neutra (ahistórica) y autosuficiente. Por el contrario, en el plano histórico existencial de la era cristiana, y sobre todo para los pueblos que son o han sido cristianos, la civilización o tiene por fin último a Dios o le da la espalda a Dios.
Pero además, en la providencia actual, aduce Meinvielle, las conductas humanas políticamente consociadas no pueden ni siquiera alcanzar en la debida medida el fin directo temporal si no lo subordinan al fin indirecto sobrenatural. En efecto –remata–, la civilización agnóstica o atea, a pesar de su gigantesco despliegue técnico, “no sólo no puede resolver los problemas elementales del pan y de la paz del hombre, sino que convierte al mundo en el laberinto infernal de la hora presente”[57]. A propósito de lo cual, a lo largo de toda su obra Meinvielle no deja de reiterar la admonición de San Pío X en Notre Charge Apostolique: la sociedad sin Dios no puede sino constituirse en “el reinado legal de la astucia y de la fuerza”, cuyas principales víctimas serán los débiles[58].
Referencias
[1] El comunismo en la revolución anticristiana, 3.ª edición, Cruz y Fierro, Buenos Aires, 1974, pág. 9.
[2] Crítica a la concepción de Maritain sobre la persona humana, 2.ª ed., Éfeta, Buenos Aires, 1994, pág. 125 (subr. del autor).
[3] Nuestro autor, con Santo Tomás y Aristóteles, recuerda que la perfección de suyo asequible al hombre en el marco del orden natural es fundamentalmente activa, y su manifestación más alta son las virtudes políticas. “Esta sociedad política o Estado, a su vez, será tanto más perfecta cuanto participe más de la vida contemplativa; pero su realidad esencial es activa o moral”, precisa Meinvielle. Por su parte, a la contemplación plena sólo se llega por obra de Dios y de su Iglesia (Crítica…, págs. 146-148).
[4] Meinvielle enfocó el tema de la sociedad política como orden plural de sociedades en relaciones de subordinación en “El problema de la persona y la ciudad”, en Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía, Mendoza, t. III, págs. 1.898-1.907.
[5] Crítica…, págs. 328-330; cfr. también págs. 252-3 y 279. Estudiamos esta cuestión desde un punto de vista sistemático e histórico-doctrinal en “La politicidad natural como clave de interpretación de la historia de la filosofía política”, en Sergio R. CASTAÑO-Eduardo SOTO KLOSS (eds.), El derecho natural en la realidad social y jurídica, Academia de Derecho-Universidad Santo Tomás, Santiago de Chile, 2005.
[6] Hacia la Cristiandad, Adsum, Buenos Aires, 1940, págs. 14-16.
[7] Respuesta a dos cartas de Maritain al R. pág. Garrigou Lagrange, OP, Nuestro Tiempo, Buenos Aires, 1948, pág. 29, subrayado del autor.
[8] Respuesta a dos cartas…, págs. 36-37; cfr. también Concepción católica de la política, en Julio Meinvielle, Dictio, Buenos Aires, pág. 146. De hecho, la prescindencia religiosa de la constitución argentina de 1949 motivó la decepción de Meinvielle (quien fue, por lo demás, un agudísimo crítico del orden político y económico que representaba esa carta): “Dada la pendiente de los pueblos modernos, una Constitución que no quisiera caer en el estatismo proletario debiera colocar en su cúspide, como suprema verdad alimentadora de toda la vida nacional, y no puramente decorativa, que existe una ley eterna, de la cual es participación la ley natural, en virtud de la cual individuos, familias y grupos sociales gozan de derechos inviolables que ningún poder de la tierra puede tocar; debiera colocar asimismo el derecho sobrenatural de la Iglesia, derivado del hecho de la divina Redención, en virtud del cual debe ser reconocida como sociedad espiritual perfecta, a la cual deben reverenciar y someterse todas las humanas sociedades. El resto de los artículos cobraría entonces sentido y limitación. El Estado amparado por esos principios supremos se convertiría a su vez en el amparo benéfico del derecho a la vida, al trabajo, a la propiedad productiva, al comercio, incluso el internacional, a la educación, a la práctica del culto verdadero que compete a toda persona humana. Ese Estado no podría incurrir en el estatismo” (“La nueva Constitución”, en Presencia, 25/3/1949, recopilado en Julio MEINVIELLE, Política Argentina 1949-1956, Trafac, Buenos Aires, 1956, págs. 38-39).
[9] Concepción católica…, pág. 150.
[10] Como se ha hecho y se hará a lo largo de esta exposición del pensamiento teológico-político del autor argentino, las posiciones de sus contendores doctrinales, en particular de Maritain, no serán mencionadas sino en la medida en que contribuyan a esclarecer las posiciones del propio Meinvielle.
[11] Nuestra indicación es materialmente cronológica, pero apunta formalmente a la razón que el propio Meinvielle sindicó como desencadenante del radical cambio de rumbo del gran tomista, cuyo Primauté du spirituel, harto citado por Meinvielle como brillante exposición de la doctrina tradicional, fue seguido –con muy pocos años de distancia– por una serie de obras que comprometían esa misma doctrina (cfr. J. MEINVIELLE, “La ‘física política’ de Charles Maurras y la política cristiana”, artículo escrito en 1972, aparecido en Julio Meinvielle, Buenos Aires, 1974).
[12] Primauté du spirituel, pág. 28; citado en De Lamennais a Maritain 2.ª ed., Teoría, Buenos Aires, 1967, pág. 89.
[13] De Lamennais a Maritain, págs. 88 y sigs. No obstante, sí sería posible para el autor establecer una analogía entre las diversas civilizaciones de la humanidad, de todas las cuales la Cristiandad constituiría “la civilización por excelencia, o la civilización a secas”; y sería la mayor o menor cercanía con ella la que permitiría mensurar la calidad civilizatoria de las demás. Se trataría en este caso de una forma de analogía de atribución (cfr. El comunismo en la revolución anticristiana, pág. 146; vide infra).
[14] Aunque en otros lugares –vide infra, IV, 2– restringirá el alcance de la teoría hilemórfica –en sentido propio– respecto de la época contemporánea, lo que queda en pie es la idea de una multiplicación histórica de idénticos principios invariables, a la manera de materia y forma en el compuesto concreto.
[15] De Lamennais a Maritain, pág. 103 (subr. del autor).
[16] El comunismo… , pág. 64.
[17] Ibid. págs. 63-65. En págs. 150-51, al tratar sobre este tema, señala los enormes cambios benéficos que insufló la Iglesia en la sociedad antigua, y que condujeron al esplendor humano de la cristiandad medieval: ellos fueron, sostiene Meinvielle, la trasmutación progresiva de la esclavitud y el afianzamiento de la permanencia de la unión matrimonial.
[18] El comunismo…, pág. 41-46.
[19] El progresismo cristiano, Cruz y Fierro, Buenos Aires, 1983, págs. 35-37.
[20] “De la aceptación del comunismo, en virtud del sentido de la Historia”, en Diálogo, nº 1, pág. 32.
[21] Meinvielle señaló el error encerrado en identificar lo espiritual con lo privado y lo natural con lo público. Lo privado es material y espiritual; lo público es también material y espiritual. Y tanto lo privado como lo público son ordenables al plano sobrenatural (cfr. Crítica…, págs. 352-354). En definitiva, lo público es integralmente humano, y de un modo más pleno que lo privado. Por ello las obligaciones fundamentales que recaen sobre el individuo recaen también sobre la sociedad política. En esa línea Meinvielle afirma que el Estado debe ser católico porque es cosa esencialmente humana, y a Dios le debe culto todo lo humano (Concepción católica…, pág. 145).
[22] De Lamennais a Maritain, pág. 85.
[23] Meinvielle sostiene, en efecto, que la ayuda de la gracia, necesaria para la preservación de la integridad del orden natural, actúa a fortiori benéficamente en la tarea propia del Estado, permitiéndole un más pleno cumplimiento de su fin específico (cfr. Crítica…, págs. 150-1).
[24] Reflexiona Meinvielle: “[a]quí aparece cuán absurdo y al margen de la ortodoxia católica es todo intento de limitar una zona de la actividad humana que pueda ser verdaderamente ‘profana’ o ‘laica’, sin carácter ‘sacro’, absolutamente substraida a la jurisdicción ‘clerical’. Sólo abstrayendo del hombre las actividades pueden considerarse éstas como puramente temporales […]” (De Lamennais a Maritain, pág. 86, subr. del autor).
[25] De Lamennais a Maritain, pág. 82 (subrayado del autor). La formulación “no por mutación intrínseca de naturaleza, sino extrínseca de relaciones” la trae Mateo Liberatore (cfr. La Iglesia y el Estado, Rovira, Buenos Aires, 1946, pról. de J. Meinvielle, págs. 106 y sigs.). Para todo este punto, además de De Lamennais a Maritain, págs. 82 y sigs. y 140-2, cfr. la crítica de Meinvielle a “El campesino del Garona”, de Maritain, publicada como apéndice a esa misma obra, especialmente págs. 340-341.
[26] Sobre la delicada cuestión suscitada por la ordenación del acto de religión al bien común político cfr. Crítica…, págs. 255-7 y sigs.
[27] Crítica…, págs. 208-211 y 325-328
[28] Para todo este punto vide De Lamennais a Maritain, pág. 184-191.
[29] Entra aquí de pleno derecho la doctrina de la subalternación propia de los saberes prácticos a los saberes especulativos, que Meinvielle sostuvo paradigmáticamente (cfr. “La subalternación de la Ética a la Psicología”, Sapientia, a. 1 n.º 2 (1946).
[30] De Lamennais a Maritain, pág. 187; subrayado del autor.
[31] De Lamennais a Maritain, pág. 188 (subr. del autor).
[32] De Lamennais a Maritain, págs. 154-155.
[33] De Lamennais a Maritain, id.
[34] Según la afirmación del autor en Concepción católica de la política, bajo este respecto el Estado es “[b]razo secular puesto al servicio de la Iglesia para reprimir la difusión de los errores, y jamás para propagar la verdad” (pág. 148).
[35] De Lamennais a Maritain, pág. 123.
[36] De Lamennais a Maritain, págs. 145-152.
[37] De Lamennais a Maritain, pág. 151.
[38] Tómese como medida señera de esa tradición a la doctrina del Aquinate. De acuerdo con ella, la obediencia constituye una obligación fundada en la necesidad de consecución del fin social, fin que no se alcanzaría sin la función directiva del gobernante. El corolario que inmediatamente se desprende de tal tesis consiste en afirmar el debitum oboedientiae al superior sólo respecto de aquellos medios ordenables al fin específico encomendado a ese superior. La aplicación de ese principio al ámbito de las “dos espadas”, a pesar de la eminente superioridad del plano espiritual sobre el temporal (concretada en la mayor dignidad del Papa frente a los príncipes seculares), no implica sostener que exista un título de imperio en cabeza del pontífice que obligue al cristiano a obedecerlo en materias puramente políticas. En ellas, en efecto, debe obedecerse al gobierno de la república y no al Papa –ni, a fortiori, a los prelados cuya autoridad deriva de la del Papa, como arzobispos y obispos– (cfr. In II Sententiarum, d. 44, c. 2 art. 2 c.; art. 3 c., ad 1um., ad 4um. y el “excurso” final del libro II).
[39] De Lamennais a Maritain, págs. 144-5; sobre la doctrina de los grandes doctores escolásticos de la teoría político-jurídica católica en este tema, Belarmino y Suárez, vide ibid., págs. 87-88.
[40] Dada la significación que reviste el hecho de que el propio Meinvielle hiciera traducir y prologara La Iglesia y el Estado del jesuita Mateo Liberatore –y precisamente en 1946 (justo entre la aparición de De Lamennais a Maritain y Crítica…)– resulta pertinente, al tratar el tema de la acción del Estado (fiel al principio confesional) frente a otros cultos, traer a colación las posiciones del gran apologista y teólogo italiano en dicha obra.
[41] La Iglesia y el Estado, pág. 159.
[42] Cfr. Respuesta a dos cartas, …, pág. 19. Bajo la forma de una decisión referida a una circunstancia particular, y en el supuesto extremo de la contingencia de “divisiones religiosas ya en ella [la sociedad] arraigadas”, este criterio prudencial se extiende hasta volver aconsejable “la tolerancia civil de todos los cultos, sin protección especial para el único verdadero”, afirma Liberatore interpretando la doctrina del magisterio pontificio (La Iglesia y el Estado, pág. 99). Se trata, explana en otro lugar el mismo teólogo, de “la dura necesidad en que acaso pueda encontrarse algún Estado de tolerar y aun dejar libres los cultos heréticos, dando a todos indistintamente, católicos y anticatólicos, igualdad de derechos y facultad de profesar públicamente su religión, atendida la inveterada división en materia de creencias que ponga en desacuerdo entre sí los ánimos de los ciudadanos. Una sociedad de esta índole, no hallándose en condiciones de existencia normal con respecto a la revelación, exige que el gobernante y las leyes se atemperen de una manera conveniente al estado de enfermedad del sujeto, evitando mayores males y asegurando a lo menos la pacífica vida común de los asociados. Mas el Padre Santo [Pío IX, Quanta cura] condena la máxima, esto es, que semejante forma de régimen sea la mejor y la más conforme al verdadero progreso; de ser cierto lo cual no sólo a las sociedades indicadas, sino a todas generalmente, aun a las compuestas de solos o casi solos católicos debiera aplicarse aquella manera de gobierno. Esto se condena en la encíclica como pestífero fruto del impío y absurdo principio del naturalismo político” (op. cit., pág. 159).
[43] Concepción católica…, pág. 147.
[44] De Lamennais a Maritain, pág. 158.
[45] Concepción católica…, pág. 147. Esta expresión –que sepamos– no fue utilizada en otra parte por Meinvielle, y amerita una aclaración. Siendo que la conciencia, aun errónea, obliga; dado que, aunque no excuse –porque existe siempre la obligación de buscar la verdad– la propia conciencia errónea obliga; aparece entonces la insoslayable cuestión suscitada por los creyentes de otros cultos, con la consiguiente necesidad de su encuadre jurídico, cuestión cuya respuesta recae ante todo en la comunidad política. Se trata de personas obligadas por su conciencia (errónea, porque la verdad sobre el hombre y sobre Dios está depositada en la Iglesia), y no por las normas primarias objetivas del obrar; pero, al fin y al cabo, de alguna manera moralmente obligadas. Hay en casos como ésos –sostiene Sto. Tomás– una obligación secundum quid et per accidens y no simpliciter et per se (cfr. De Veritate, 17, 4 c.) Según el Aquinate “simpliciter” debe entenderse como “de modo absoluto y en todo evento”; mientras que “secundum quid” significa “sub conditione”, “mientras dure el error de la conciencia”; y “per se” comporta que la conciencia recta se funda en lo que es en sí mismo recto y por sí mismo obliga, mientras que la conciencia errónea toma como verdadero lo que no es tal, y por ello le acaece quedar obligada por lo que no es recto. Así, esa obligación de la conciencia errónea del fiel permite justificar una pretensión de cumplimiento por parte del mismo sujeto. Pero tal pretensión no puede fundar el derecho público. Además debe, en última instancia y en caso de conflicto, sujetarse a las exigencias del bien común objetivo, regulado por la justicia divina. En concreto, no puede interferir con la proclamación de la verdad por la Iglesia, ni irrogar confusión entre los fieles cristianos. Con esto último se vincula la reconocida y canónica distinción entre ejercicio privado y público del culto. Lo cual implica que, “en tesis”, el proselitismo público deba ser restringido a la mínima expresión (posible…). No obstante, concluyendo, la obligación secundum quid y per accidens de que se ha hablado, sin poder fundar el derecho público, sí, en cambio, constituye el fundamento de una pretensión válida (o “derecho” en sentido impropio). En ese sentido, y con estos distingos, la fórmula de Julio Meinvielle “el error no tiene derechos, pero la conciencia sí los tiene”, estampada en la obra de 1932, no colisiona –en cuanto al fondo, no en cuanto a la elección terminológica– con el resto de su doctrina sobre la Cristiandad, desarrollada en los años siguientes y particularmente in extenso a partir de 1945. Sobre la cuestión en sí misma cfr. el profundo y amplio abordaje del libro editado por Miguel AYUSO, Estado, ley y conciencia ( Marcial Pons, Madrid, 2010).
[46] Aclara Meinvielle: “Como los liberales, [los maritainianos] fundan la ciudad sobre ‘el respeto de las conciencias’ y no sobre la verdad objetiva, como si del respeto de las conciencias –divergentes– pudiera resultar un orden; como si la conciencia fuera norma única y primera de lo verdadero y de lo falso; como si la conciencia no tuviera obligación de ponerse de acuerdo con la verdad objetiva; como si nunca se tuviera culpa antecedente en el actual error de conciencia, y como si el respeto al error de buena fe pudiera prevalecer, en el orden social, sobre lo objetivamente verdadero y bueno” (Crítica…, pág. 224; vide Respuesta a dos cartas…, pág. 22).
[47] De Lamennais a Maritain, págs. 245-246. Como ya se ha dicho, para Meinvielle esta doctrina no se identifica con un régimen histórico concreto (el del Sacro Imperio), sino que, en substancia, significa la concordia del sacerdocio y del poder político, y en tanto tal constituye enseñanza permanente de la Iglesia, hasta los tiempos presentes (para el autor, los de Paulo VI) –cfr. la crítica a “El campesino del Garona”, de Maritain, publicada como apéndice a esa misma obra, especialmente pág. 346.
[48] De Lamennais a Maritain, págs. 128-130. Por el contrario, para el liberalismo, si en un pueblo moldeado por la tradición católica sus conductores dispusieran el reconocimiento público de la fe de la Iglesia, informando las relaciones económicas y sociales y la educación de los jóvenes, se estaría contrariando “la libertad pública de cultos, que es un derecho natural inviolable de la persona humana” (Crítica…, págs. 318-9). En el orden político liberal la neutralidad religiosa no es una imposición de las circunstancias culturales, sino un principio derivado de los fundamentos mismos de tal orden –individualistas y relativistas– (op. cit., págs. 323-324). En este lugar viene a cuento mencionar la observación de Liberatore, para quien existen otras razones que fundan la oposición a la enseñanza religiosa en particular. El teólogo italiano señala que los gobiernos ateos y agnósticos tienen especial interés, en vista de la conservación de su poder, en debilitar la fe cristiana de la sociedad desde el seno de las sociedades domésticas; y ello se opera no sólo mediante el matrimonio civil, sino sobre todo por la eliminación de la enseñanza religiosa en la educación de la juventud (La Iglesia y el Estado, págs. 207-208).
[49] Crítica a “El campesino del Garona”, pág. 347 de la edición citada. “La cristianización del poder público, lejos de estar excluida, está exigida por los deberes que le incumben al laico en su consagración del mundo”, sostiene allí Meinvielle con cita de Lumen gentium, 35.
[50] La conceptuación de sociedad política y sociedad religiosa como materia y forma, respectivamente, de la ciudad católica, excede la significación de la metáfora (i.e., la de la analogía de proporcionalidad impropia), y constituye la formulación propia de los coprincipios del orden total de esa organización humana. La categorización hilemórfica de la unidad de Iglesia y comunidad política, milenaria dentro de la teología católica, sí adquirió expresión metafórica con la apelación a la figura de cuerpo y alma (utilizada, entre otros, por S. Juan Crisóstomo, S. Gregorio Nacianceno y Sto. Tomás); así como con la de el sol y la luna (empleada por el gran pontífice Inocencio III) –vide las citas en LIBERATORE, op. cit., págs. 125-129–.
[51] Concepción católica…, pág. 148. Respecto de la ayuda económica del Estado a la Iglesia, necesaria “en tesis”, Meinvielle se inclina por dejarla a un lado en la situación contemporánea; estima aconsejable optar por una independencia económica absoluta, que sustraiga a la Iglesia de toda sujeción a gobiernos que se han manifestado “impíos e insolentes, en el mejor de los casos incomprensivo de los derechos espirituales” (op. cit., pág. 147).
[52] De Lamennais a Maritain, pág. 117.
[53] El poder destructivo de la dialéctica comunista, 3.ª ed., Cruz y Fierro, Buenos Aires, 1983, págs. 239-240.
[54] Crítica a “El campesino del Garona”, pág. 334 de la edición citada; vide asimismo El comunismo…, pág. 43.
[55] Cfr. El realismo metódico, trad. v. García Yebra, Madrid, 1974, pág. 62.
[56] Sobre la cuestión referida a la pluralidad de formas en Sto. Tomás vide In II De anima, lec. I, n.º 225; De spiritualibus creaturis, a. 3; S. Th., I.ª, q. 76, a. 3; consideramos el tema en Sergio R. CASTAÑO, “Consideraciones ontológicas sobre la ley natural en Tomás de Aquino”, Sapientia, v. LIV, fasc. 206 (1999).
[57] Crítica a “El campesino de la Garonne”, pág. 341-2 de la edición citada; vide asimismo De Lamennais a Maritain, págs. 329-330.
[58] Cfr., entre otros pasos, De Lamennais a Maritain, pág. 264.