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La gran estafa feminista

Por: Beatriz Jiménez Castellanos

Fuente: Revista Centinela

Soy antifeminista porque estoy a favor de la mujer. Y creo que es importante que quienes no compramos la radicalización a la que ha llegado el movimiento dejemos de intentar encajar. Me parece que más que reivindicar un feminismo sano, hay que desmarcarse totalmente de él. Cuanta más confusión ofrece el mundo, más claridad debemos exigirnos.

Hace unos meses, se hizo viral un vídeo bajo el título de Feminism is a scam en el que una chica australiana contaba cómo había llegado a esa conclusión después de haber sido «una indignada feminista con el pelo azul» que creía que eran reales los privilegios de los hombres y ser víctima de la brecha salarial. Sentenciaba que el feminismo moderno es una guerra contra la masculinidad y la familia. En el vídeo habla de la financiación de campañas feministas y la creación de colegios de Rockefeller como medios para engordar los impuestos y facilitar el adoctrinamiento por parte del estado.

Somos interdependientes

No se sabe muy bien ya por qué causas lucha la tercera ola del feminismo, qué derechos tienen los hombres en occidente que no tengan las mujeres. Ni siquiera la mayoría de los problemas graves que se tratan en su principio requieren de feminismo sino de defender la justicia y la dignidad humana. En los últimos años, sin embargo, se ha puesto el acento en hacer creer que hay algo intrínsecamente malo en ser un hombre varonil y que son liberadores la promiscuidad y el estar sexualmente disponible para cualquiera. No deja de ser curioso cómo el movimiento feminista ha exigido primero que las mujeres actúen como hombres en el campo de la sexualidad para luego pasar a redactar leyes (sólo sí es sí) que pongan freno a tal “liberación”.

Seguramente la mentira más obvia del feminismo sea creer que es posible esa utopía igualitaria en la que no habrá diferencia entre hombres y mujeres. Se empezó buscando esa igualdad al tratar de eliminar la distinción de roles. Como no era suficiente, se han tratado de difuminar las líneas entre los géneros; que las mujeres adoptaran cualidades masculinas y que los hombres tomaran rasgos más femeninos. No obstante, por mucho que se repita que sí, no se puede luchar contra la naturaleza. La mujer es distinta al hombre y el hombre es distinto a la mujer, cada sexo con unas características que le son propias y que no son, de ninguna manera, unas inferiores a otras. En descubrir y abrazar esa diferencia complementaria radica en gran medida el orden —la dicha, a fin de cuentas— que tanto parece faltar hoy.

La mujer es distinta al hombre

Imagino que la insistencia en resaltar que no es cierto que hombres y mujeres se necesiten mutuamente tiene origen en la concepción de la persona como sujeto autónomo no interdependiente. Se ha ido prostituyendo tanto el ideal de libertad que nos hemos convencido de que cualquier tipo de lazo es esclavizante. En una búsqueda constante de independencia, tendemos a rechazar el vínculo con la divinidad, la patria, la familia, la tradición, con lo que somos al nacer, sin darnos cuenta de cómo nos daña esa supuesta autosuficiencia.

De hecho, intuyo que la semilla del problema viene de más atrás. Primero el varón hubo de convencerse de que ser alguien tenía que ver más con triunfar en el mundo que con la virtud. Es decir, la tragedia de nuestra sociedad es la gran apostasía, el haber creído que basta la escala del hombre y que la persona puede desasirse de todo aquello que escape al mero racionalismo. Si el éxito es sinónimo de dinero, poder, fama y reconocimiento, es lógico que muchos sacrificaran la vida familiar para alcanzar tal objetivo. En ese contexto, el feminismo podría haber nacido como movimiento para concienciar a las mujeres sobre la dignidad y la belleza del papel de esposas y madres, del poder espiritual que son capaces de ejercer sobre los hombres, de su relevancia en la historia de la salvación. El curso de los acontecimientos es otro: se potenció que las mujeres entraran en el mercado laboral y se incitó a que, también ellas, debían realizarse compitiendo con los hombres en la obtención de títulos y en altas carreras profesionales a la par que la maternidad comenzaba a señalarse sino como una lacra, como algo opcional a la naturaleza femenina.

Por eso tiene sentido cuando Alice Von Hildebrand dice que la única forma «es reconquistar el sentido de lo sobrenatural, que hace de ser mujer un privilegio y un signo de grandeza».

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