Transcribimos a continuación el capítulo IV del libro Monseñor José Belisario Santistevan Seoane, escrito por Plácido Molina Mostajo y continuado por Plácido Molina Barbery y publicado en 1989 por la editorial El País. Aquí se relatan datos clave sobre los viajes del ilustre obispo. Este fragmento corresponde a las páginas 22-35.
CAPITULO IV: VIAJE A ROMA Y TIERRA SANTA
Este acontecimiento, no común en el pasado siglo, había de asumir importancia extraordinaria en la vida del presbítero Santistevan, por no ser viaje de mera curiosidad o entrenamiento para una vida de estudios o de hombre de acción, sino un verdadero peregrinaje. La oportunidad sería, en verdad, propicia para captar útiles nociones generales, tener trato con personas de espíritu selecto, contemplar monumentos históricos, o conocer institutos aptos para inspirar una dirección superior a la vida y a encauzar labores. Pero todo ello no alcanzaría a supeditar o a menguar el carácter íntimo, profundo y vital de una peregrinación religiosa, con fines espirituales y, concretamente, de perfección sacerdotal para el ejercicio del apostolado evangélico.
Que el ideal de la peregrinación fuese caro al corazón de Santistevan, nos lo confirma el hecho de que sus padres, preocupados por los largos años de actividad en Chuquisaca y temerosos de que el amor entrañable por su misión en el Seminario Arquidiocesano terminaran por arraigarle allí—, ofrecieron al hijo los recursos necesarios para realizarlo, a condición de que, a su vuelta, se restituyese a Santa Cruz.
El Itinerario – Hacia Roma
A falta de un diario correspondiente a tan largo como importante viaje, hemos debido revivir recuerdos personales, acopiar y articular datos recogidos de personas allegadas, e inferir hechos y circunstancias. Pero no hubiésemos logrado fijar con seguridad algunos de los puntos más importantes de la peregrinación, sin la compulsa de las «Letras Testimoniales y Comendaticias» expedidas por el Presbítero José Manuel Aguilera, Vicario Capitular de la Diócesis, en sede vacante, a los 8 días del mes de junio de 1877. (Anexo 5). Este documento llevaba dos páginas en blanco destinadas a la anotación de los permisos necesarios al portador para la celebración de la Misa.
Declarando que el Pbro. domiciliario Dr. Belisario Santistevan «tiene de ausentarse de esta Diócesis con el santo y noble propósito de hacer una peregrinación a Roma y a Tierra Santa», las letras dicen que él «se ha distinguido entre nuestro CLERO por su conducta moral intachable y el buen ejercicio de las funciones sacerdotales: por cuyas virtudes se nos ha hecho digno de nuestras consideraciones. EN SU MERITO y como deber de justicia nos es grato recomendarlo a la consideración de los ltmos. Arzobispos y demás Autoridades. Eccas. ante quienes presentare estas nuestras letras, rogándoles se dignen permitirle el libre ejercicio de su Ministerio”.
Resumidos los elementos de información y juicio sobredichos, trataremos de reconstruir el itinerario del Pbro. Santistevan, quién emprendió viaje a mediados de Junio de 1877, por la vía de Piedra Blanca, recién fundada población (después Puerto Suárez), y a la que no podría llegar, aún a favor de la época seca, en menos de 20 jornadas, o sea en la primera semana de Julio. Hasta encontrar embarcación en Corumbá, sobre el Río Paraguay, y cubrir el trayecto fluvial, pasando por Asunción, parece prudente calcular un mes, por lo que es probable que llegara a Buenos Aires en la primera semana de agosto.[1]
Por el interés de la ya entonces populosa y progresista capital del Plata, y la circunstancia de que, a esa sazón, los viajes transatlánticos no eran tan frecuentes, hemos de suponer que el piadoso viajero fue retenido allí durante algún tiempo, de suerte que embarcaríase a principios de septiembre y, pasando por Montevideo y Rio de Janeiro, llegaría al puerto francés de El Havre, para alcanzar París, al comenzar octubre.
La primera fecha concreta acerca de Santistevan en Europa, nos la da la hoja de permisos para celebrar y es la del 9 de noviembre de 1877 en que se lo concedía el Vicariato de la Urbe (Roma), por espacio de un mes. Este dato nos permite estimar que él demoró más de 30 días en llegar, pasando por Lyon y el Túnel del Simplon-, a la Ciudad Eterna.
No es menester mucha imaginación para reconstruir el empleo de ese lapso. París, a pesar de la derrota francesa de 1870, manteníase como un centro mundial de primer orden, orgulloso de sus pensadores, literatos y científicos y, en lo religioso, únicamente cedía a Roma la primacía. Bastará recordar la importante participación del Episcopado francés en el Concilio Vaticano 1 (1869-1870), en lo eclesiástico, y la pléyade insigne de escritores, filósofos y sabios que sostuvieron la causa de la Iglesia en aquellos años de prieto anticlericalismo y virulento materialismo positivista, por lo que hace al laicado católico. Del resto, no es posible olvidar que, a esa sazón, la vida religiosa de Francia se caracterizaba por el florecimiento de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y por los acontecimientos de la Gruta de Lourdes, que fueron motivos constantes en el apostolado del futuro Obispo.
En cuanto a sucesos mundanos, es interesante el hecho de que a iniciativa del Arzobispado de París, Santistevan asistiera a una representación en el célebre teatro de la Opera, por él recordada con agrado.
Si pensamos en aspectos eclesiásticos, los grandes monumentos medievales, los institutos, universitarios y los seminarios, honra y prez del catolicismo francés, bien merecían dedicación de un tiempo que resultaría fructífero para sus ideales. Valga de ejemplo el Seminario de San Sulpicio, fundado en 1645, por San Vicente de Paul, de indudable interés para quien con tanto amor y eficacia participara en la dirección del San Cristóbal, en Sucre, y desde entonces llevaba en el corazón el anhelo de fundar el que faltaba en su tierra natal.
Parte de la demora de Santistevan en llegar a Roma se debió, también, a su voluntaria escala en Turín, para entrevistarse con D. Juan Bosco, fundador de los Salesianos, hoy en los altares, y ya entonces célebre apóstol de la educación juvenil.
Quien esto escribe recibió del mismo protagonista el relato de tan significativo acontecimiento, mas no pudo conservar memoria de las fechas y los días de permanencia en la capital del Piamonte,
Es natural que la conversación entre el Superior General de la Congregación Salesiana y el presbítero aspirante a fundador versara sobre las santas aspiraciones de éste, fortalecidas al influjo de las iluminadas orientaciones de aquél. Los hechos serían, luego, la prueba de que la idea de buscar al santo de los jóvenes, hubo de obedecer a clara inspiración divina.[2]
En Roma
Retomando el hilo del itinerario repitamos que el 9 de noviembre de 1877, encontramos a Santistevan recibiendo el permiso de celebrar, por espacio de un mes, en Roma.
Densos de acontecimientos y de meditaciones hubieron de ser los días romanos del peregrino, con el gozo de ser recibido por el venerable Papa Pío IX, el Vicario de Cristo que invistiera tan sublime autoridad por el más largo período de la historia sobrellevando cruces, resistiendo embates y sufriendo contrastes, como la pérdida de los Estados Pontificios, garantes de la soberanía espiritual de la Iglesia. Es fácil imaginar las emociones y las confidencias de esa entrevista con sólo recordar que, a la sazón, el Papa Pío IX era el único sucesor de San Pedro que hubiese conocido nuestro continente.
En efecto, su Santidad León XII, a raíz de la conmoción causada, también en la Iglesia, por la revolución y la lucha que llevó a la emancipación y a la creación de las repúblicas hispanoamericanas—, en 1824 tomó la iluminada iniciativa de enviar a Chile una Misión a cargo de Mons. Juan Muzzi, cuyo consultor fue el sacerdote Mastai Ferretti (Conde Juan María), que en junio de 1846 había de ascender al solio papal con el nombre de Pío IX
La circunstancia de que fue este Santo Pontífice quien, apoyando las instancias y fatigas del ilustre sacerdote chileno Monseñor José Ignacio Eyzaguirre, determinó en 1859 la Fundación del Pontificio Colegio Pío Latino Americano, como seminario internacional para el clero de América Latina y de Filipinas—, nos da sólido pie para saber que un tema importante de conversación entre el Papa fundador y el sacerdote aspirante a serlo, fue el problema de la formación del clero en nuestros países. Concurría el hecho de que a esa sazón, acababa de ingresar al Pio Latinoamericano, en busca de perfección, pues ya era sacerdote, D. Ángel Domingo Ayllón, natural de La Paz, en cuya diócesis había de realizar obras dignas de recuerdo.
Lo restante de la permanencia romana de Santistevan es de obvia imaginación: la historia habíale enseñado las glorias del que fuera el mayor imperio de la antigüedad y el de más generales y permanentes proyecciones hasta nuestros días. Allí estaban los
imponentes testimonios arquitectónicos del Foro, el Palatino, las Termas, el Circo Máximo o Coliseo, los Templos entre los que uno, el Panteón, dedicado a todos los dioses, reservara un lugar «al Dios desconocido» y es, ahora, templo de Jesucristo. Y, luego, puentes, acueductos y caminos, como la Vía Appia, mausoleos como el de Adriano transformado en el Castel Sant’Angelo, palacios, columnas, estatuas, arcos de triunfo… todo convertido en testimonio del pacífico triunfo de la Cruz.
Que si vemos lo más directamente interesante al sacerdote, allí estaban las Basílicas Mayores, comenzando -por la del Vaticano, con el sepulcro de Pedro, el primer Papa, del que son otros vestigios elocuentes, la cárcel Mamertina, la Iglesia del Quo Vadis, las Catacumbas. Todo, hablando de los mártires, de los Santos. Y las naciones mostrando su catolicidad con sus Iglesias votivas, sus seminarios, institutos y hospitales. Y las galerías, pinacotecas, museos y bibliotecas sin número, diciendo, a su vez, de esa otra influencia, también espiritual, del Papado mecenas de las artes y de las ciencias, en el progreso integral de la humanidad. De forma que el poder guerrero y la gloria de la Roma Pagana se ven, allí, sustituidos y superados con creces por el poder benéfico y eterno de la cristiana.
En tierra Santa
Mas el ideal del peregrino sólo cumpliríase alcanzando la Tierra del Salvador, para lo que, no sin prometerse una segunda temporada romana-, se dirigió, por vía férrea, a Nápoles, en «donde embarcó rumbo a Alejandría, en calidad de Secretario Honorario de un Visitador Eclesiástico. Allí, el 7 de diciembre de 1877, el Vicario Apostólico de Egipto lo facultaba para oficiar por «cinco días».
Todo debió concurrir favorablemente a los deseos del peregrino porque, embarcándose hacia Jaffa, ya en fecha 16 el Patriarca de Jerusalen concedíale permiso para oficiar durante un mes «aun con altar portátil”. Claro es que este privilegio correspondía al pío propósito de recorrer, paso a paso, los caminos del Salvador. Como que hubo de pedir y obtener prórroga de otro mes para celebrar.
Si Santistevan aprovechó con inteligente espiritualidad el conocimiento de países y ciudades célebres en los fastos mundiales-, es fácil comprender con cuánta ansia fue a postrarse, orar y concentrar sus pensamientos en los lugares consagrados por la presencia del mismo Dios-Hombre, Nuestro Señor: a recorrer la Tierra predestinada en donde están desde la gruta del Nacimiento hasta el Sepulcro Santo, a la vez tumba y pedestal de la gloriosa auto-resurrección, milagro máximo que, sellando la misión redentora del Cristo, había de atraer a su doctrina de caridad a las naciones y gentes del porvenir.
Después de vencer, fervorosamente, las incomodidades y vicisitudes imaginables en el Medio Oriente de esa época—, el peregrino recordaba con especial devoción la Ciudad Santa, con las casas de Caifás y de Pilato, la Vía Dolorosa, el Sepulcro del Gólgota, el Getsemaní o Huerto de los Olivos; Belén con la Gruta del Pesebre, en donde con inefable gozo celebró Misa de Navidad; Emaús, el Jordán con el sitio del Bautismo de Jesús; el Mar Muerto y tantos otros puntos de Judea. El pozo de Jacob, lugar del coloquio con la Samaritana, preanuncio de la Eucaristía, en Samaria; Nazareth, la ciudad de la Anunciación y Encarnación del Salvador donde, con María y José, se crió vivió y trabajó, por lo que fue apellidado Nazareno; el Monte Tabor, pedestal de la transfiguración; el lago de Genesareth, testigo de tantos divinos hechos, al que los Evangelios llaman mar, también en Galilea. ¡Qué mundo de meditaciones y de amor!
Es presumible que, al conocer la luctuosa noticia del fallecimiento de Pío IX, ocurrido el 7 de febrero de ese 1878-, Santistevan se apresurase a retornar a Roma, embarcándose en Beiruth la antiquísima Berite de los fenicios, rumbo a Bríndisi en el Adriático. Lo cierto es que se hallaba en Roma el 20 de febrero fecha de la elección del Cardenal Pecci (Conde Joaquín), quién tomó el nombre de León XIII. El permiso para oficiar Misa, por dos meses, está firmado y sellado el 21 del mismo febrero.
Huelga decir que le tocó vivir el clima de Roma en tiempo de Cónclave y Sede Vacante y, naturalmente, participó en las ceremonias de la triple coronación papal, realizada el 27 de febrero, con solemnidad que no lograron empañar las adversas condiciones vigentes desde la toma de ciudad Eterna por los italianos.
Si por otra parte, consideramos que la segunda estancia romana de nuestro biografiado coincidía con la Cuaresma, la Semana Mayor y la gozosa Pascua Florida—, fácil es imaginar cuántos frutos espirituales fuéronle reservados por la Providencia, tanto más si, también, fue recibido en audiencia por el nuevo Pontífice, el que poco después con su Encíclica Rerum Novarum, había de poner los fundamentos de la moderna doctrina social de la Iglesia.
El regreso a la Patria
Desconocemos la fecha en que Santistevan se despidió de la Eterna Ciudad; pero el 27 de abril la Arquidiócesis Florentina concedíale permiso de celebrar «el día de mañana solamente», lo que revela reciente llegada al par que urgencia de proseguir viaje, y nos faculta para suponer que saldría de la capital toscana hacia Francia, a más tardar el día 2. Tanto hubo de ser así, que ya el 4 de mayo la Curia de París lo facultaba para oficiar la Santa Misa por el término de 15 días. La fecha siguiente, 28 de mayo, corresponde al permiso de la diócesis de Burdeos, por un lapso que resultó ilegible hasta para personas de larga práctica en investigaciones documentales.
Dado que, desde ese 28 de mayo la hoja de permisos no registra otro dato hasta el 8 de agosto, en Buenos Aires, tendríamos un período en blanco de dos meses y medio. Ahora bien, si suponemos una espera de barco de 15 días, después de la quincena en París, y una travesía exageradamente alargada de 30, quedaría una tardanza de un mes cuya razonable explicación parece ser la de que, no embarcándose de inmediato, optó por visitar Lourdes y entrar a la Madre Patria, para él tan llena de motivos y sugestiones familiares y espirituales.
El 8 de agosto, según vimos, nuestro viajero se hallaba en Buenos Aires con permiso de oficiar, firmado por el Arzobispo Federico Aneiros, «durante su permanencia en esta Arquidiócesis”, Allí debió permanecer no menos de 20 días, porque calculamos una quincena para llegar, por Tucumán, a Salta, ciudad cuyo Obispo lo facultó para celebrar, el 16 de septiembre, con los mismos términos del prelado bonaerense.
De Salta, a esa sazón, no se podía llegar a Bolivia por vía férrea; y con los medios usuales, a lomo de bestia, la preparación del viaje consumiría por lo menos una semana de modo que el presbítero Santistevan saldría hacia Yacuiba a fines de septiembre, debiendo recorrer hasta ese punto cerca de 450 kilómetros nada exentos de dificultades y aun propicios para eventuales episodios de cuatreros. Llegaría, por tanto, en una decena a la predicha Yacuiba y de allí, siguiendo por las misiones franciscanas de Cordillera—, alcanzaría la meta final a fines de octubre de 1878. Después de 17 meses de ausencia.[3]
Frutos principales.
Hasta aquí hemos procurado ofrecer al lector una reconstrucción del itinerario y de los días del peregrino. Es preciso, ahora, considerar los frutos obtenidos, para lo cual cedemos la palabra a nuestro principal colaborador, el Arzobispo Mons. Daniel Rivero, quien, conocedor como nadie de la personalidad de su padre espiritual, nos ilustrará acerca de los bienes de santidad por él recogidos:
«De su visita a los Santos Lugares, se aprovechó como pocos. Sin haber en esos tiempos (año 1877) las facilidades de transporte con que hoy se cuenta, el traslado de un pueblo a otro y de un lugar a otro en el Medio Oriente se hacía a lomo de bestias, teniendo que valerse hasta de los morosos camellos y, a veces, expuesto el peregrino al asalto de ladrones y malhechores. Ya en el Mediterráneo estuvo a punto de irse a pique el vapor en que viajaba. Su salvación pareció providencial y, efectivamente, Dios lo tenía destinado a ser Obispo, y un Obispo de gran renombre.
«El lento viaje en la Tierra Santa, daba facilidad a los peregrinos a bajar y detenerse en cada lugar bíblico. Así el entónces sacerdote Santistevan, fervoroso como siempre fue, en cada uno de esos históricos pasos, con sus compañeros de peregrinación, echaba pie a tierra para desahogar su piedad con oraciones las más afectuosas, y besando con tiernos ósculos, empapados en su ardiente fe, ese suelo mil veces bendito y otras tantas santificado con la presencia y huellas de Nuestro Señor. Las lágrimas de sus ojos, pero más indudablemente las de su corazón, merecieron humedecer la misma tierra que humedeció el Redentor con sus propias lágrimas y con su sangre divina.
«Dichosos los que visitan los Santos Lugares de nuestra Redención, pero lo son mucho más quienes no se limitan a mirar sino que, con el corazón compungido y con la mente espiritualizada, acompañan a nuestro Señor en sus caminatas evangelizadoras, en su Pasión y Muerte redentoras. No valdría ir a Palestina y volverse sin haber aplicado trémulos e impetrantes los labios en la Gruta de Belén, sin seguir el Camino de la Cruz o Vía Crucis, si posible de rodillas; sin adorar el Santo Sepulcro y entregarse frecuentemente a profundas meditaciones.
«Hay que pensar que el Padre Santistevan sería uno de los ejemplos más edificantes durante aquella peregrinación y que esas excitaciones de fervor, no raras en él, las tomó o encendió más en su visita a Tierra Santa, y fue así como él pudo volver a Santa Cruz como un emisario extraordinario del cielo, para traer y esparcir en su tierra natal virtudes y beneficios aprendidos en la Tierra Sagrada del Divino Maestro, en la Roma de los Papas y en Naciones que tantos santos y sabios produjeron.
«Dios, que se esmeró, podemos decir, en formar a éste sacerdote en la medida de su voluntad y del papel a que se lo destinaba, cuidó de darle padres comprensivos y dotados de bienes de fortuna. Tales sucesos no son casualidades, sino decretos divinos, disposiciones de la Providencia. Monseñor Santistevan para acometer las empresas y obras que emprendió y tener todo el desarrollo mental que adquirió y prácticamente demostró, necesitaba ese gran viaje que completó sus conocimientos y lo animó a entregarse en cuerpo y alma a hacer el bien a Santa Cruz. Sin padres acomodados, no habría viajado a Europa y Asia, ni habría dispuesto de elementos para hacer las fundaciones que hizo. Pero Dios había decidido elevar el nivel cultural y moral de Santa Cruz y, para ello, se complació en valerse de éste varón dotado de todas las cualidades que eran menester, El Señor sea bendito”.
He ahí un peregrinaje de grandes y luminosas proyecciones para un hombre de la contextura moral y de las miras piadosas y cívicas de Monseñor Santistevan.
Ante esos idealismos —superiores a los del común de los viajeros—, eran detalles subalternos los peligros y fenómenos imponentes de los inmensos bosques y mares a cruzar en el viaje así ala ida como a la vuelta, el impulso de las tempestades desencadenadas por las poderosas fuerzas naturales a los que estuvo expuesto en la travesía del Atlántico y del Mediterráneo, con sus terribles golfos, a navegar ríos anchos cual mares como el de la Plata, o cruzar los más célebres de la historia: el Sena, el Ródano, el Tíber, o el caudaloso Nilo, que evocaba tantos orígenes de pueblos hasta llegar al Egipto de los Faraones.
Embebido en la meditación de los misterios, ocupado con los planes que concebía y fermentaban en su cerebro, los incidentes de ese viaje de miles de leguas por zonas exóticas y países raros, pasaban como inadvertidos ante su mirada aparentemente vaga, porque iba siempre en dirección al cielo como en constante contemplación.
Así fue como, por el fortalecimiento de su alma sacerdotal, Santistevan adquirió una superioridad espiritual que había de darle orientaciones fijas y definitivas para medio siglo más de vida y constituir, durante ese transcurso, el nervio propulsor de obras de provecho para propios y extraños, que se realizarían con la convicción de que constituían el ejercicio de una misión evangélica de amor a Dios y al prójimo.
Su espíritu contemplativo, formado en hábitos conventuales, sin ese viaje habría sido el de un asceta: orar, pedir por sus semejantes, predicar con la palabra y con el ejemplo. Pero allí, en el retiro, circunscribiendo la acción del sacerdote al confesionario y al púlpito.
Mas esa experiencia múltiple tonificó su ánimo, decidiéndolo a trabajar con tesón apostólica por su pueblo en forma amplia, levantada, previsora y capacitada. Con el ascendiente de su palabra realzada por la ilustración y la convicción del inspirado, removería obstáculos y haría grandes cosas.
Resulta evidente que ninguna enseñanza, lectura ni experiencia de la vida podían ser más válidas que la peregrinación – referida, de la que había de traer, principalmente la inspiración, el despejo de quien ha escuchado de viva voz a los maestros sus enseñanzas inolvidables, y ese don de gentes que distingue al que no sólo es culto porque sabe, sino porque ha conocido las maravillas del arte o de la naturaleza. Todo ello imprime carácter en un alma preparada y dispuesta hacia el bien.
Todo eso se graba como una perfecta placa fotográfica, produce lucubraciones brillantes y da golpes de nobleza superior al corazón.
De ahí las obras que formaron sus ideales: escuelas y colegios, para combatir la ignorancia y propagar las buenas costumbres; instituciones de caridad y bien social, para atraer a las masas a la fe que redime por el amor; asociaciones y prácticas piadosas para ganar el Cielo; Órganos de publicidad, para difundir buenas enseñanzas, etc.
De ahí el fomento del culto, hasta llegar a las festividades magníficas de los meses de mayo, junio y agosto, a las pontificales solemnísimas para vigorizar la fe del pueblo; las procesiones del Sepulcro y del Corpus y, en fin, la construcción y reconstrucción de los templos anticuados y casi indecorosos, culminando con la obra de la Catedral; de allí, en fin, tras un «Seminario» y un colegio de educación completa para la mujer, un internado para obtener simientes de buenos ciudadanos para la Patria y excelentes sacerdotes para la Iglesia. Los hospitales se atenderían por Hermanas de la Caridad, para llevar al enfermo el consuelo y la salud espiritual y del cuerpo; surgirían la Sociedad «Católico-Literaria», centro activo de la juventud, «El Oriente» y el «Bien Social”.
¡Qué plan más grande, más comprensivo y más altruista! El tiempo ha dicho lo que de él se pudo cumplir y lo que se quedó entre las buenas intenciones.
Para realizarlos se habría precisado muchos colaboradores, piadosos y decididos como él, y muchos caudales; y él no contaba sino con la fortuna paterna que, con ser cuantiosa, debía compartirse con otros miembros de la familia.
Quedaba la colaboración popular, que siempre respondió al llamado y, alguna vez, la mezquina subvención oficial como la «caña hueca» del profeta que, a veces, al apoyarse en ella, se rompe y hiere la mano que la toma porque exige, en cambio, sometimiento con ruegos e instancias que repugnan o deprimen.
Pero todo se verá en su lugar y oportunidad.
Referencias
[1] Como dato demostrativo del hondo sentido familiar de los Santistevan Seoane, es preciso advertir que el Presbítero José Belisario viajó, siempre, acompañado por su hermano médico, Dn. Antonio Vicente, mencionado en el Cap. II de esta obra.
[2] Al parecer, por las recargadas tareas de Don Bosco, la principal conversación que con él tuvo el presbítero cruceño, se realizó durante un frugal almuerzo en la Casa Matríz de los Salesianos.
[3] En noviembre de 1924, el Dr. Plácido Molina Mostajo, con su señora e hijo homónimo, hizo en 17 días el camino de Santa Cruz a Tartagal, Argentina. Para comprobar la normalidad del hecho, véase en el Boletín de la Sociedad de Estudios Geográficos e Históricos, N* 21, de marzo de 1923, el «Itinerario de Punta de Rieles (F.C. Argentino del Norte) a Santa Cruz» calculado desde la Estación Tres Pozos, a una legua acá de Bermejo, sobre la base de noticias del señor Cosme Gutiérrez Suárez (y apuntes de la cartera del mismo Dr. Molina Mostajo) en 1914.