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El fallecimiento del Dr. Pablo E. Roca, ilustre patricio boliviano

Por: Humberto Vázquez-Machicado

Reproducimos a continuación un artículo publicado por el historiador cruceño Humberto Vázquez-Machicado y reunido en el vol. VI de sus Obras completas. El texto abarca desde la pág. 241 hasta la 245.

En apacible ocaso acaba de extinguirse la vida de un viejo y noble servidor del país. En su solar nativo, Santa Cruz de la Sierra, ha muerto el Dr. Pablo E. Roca, rodeado del respeto unánime de todo un pueblo que veía en él un representativo de las virtudes de su raza y de su genio[1].

Mediaba el pasado siglo cuando nació el doctor Roca; su infancia acalló sus balbuceos infantiles con el estruendo de nuestras guerras civiles; en ese ambiente de incertidumbre, en medio del humo de la pólvora de los combates, y de las proclamas de la beodez galoneada encaramada en el poder, deslizó su adolescencia; por eso supo del dolor de la patria desde la cuna y ese dolor profundo sintió el supremo desgarrón del desastre del 79. Por eso quizá el doctor Roca puso siempre en toda su vida un algo de supremo desencanto que se advertía en él, incluso en medio de su cordial jovialidad.

Su formación cultural se hizo bajo los auspicios de los románticos; los rojos fueron sus maestros y en ellos aprendió ese idealista concepto de la política que los convertía en «ebrios de constitucionalismo», según frase de René-Moreno. El Dr. Roca conoció a Quijarro, a Baptista y esa filosofía romántica aplicada a la ciencia y arte de gobernar, influyó en su espíritu de por vida.

No fue un luchador en el sentido desesperado que da Nietzsche al concepto; no, antes que dionisiaco, era apolíneo, pues como Marco Aurelio, creía que el sentido supremo de la vida era la serenidad. Y su vida fue serena como un mármol de Hélade. Las pasiones desencadenadas en todo su furor vesánico no conseguían arrastrarlo; la violencia nunca fue su sistema y a la manera de los filósofos antiguos creía en la omnipotencia de la bondad. La bondad fue su culto y fue su norma.

Creyente convencido, profesaba el catolicismo de sus antepasados con esa fe sencilla y grande a la vez que conmueve por su fuerza; pero jamás fue intolerante y para las creencias u opiniones ajenas siempre tuvo su palabra de respeto profundo a todo lo que significaba una conciencia. Fue así que en medio del catolicismo militante de la «Sociedad Católica Literaria» que a fines del pasado siglo y principios del actual luchaba contra las tendencias liberales en incontenible avance, el Dr. Roca no haya podido hacer de corifeo. Su culto por la libertad no se lo permitía.

Y, sin embargo, un día la conciencia cívica del Dr. Roca, esa conciencia que jamás se había doblegado, que prefirió la honrada pobreza a los oropeles del poder, se sintió con derecho a la violencia; creyó llegada la hora de la acción armada y así lo vemos presidir un movimiento revolucionario, cuyo fracaso lo llevó al destierro. Pero ni en medio de ese rugir de reivindicaciones y apetitos, supo perder la que fuera divisa y enseña de su vida toda: la serenidad.

Y esa serenidad veíasela brillar en medio de la oratoria de Roca; pues tenía el dominio de la palabra, no del vocerío populachero de las plazas públicas, sino de la academia culta y exigente. Su palabra torneada con fino cincel sabía deslizarse insinuante llevando la semilla de la idea y con fuerte corriente de emoción.

Curioso es constatar que todas estas cualidades que podríanse considerar corno negativas para la vida política, hacían del Dr. Roca un temible adversario, que más de una vez supo derrotar al oficialismo director de los actos plebiscitarios.

El Dr. Pablo E. Roca era de ilustre abolengo; descendía directamente del tronco señorial de los Salvatierra, cuya progenie ilustre ennoblece los anales de Santa Cruz de la Sierra.

A este su derecho de cuna, Roca añadía exquisitas condiciones de sociabilidad que hacían de él figura de primer orden en el trato social de los estrados. Lejos ya la fogosa juventud y tramontada la edad madura, el Dr. Roca, sabía llevar con gallarda elegancia su venerable ancianidad, que a la manera de las preclaras figuras de los políticos ingleses, es aureola de dignidad y de fuerza, antes que senil decadencia.

Abogado, catedrático, político, orador, parlamentario, ministro de Estado, el Dr. Pablo E. Roca no escatimó su esfuerzo por servir a su patria y así pasó por la vida pública rodeado del profundo respeto que su honradez inspirara, para morir sin dejar tras sí más patrimonio que su espíritu y su ejemplo.

[1] La Noche, 1945, abr. 17. No está suscrito por HVM. Una anotación mecanografiada de nuestro autor deja constancia de que el artículo le pertenece. (G.O.).

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