Ambivalencias de la modernización
La modernidad es la sociedad de la industria, de la urbanización, de la racionalización de la vida cotidiana, de la diferenciación y especialización de funciones, pero también la del crecimiento gigantesco de la producción y del despilfarro equivalente de los recursos naturales. En los países del Tercer Mundo la modernidad es la época del incremento exponencial de la población y de los problemas anexos. También en las periferias mundiales la modernidad causa el florecimiento hipertrófico de la burocracia, la despersonalización de las relaciones humanas, la incertidumbre sobre el futuro, el descrédito de las utopías, la transformación de la experiencia del tiempo y la obsolescencia de los sistemas religiosos (con la excepción del ámbito islámico).
Una de las pérdidas más deplorables que conlleva el fin de la era premoderna es la disolución de los llamados vínculos primarios. La familia extendida, las jerarquías sociales basadas en el prestigio histórico, los sistemas de solidaridad recíproca, la amistad espontánea y los contextos de estabilidad afectiva están en franca decadencia y también en el Tercer Mundo son reemplazados por la educación universal, las pautas uniformes de comportamiento, la disciplina de la oficina y la fábrica y por las relaciones interhumanas dominadas por el frío cálculo de la conveniencia. La modernidad ofrece más opciones, pero restringe la cantidad y la calidad de los lazos afectivos, los que, después de todo, son indispensables para la formación de identidades razonables. A pesar de su infinitamente mayor libertad de elección, la sociedad moderna despliega con frecuencia rasgos patológicos al rehusar a sus ciudadanos el calor humano y al exigirles al mismo tiempo la internalización eficaz y exhaustiva de un número muy elevado de normas, cuya transgresión es penada de manera menos brutal, pero más eficiente que en las comunidades tradicionales.
El desarrollo contemporáneo del Tercer Mundo está igualmente determinado por las alienaciones modernas, pero estas naciones periféricas carecen (aun) del espíritu crítico necesario para percatarse de que las bendiciones de la modernidad son de índole ambivalente. Están obstinadas en dejar atrás su infancia en el lapso de tiempo más breve posible, pero se olvidan de que este período de crecimiento ─ del cual ahora se avergüenzan como de un estadio de pobreza y atraso ─ representa la época de la fantasía creativa, del contacto inmediato con la propia naturaleza y de los impulsos espontáneos más nobles. La pérdida de este tipo de infancia es también una historia universal de la decadencia que puede desembocar en la catástrofe.
El progreso material y el disciplinamiento correspondiente producen el ya aludido quebranto de la policromía socio-cultural, conculcando el legado más valioso de la tradicionalidad, que es la diversidad en la organización político-institucional y en las pautas de comportamiento. La enérgica propensión en todo el Tercer Mundo hacia la adopción de los parámetros metropolitanos de desarrollo, que implican lo normalizado y centralizado, ha desprestigiado las propias tradiciones culturales en las periferias mundiales y las ha convertido en un asunto folklórico de los estratos de menores ingresos y oportunidades de educación. Si bien es cierto que este proceso ha debilitado al mismo tiempo odiosos privilegios convencionales, ha diluido valores irracionales de orientación y ha abolido desigualdades jurídicas, también ha denigrado la idea de lo positivo en la heterogeneidad, ha desprestigiado el estilo de vida rural y provinciano y ha imposibilitado la formación de algo que dé sentido transcendente a la existencia humana y a los valores éticos y estéticos.
A ciencia cierta no se sabe todavía si la modernidad realmente compensa los sacrificios colectivos que demanda (entre los cuales se hallan la supresión de individuos anárquicos, la eliminación de comportamientos socialmente anómalos, la mitigación de regionalismos exorbitantes y la terminación de lo que ahora es considerado como anacrónico), y esto conforma una cuestión que puede ser dilucidada a la vista de otros procesos evolutivos que actualmente tienen lugar en el Tercer Mundo y que han sido prefigurados por el desenvolvimiento de las sociedades metropolitanas.
En Asia, África y América Latina el desarrollo acelerado ha tenido lugar mayoritariamente a partir de la Segunda Guerra Mundial. En un lapso de tiempo de una brevedad excepcional a todo lo largo de la historia universal, la modernización de estas naciones ha conseguido éxitos innegables (como la industrialización de sociedades de Asia Oriental, que habían permanecido estáticas durante siglos o milenios), pero también ha causado daños ecológicos irreparables a escala planetaria, ha originado aglomeraciones humanas realmente monstruosas, ha dilapidado recursos naturales que tardaron eras geológicas en formarse y, en la mayoría de los casos, no ha logrado brindar un sentido existencial a las dilatadas masas arrancadas precipitadamente de sus raíces tradicionales.
Todo esto conduce a que los extensos procesos de disciplinamiento colectivo hayan perdido el aura de lo históricamente forzoso, positivo y hasta virtuoso; la política misma, en cuanto el esfuerzo colectivo por excelencia, emerge ahora como una actividad de importancia relativa, puesto que su capacidad para «transformar el mundo» y para inducir cambios sociales relevantes sería muy limitada.