La romántica búsqueda del poder
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón.
Miguel de Unamuno y Jugo
El romántico es aquél cuya mentalidad evidencia un predominio de lo sentimental. Frente a la posibilidad de usar su capacidad racional, esta persona reivindica el sendero señalado por emociones, pasiones, arrebatos e instintos. Existe la convicción de que, procediendo así, actúa del modo más compatible con su naturaleza. Los argumentos que lo distancian de la espontaneidad, del impulso provocado por sus vísceras, sin interesar las repercusiones, no se admiten como válidos. En su versión extrema, esta especie de tendencia no sirve sino para permitir el retorno del oscurantismo. Nada favorable puede resultar de un ataque radical a la razón. Reconozco que la presencia de hombres preponderantemente cerebrales no asegura ninguna felicidad; como se sabe, cuando su genio es superior, un desalmado puede causar estropicios extraordinarios. Los psicópatas que usan su brillantez para descuartizar al semejante prueban las ambivalencias del fenómeno. Con todo, la esperanza del consenso en torno a temas fundamentales, tanto públicos como privados, es mayor si nuestros debates están protagonizados por las ideas. Permanecer en el abismo de las conmociones, aunque sean éstas agradables, es insuficiente para tener una buena vida. Lo deseable es que ambas dimensiones del individuo se preserven de las negaciones absolutas.
En el siglo XVIII, surgió un movimiento romántico que criticaba esa exaltación de lo racional que la Ilustración y las revoluciones modernas habían posibilitado. Aun cuando esta corriente tuvo un inicio literario, ejecutado por Goethe y su obra Las cuitas del joven Werther, se expandió a otros campos, invadiendo hasta el área de la política. A propósito, corresponde subrayar que, entre sus principales variantes, tenemos los nacionalismos, el socialismo, cualesquier utopías y, desde luego, las distintas clases de populismo. En los casos ya mencionados, encontramos el rechazo a una organización de la sociedad que aspire a tener bases lógicas, pues serían perjudiciales para las personas. Según esta perspectiva, las instituciones que se han creado nos alejan de la verdadera realidad, una en donde lo espiritual habría sido abolido. Sus tributarios creen indispensable atacar un orden que pulverizaría mitos, supersticiones e ilusiones colectivas. Fatigados del prestigio de la luz, persiguen que los asuntos gubernamentales tengan un carácter diferente. Lamentablemente, por esa ruta de aparente facilidad, es previsible que nos topemos con diversas monstruosidades.
El amor a la nación es tan irracional cuanto históricamente funesto. Pocos son los móviles que superan su nocividad; casi todas las guerras y masacres sociales se han fundado en el patriotismo. Pese a ello, la conquista del poder continúa teniéndolo como uno de sus trillados recursos cuando llega el momento de seducir al ciudadano. No es infrecuente que los electores apoyen a quien se muestra orgulloso del azar de haber nacido en su país. Puede pronunciar discursos absurdos, presentar planes sin la menor sensatez o rodearse de necios: las imperfecciones son ensombrecidas por su devoción a una bandera. Se acentúa también el valor de su sensibilidad ante los problemas comunitarios. No inquieta que, en lugar de solucionarlos, sus ocurrencias ocasionen el agravamiento. Advierto asimismo que, para concretar el proyecto presentado por un romántico, se plantea la necesidad de consagrar al caudillo. Sólo un sujeto puede asumir aquella misión mesiánica de conducir a la sociedad hacia otro derrotero. Es preciso apuntar que, mientras el irracionalismo del gobernante crece, ejercer la libertad en un Estado se hace peligroso. Nunca fue sencillo cuestionar los caprichos del régimen cuando se castiga con cárcel una estupidez como traicionar a la patria, esto es, desairar al oficialismo.
Además del apego a un estandarte, los medios para cautivar al votante son mayormente ajenos al razonamiento. Una democracia es un sistema en el que, por lo general, las decisiones importantes del electorado no tienen a la razón como guía. Nos hemos acostumbrado a que haya apenas una minoría con altas exigencias. Para estos mortales, el carisma del político, al igual que su sentimentalismo, no es determinante cuando se trata de elegir al mejor candidato. Por lo tanto, hay un proceso de reflexión sobre las ofertas que se realizan en campaña. Con esta seriedad, se acepta la obligación de indicar al burócrata que debe ayudarnos a resolver aprietos colectivos. La desdicha es que, salvo excepciones, un elevado porcentaje del electorado se decanta por ceder a los encantos de las promesas idílicas. Ellos no toman consciencia de que, tras la seducción operada en los comicios, el dulzor es cambiado por las brutalidades. No habiendo frenos racionales, peor aún éticos, se aguarda una tiranía de los caprichos y antojos del redentor. Tal puede ser la consecuencia de responder a dictados en los que primen las euforias del instante.