Adiós a las armas
“Jamás piensen que una guerra por necesaria o justificada que parezca, deja de ser un crimen.”
Ernest Hemingway
Tras 52 años de guerra fratricida, el gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC firmaron un trascendental acuerdo de cese al fuego bilateral y definitivo. Fue en junio pasado, en La Habana-Cuba, cuya revolución era el caldo de cultivo de esa y otras guerrillas en América Latina. Es la contradicción: cambia, todo cambia.
Este acuerdo ha resultado ser “un método virtuoso de dialogar para acordar, acordar para cumplir y cumplir para transformar” según el presidente de la OEA, Luis Almagro, luego de 5 años de negociaciones nada fáciles. Con unas FARC anntee racion presencia de as y atentasdos» lejos de su original idea libertaria y, más bien, sospechada de nexos nada santos.
Mientras seguía el acontecimiento, pensé en la novela “Adiós a la armas” de Hemingway, escrita en 1929. Es una conmovedora historia de amor, guerra y desesperanza. Es un grito antibelicista que narra el horror de la llamada Gran Guerra -la Primera Guerra Mundial- desde la líneas de fuego en Italia. La guerra siempre será un crimen, pensaba el autor, pero la humanidad sobrevive con su espanto a cuestas, sus odios asesinos y la sin razón de su violencia.
¿Hay esperanzas de que Colombia atisbe el futuro sin la brutalidad armada que azotó el país y su gente durante más de medio siglo, desde tantos frentes: las varias guerrillas, el Estado, las fuerzas militares, los paramilitares, el narcotráfico y el narcoterrorismo? Son más las voces que afirman que se abre el camino, a pesar de las dificultades que conllevará el proceso. Se habla de “justicia transicional”, de programas de reparación, reformas constitucionales, mecanismos institucionales, comisiones de la verdad, memoria y justicia que pone a las víctimas como eje central de la construcción de la paz. El objetivo es que las masivas y sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos no queden en la impunidad.
Hay quienes nos condolemos ante las imágenes de las masivas olas migratorias desde Oriente Medio hacia Europa, huyendo de la guerra y el terrorismo de todo signo. Sin embrago, la sociedad colombiana, tan cercana, ha sufrido, salvando incidencias y diferencias, fenómenos similares durante estos 52 años. Según diversas fuentes, la guerra y sus secuelas han dejado cifras devastadoras. Las víctimas del conflicto asciende a 6.8 millones de personas: desplazados de las zonas de guerra, quienes sufrieron secuestros, despojo de bienes, desaparición, reclutamiento forzados, violencia sexual, amenazas y atentados. Como siempre, esas violaciones han recaído en los grupos más vulnerables: mujeres, niñas, niños, adolescentes y mayores.
La guerra nos ha acostumbrado a ver solo rostros masculinos y algunas guerrilleras que llaman la atención. No obstante, la mayoría de las víctimas de desplazamientos, violaciones sexuales, trata y tráfico han sido en mujeres, como atestiguan estudios de ONU-Mujeres y otros. Pero no han tenido la cobertura y repercusión que merecían y merecen, como si esa guerra no hubiera tenido rostro de mujer. Sin embargo, hay quienes sí hablan de su presencia, como la fundación colombiana Renacer y testimonios de periodistas en las zonas de violencia armada. Gracias a esos trabajos, se sabe que las madres preferían separarse de sus hijas, aun niñas, mandarlas a Bogotá, libradas a su suerte, para sacarlas del infierno de la guerra y evitar que cayesen en la explotación sexual/prostitución, trata y tráfico de personas.
¿Por qué y para qué firmar la paz?
El tránsito de las FARC de la lucha armada a la práctica política en democracia me recuerda un pionero acuerdo de paz en Colombia: el del Movimiento 19 de Abril (M19) firmado en marzo de 1990. Aquel fue el primer “Adiós a las armas”, luego de que el país fuera testigo, en tres años, del asesinato de candidatos a la presidencia y otras figuras políticas.
El M19 cometió cruentas acciones de guerrilla urbana, como el secuestro de la Embajada de República Dominicana, en 1980 y la toma del Palacio de Justicia en 1985 con víctimas fatales entre civiles, magistrados de la Corte Suprema de Justicia, soldados, combatientes, desaparecidos y un edificio en llamas, tras la brutal arremetida de fuerzas militares.
Sin embrago, sus dirigentes vieron antes que ningún otro movimiento guerrillero, la necesidad de firmar un acuerdo de paz. Algunos de ellos son actualmente parlamentarios y otros jugaron un importante papel en la elaboración de la Constitución de 1991, que contiene principios democráticos progresistas, en un país herido por violencia extrema, y la presencia de grupos muy conservadores en el poder político y en la sociedad colombiana.
Cuando le preguntaron a Carlos Pizarro, jefe del movimiento ya como partido político, también candidato a la presidencia, porque habían depuesto las armas respondió ‘para que la vida no sea asesinada en primavera’, según su segundo al mando, Antonio Navarro Wolf. Pero Pizarro fue victimado apenas 46 días después del pionero acuerdo de paz, a sus 38 años, por un adolescente en medio de la violencia acicateada por las diferentes guerrillas, la represión estatal, los paramilitares, el narcotráfico, el narcoterrorismo, la corrupción y la delincuencia común.
Decir “adiós a las armas” siempre será mejor que la fuerza bruta, la muerte, el miedo, los secuestros, las extorsiones, el tráfico de niñas y mujeres, la crueldad de desplazamientos de zonas de guerra en busca de otras menos sangrientas, crueles e inseguras “para que la vida no sea asesinada en primavera”. Ojalá que nunca más.