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La desgracia de la mediocridad parlamentaria

Andrés Canseco Garvizu

“Da lo mismo que sea una calle que un mercado que el Parlamento, la única diferencia es que en el último se establecen turnos y se conmina a quienes aguar¬dan a fingir que atienden”
—Javier Marías—

Optimismo y pesimismo no son solo formas de ver la vida, son también elementos partícipes de una contienda interminable. Para quien no ha cerrado y lacrado el libro de verdades intocables, debe estar siempre presente la posibilidad de la esperanza y desilusión, y las cuestiones políticas no son la excepción. Así, puede pensarse que hay adelantos generales de la humanidad en lo concerniente a derechos, prosperidad y periodos de paz mundial medianos; pero también puede evaluarse prácticas que han venido a menos en trascendencia y calidad: la vida parlamentaria es una de ellas.

Aunque el sueño de la gran nación sudamericana me parece una hemorragia de romanticismo, tanto en su versión bolivariana original como en la contemporánea, no se puede negar que hay elementos comunes en la vida política de muchos países en este lado del globo. Dicho esto, vale la pena aclarar que a pesar de lo funesto que se expresa en esta reflexión sobre el caso boliviano se puede extrapolar a otros estados, además la honestidad lleva a acotar que es posible encontrar excepciones dignas en algunos congresistas, pero son eso: excepciones, ya que la inmensa mayoría va en rumbo de lo desesperanzador.

Si bien no fue jamás la regla general, la anterior centuria ofreció personajes parlamentarios con niveles de preparación superiores a la media, inclusive con desvaríos ideológicos siniestros, pero con un valor extra por sus intereses intelectuales. El arquetipo contemporáneo es —en su mayoría— despreciador de las ideas, se regocija únicamente en su participación en algún acto eventual de corte cultural o intelectual, tal vez sellado con la foto con algún escritor cuyos libros solo conocerá por la portada y la dedicatoria.

Ya en el campo de su labor central, los ejemplos patéticos de disparates parlamentarios sobran. Para no escarbar mucho en el tiempo, es bueno remitirse al caso del Código del Sistema Penal. Mientras contaba con la aprobación del Ejecutivo, para los presidentes de la cámaras legislativas, la norma era perfecta, casi un encargo divino que se debía defender a ultranza. Luego, cuando el máximo líder retrocedió, los mismos jefes parlamentarios, desde la atalaya de su cinismo, encontraron errores y elementos que requerían revisión.

Como ese, hay muchos casos que nos pueden graficar la pobreza parlamentaria, una miseria mental y ética que contrasta con la rimbombancia y parafernalia que se impone en los actos de los delirantemente llamados “padres de la patria”. ¡Pobre de aquel mortal que ose quitarle el Honorable en un acto público o en una misiva! Ganarse el beneplácito de un parlamentario nacional, asambleísta o concejal implica reconocerle tratos especiales, reservar espacios para él y su comitiva, además bajar la mirada cuando hace uso de su banda y otras prendas costosas en eventos, así sean estos triviales. Ninguna reverencia alcanza para el diputado o senador. Llama la atención, pues mientras lo ceremonioso se exige a su paso, en algunas sesiones de hemiciclo el bochorno, el mal gusto, la ordinariez y ambiente que imita al peor mercado callejero son marca registrada de sus actos.

Por motivos de practicidad que simplemente tienen que ver con temas partidarios (en Bolivia en lo que respecta al ideario y actitudes de parlamentarios oficialistas y opositores las similitudes sobran y sorprenden), las facciones se dividen en el grupo que sistemáticamente apoya al Presidente y el que sistemáticamente lo ataca. Esto no evita que tras un cierto tiempo, haya negociaciones y compra de voluntades. Nada se descarta en lo que a legisladores se refiere.

Los primeros, cortesanos del Ejecutivo, justifican sus designaciones en listas muchas veces con una especie de ranking, señalando cuántas veces y con cuanto fervor se ha aparecido para defender al régimen gobernante, pues la tentación de un nuevo periodo legislativo y otro cargo burocrático es un antojo demasiado suculento para dejarlo ahí. Para esto vale todo: salir en los medios sin poder articular dos frases coherentes, golpear al colega de otro partido, hablar de temas de los que se tiene la mínima idea, o —para el más pasivo— simplemente no molestar; no osar pensar en contra del supremo líder. Total, el tiempo puede llenarse masticando papel, desnudándose en aeropuertos o dedicándose a otro tipo de vulgaridades.

En los otros, temporales contendientes de otros partidos, se piensa que existe un premio al pataleo. Asombra el profundo amor que se tiene a las poleras, pues para cada contienda el lema aparece impreso en el pecho, mucho mejor si su creatividad alcanza para usar un hashtag. Porque, eso sí, la tecnología no les ha servido tanto como para relacionarse con sus homólogos en el mundo o adquirir conocimientos mínimos de economía, leyes y otros, como para alimentar su narcisismo. Cuentan sus éxitos en la cantidad de proyectos de ley presentados, sin siquiera pensar en la relevancia o necesidad. Pintoresco es el ejemplo de aquellos que compiten por declarar patrimonios nacionales platos de comida, ritmos o fiestas locales. Los que están debajo de esta escala son aquellos cuyo único logro es convocar a conferencias de prensa y despotricar, con motivo o sin él, para luego pasar la página y rara vez hacer seguimiento a lo que se condenó. Eso sí, como dicen; “hay que mostrar fuerza y unidad”, el que habla debe estar flanqueado por sus correligionarios como un coro tallado en madera de alguna iglesia.

Considerando las raíces del parlamento en la época clásica, su valoración como equilibrio frente a las monarquías en siglos posteriores y siendo la expresión de la democracia moderna, la respuesta no pasa por sugerir una supresión legislativa originada por el desencanto, o un acto demencial como la Asamblea Popular  de 1971 en Bolivia (un festín antidemocrático de los sindicatos), tampoco cuotas por género, motivos étnicos son la respuesta; sino exigir mejores candidatos en el futuro, y en el presente bajar de los altares a los ya elegidos y exigirles un compromiso mayor, no solo con la libertad y las demás conquistas del mundo civilizado; también con el sentido común, la coherencia en los actos y, por qué no, la decencia.

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