De los filósofos y la paternidad
Enrique Fernández García*
Pero la absoluta simplicidad, claridad y sinceridad de su discurso me impresionaron sobremanera.
Karl R. Popper
En su ensayo sobre don Eugenio d’Ors, López Aranguren subraya cuán importante resulta la vida para entender las ideas. En su criterio, las reflexiones llevadas a cabo por un filósofo no son sino autobiografía. En este sentido, su existencia sirve para explicar preocupaciones de orden intelectual, pero asimismo utopías, planes favorables a la llegada del más impecable futuro. Es cierto que podemos prescindir de datos relacionados con su infancia, juventud, vejez, sin afectar severamente la comprensión del ideario personal; no obstante, tal vez los conceptos, teorías, problemas y sistemas, obrando así, nos dejen algún asunto pendiente, alguna inquietud irresoluta. Porque, sin duda, cuando tomamos conocimiento de las vicisitudes atravesadas por un hombre, sus posturas e interpelaciones pueden parecernos más razonables, facilitando la valoración efectuada al respecto. Un ejemplo que contribuye a ilustrar esta cuestión es el de la paternidad.
La lista de pensadores que no tuvieron hijos es amplia. Desde Sócrates, pasando por Hume, hasta Nietzsche, encontramos individuos que agotaron sus días sin contar con esos lazos. Esto no significa que quienes tuvieron tal condición hayan aborrecido a niños, adolescentes o incluso al propio padre. No todos fueron víctimas de un progenitor como el que tuvo Kafka. Sí hubo reclamos al ascendiente, como en John Stuart Mill, por haberlo formado sin dar interés a los sentimientos, imperando sólo las labores intelectuales. Quizá, en su caso, hablar griego y latín antes de abandonar la niñez no debía haberse considerado prioritario. Como sea, una vida sin hijos ni, menos aún, mujer no impidió apreciar al hombre que los procreó. Yo recuerdo que Onfray, hedonista y libertario, inicia un libro de ontología, Cosmos, evocando al padre, quien lo tuvo a los 38 años y, mientras caminaba una noche con él, murió en sus brazos.
Por supuesto, la procreación es insuficiente para dar al filósofo el componente necesario a fin de que su paternidad sea también fructífera desde una perspectiva reflexiva. Rousseau es la muestra de mayor claridad en esta materia. Pasa que el detractor de la sociedad, quien se lamentaba porque ésta nos había perjudicado, acabando con nuestro estado natural, donde, según él, éramos felices, no fue un padre digno del encomio. Tuvo cinco hijos y, sin excepción, los envió al orfanato. El precursor del romanticismo podía pontificar sobre sensibilidad, emociones; empero, en los hechos, procedió de modo incoherente. Acoto que su pareja, siempre clandestina, fue una empleada analfabeta, Thérèse Levasseur, a quien nunca dio un trato afectivo.
Otros padres pueden exponer como muestra de sacrificio en favor del hijo el tiempo dedicado a negocios y placeres varios, desde deportes hasta reuniones festivas. Respecto a la situación del filósofo, se suman los momentos que parecían propicios para razonar, escribir y aun discutir. Se prefiere, pues, el ejercicio de la paternidad, encontrando que ésta es igualmente importante para contar con una vida satisfactoria. Pienso en Bunge, ya que, tal como cuenta su actual esposa, Marta, durante la formación de sus hijos, él escogía trabajos en lugares donde ellos recibirían una mejor educación. Colocándose en segundo lugar, se rebelaba contra la vanidad y el egocentrismo de quienes suponen que su existencia es lo único significativo. Por fortuna, hombres como él hacen que la imagen del razonador frío e insolidario sea desestimada. Hay otras maneras de vivir juntos la filosofía.
(20190321) *Escritor, filósofo y abogado