Animales culturales
Enrique Fernández García
Los hombres son básicamente complicados. Cuán buenos son depende de si ciertas concepciones y maneras de pensar han conseguido prevalecer; una prevalencia que es, en cualquier caso, precaria.
Thomas Nagel
¿Qué es el hombre? Sin lugar a dudas, se trata de una inquietud que nos acompaña desde tiempos antiguos. En efecto, desde Platón, con su propuesta de “bídepo implume”, que, recurriendo a una gallina desplumada, fuera ridiculizada por Diógenes, hasta, actualmente, por los avances neurocientíficos, Dick Swaab, quien nos reduce al cerebro, la pregunta sigue siendo provocadora. Así, el catálogo de respuestas que se han aventurado al respecto es tan generoso cuanto variado. Por citar otro caso, pienso en Steven Pinker, puesto que, al reflexionar sobre la naturaleza humana, él destaca nuestra condición de moralistas. Conforme a su perspectiva, esta sería una de las características que resultarían significativas para distanciarnos del resto. Porque, aunque haya algunos aspectos de cierta moralidad en primates, por ejemplo, queda claro que, cuando existe complejidad, esta valoración del obrar nos reconoce como incomparables practicantes. En este sentido, la ética serviría con el fin de conocer qué somos.
En 1994, explotando una postura que tiene diversos seguidores, Carlos París publicó su libro El animal cultural. Con seguridad, la calificación que atribuye al ser humano es un acierto. Es que somos hacedores de cultura. No hay otros responsables de haber llevado a cabo esa obra, una que complementa, rectifica o incluso anula lo recibido por la naturaleza. No se discute la importancia de nuestra constitución innata, en donde hallamos el legado del homo sapiens, los factores genéticos, entre otros elementos. Empero, además de tal herencia biológica, así como del medio en el cual nos desenvolvemos, que, aunque lo pretendamos rechazar, deja sentir su injerencia, contamos con nuestra propia producción.
Aludo a todo aquello que se ha inventado para vivir y, por otro lado, convivir. Reconozco que la supervivencia puede ser facilitada por los instintos, es decir, gracias a lo natural. Sin embargo, con las creaciones y prácticas culturales, lo que se procura es mejorar ese estadio primigenio. En otras palabras, no se trata de tener cualquier vida. Por este motivo, históricamente, una persona culta es concebida como alguien ilustrado, pero también, debido a esos conocimientos, capaz de tomar las mejores decisiones, sea a nivel privado o público. Desde esta perspectiva, ser culto debe entenderse como algo meritorio, ya que quien lo fuera desarrollaría sus potencialidades, tanto intelectuales como artísticas, por citar algunas, del modo más óptimo posible.
Asimismo, la cultura podría favorecer a nuestra convivencia. No propongo que, si dos individuos escucharan a Mozart, se dejaran deslumbrar por Miguel Ángel o leyeran al enorme Goethe, los problemas sociales desaparecerían de forma definitiva. Ninguna exquisitez del espíritu garantiza que nuestras actuaciones queden libres de todo error, el cual, en determinadas circunstancias, podría importunar al semejante. Porque el conflicto, desde lo más íntimo de cada uno, con las contradicciones ordinarias que nos acechan, se reproduce a escala grupal. No obstante, uno cree que, aproximándonos y, peor aún, regodeándonos en su opuesto, la incultura, resulta muy poco probable la llegada de tiempos agradables. Pasa que, pese a las críticas despertadas por su concepción clásica, aquella donde no existe pluralidad ni tampoco relativismos, considerarla para guiar nuestras vidas merecería ser calificado de positivo. Nos ayudaría, pues, a establecer un vínculo en virtud del cual la condición humana sea mirada de otra manera.