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Hablar sin pensar ni conocer

Enrique Fernández García

Nunca es importuno pensar y actuar con inteligencia, y no hay por qué dejar el histérico nombre de Deber o de Autosacrificio a lo que es simplemente un arte feliz y un compromiso racional.

George Santayana

Tal como le sucede al criticar el relativismo cultural, Slavoj Žižek acierta cuando observa la democracia, sosteniendo que ésta es un “reino de los sofistas”. Basados en que cualquiera tiene derecho a opinar, encontramos personas convencidas del significativo valor de sus impresiones en diferentes campos. Peor aún, desde su perspectiva, no habría ningún área del conocimiento en que les fuese imposible hablar y manifestarse sobre los temas de importancia. No se aprecia la virtud de guardar silencio ante lo desconocido; puede más el impulso que los lleva a ilustrar al semejante sin retraso ni vacilación, aunque sus prédicas resulten contraproducentes. Para ellos, las reflexiones pausadas, detenidas, complejas no son sino una pérdida de tiempo. Lo que juzgan imperativo es no dejar pasar ninguna ocasión para, en teoría, iluminarnos con esos curiosos impulsos, no digamos ideas, de su cerebro.

El problema es que tomar la palabra y lanzar cualquiera de nuestras ocurrencias no resulta satisfactorio, excepto cuando tenemos otros fines. Si lo que procuramos con estas creencias o posicionamientos personales es, por ejemplo, contribuir al mejoramiento de la sociedad, el trabajo debe ser mayor. La regla es que las explicaciones sencillas, surgidas casi de modo automático, por lo cual no demandaron ningún análisis previo a su formulación, son falsas. Es que, para su ejercicio pleno, la libertad de expresión debe estar acompañada por un mandato especial: pensar antes de hablar. Sé que no es un secreto industrial, ni mucho menos; sin embargo, aunque la fórmula parece bastante sencilla, no todos se sienten inclinados a respetarla. Lo infrecuente pasa por reflexionar antes de dar a conocer nuestro parecer al prójimo. Demasiada gente, pues, se ocupa del pronunciamiento sin detenerse a examinar su contenido.

Pero el mensaje que uno emite no debe ser sólo el producto de la inteligencia. No es suficiente con razonar, cuando se lo hace bien; tenemos también la carga de investigar. Suponer que, frente a un asunto más o menos relevante, podemos consumar grandes cavilaciones, especulaciones de notable impacto entre nuestros contemporáneos, sin revisar opiniones del pasado, es un absurdo. Si aspiran a ser rigurosos, tanto filósofos como científicos nunca parten de la nada. En palabras de Mario Bunge, hay un fondo de conocimientos acumulados, los cuales no tienen que ser desdeñados. Es más, deberíamos estar agradecidos con otros individuos por adelantársenos a pensar acerca de varias cuestiones. En este sentido, al hablar sin respetar esa tradición de conjeturas y teorías, no solamente que somos soberbios, sino asimismo estúpidos: nos condenamos a esforzarnos por hallar respuestas que, a lo mejor, ya fueron dichas.

Además de hablar con apego a la razón y al conocimiento, hace falta discutir. No niego que, al dialogar, los hombres sean beneficiados. Escuchar al otro sin el propósito de reivindicar un punto que estimamos correcto, así sea parcialmente, puede ser útil para nuestro progreso intelectual. Con todo, el debate tiene un valor incomparable. Se trata de un suceso gracias al cual dos concepciones están en disputa, intentando que su carácter superior sea demostrado. Esta clase de contención o pugna favorece el refinamiento del conocimiento, aproximándonos a la verdad. Desde luego, para notar estos provechos, es indispensable que los interlocutores tengan similar aprecio por las posturas reflexivas e ilustradas. Aludo a un hecho cada vez menos común, por desventura.

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