De cuando elegí la coherencia
Enrique Fernández García*
Creen todo cuanto pueden probar y pueden probar cuanto creen.
Arthur Koestler
Hace prácticamente diez años, una universidad privada hizo entrega de un doctorado honorífico a Juan Evo Morales Ayma. No había razones de relevancia, algún aporte al mundo intelectual o, por lo menos, contribuciones a la mejora del sector educativo; su reconocimiento tuvo móviles distintos. El acto servía con fines políticos. En la pugna del momento, el régimen necesitaba de convalidaciones institucionales, más aún si se hacía donde esto fue consumado: Santa Cruz. Así, en medio de aduladores y oportunistas varios, la ceremonia se llevó adelante. Fue entonces el momento de resaltar virtudes inexistentes. No interesaba que, poco tiempo atrás, el dueño de tal corporación académica cuestionara la índole antidemocrática del Gobierno. De manera mágica, el caudillo se había convertido en un ejemplo a seguir.
Cuando se perpetró esa especie de lambisconería, ejercía el profesorado en la mencionada universidad. Tenía diferentes asignaturas a mi cargo. Entendiendo la docencia como provocación, disfrutaba mucho del trato con estudiantes de dos carreras. Nunca antes hubiese pensado en dedicarme a la cátedra; empero, había llegado ahí, con entusiasmo, procurando que los conocimientos y las experiencias pudieran ser de algún provecho. A las letras y la abogacía, entre otras facetas, se sumaba el oficio de educar. Resumiéndolo, mi estilo puede ser presentado como una clara muestra de la influencia del método socrático, aunque cabe citar también a José Luis López Aranguren, pues su compromiso ideológico lo distinguía en clases. Por lo tanto, habiendo intentado que los universitarios se animaran a pensar y defender posturas justas, desde su óptica, correspondía evidenciar lo mismo.
Un día después, gracias al testimonio de alumnos que habían sido engañados para participar, me enteré del acontecimiento. Me molestó la utilización del estudiantado. Además, de inmediato, pensé en lo que había hecho durante los últimos años. En 2009, por ejemplo, lancé un libro con título bastante claro: Escritos anti-Morales. Reflexiones de un opositor liberal. Por otro lado, mi columna de opinión había servido para criticar abusos, vilezas, irracionalidades e insensateces del Movimiento Al Socialismo. Como entonces, creo que ese partido, así como también su máximo líder, es lo peor que ha registrado la historia de Bolivia. Pese a ello, oficialmente, prestaba mis servicios en una universidad que resolvió condecorarlo. A él, un símbolo de la barbarie en política, enemigo del pensamiento crítico, las libertades civiles, entre otros vicios.
Terminadas mis clases, tras conversar brevemente al respecto con algunos colegas, llegué a una conclusión. Me sirvió una frase de Foscolo que fue recogida por Oriana Fallaci: “De una cosa estoy seguro: nunca traicionaré mi propósito ni por rechazos, ni por favores, ni por alabanzas, ni por críticas”. Es que había pensado ya en quedarme largo tiempo como profesor. Estimo que no es sino una consecuencia ineludible de mi naturaleza. El problema era la imposibilidad de continuar como si nada hubiera pasado. No, esa universidad había premiado a la impostura, los atropellos, el grosero ataque al librepensamiento. No tuve, por ende, alternativa. Como si se tratara de una enseñanza final, renuncié. Lo hice de forma pública. Aunque hubiese sido algo puntual, incluso insignificante, pues soy apenas un individuo, quería dejar constancia del valor de la coherencia. Fue una última lección de insubordinación ante un régimen infame. Sospecho que valió la pena.
*Escritor, filósofo y abogado