ArtículosAutoresDestacadosHistoriaInicioMarcelo Terceros Banzer
Tendencia

Tribus orientales

Por: Marcelo Terceros Banzer

Reproducimos a continuación un artículo escrito por Marcelo Terceros Banzer, pensador católico nacido en Santa Cruz de la Sierra. Fue redactado en 1984 y publicado el 24 de septiembre de 1989 en el diario El Deber. La fuente de la que lo obtuvimos fue el libro póstumo de Terceros titulado Desde mi umbral. Corresponde a las páginas 85-89 del mismo.

A la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, se encontraron con poblaciones aborígenes en todas las regiones que iban descubriendo.

Por lo que toca a Sudamérica (Tierra Firme, en el lenguaje de los navegantes precursores), dos fueron las corrientes que podríamos considerar como fuentes de la penetración española a nuestros territorios, que actualmente son la parte baja y llana de Bolivia: la que iniciara Pizarro en 1532 por la costa del Perú y se adentró hasta Charcas y los valles subandinos ya hacia 1550; y la que encabezó Pedro de Mendoza, por el Río de la Plata, en 1536 y subiendo las arterias fluviales llegó hasta los Xarayes y el Río Grande por la misma época. Ambas corrientes de conquista y descubrimiento hallaron pueblos establecidos en las tierras que iban conociendo; los unos encontraron la organización de los reyes incas, con centro en el Cuzco y dominio extendido de Quito a Tucumán y de la costa a Charcas; y los otros, pueblos con nivel social menos desarrollado, pero con gentío abundante y costumbres sedentarias en algunos casos o recolectores en otros.

¿Quiénes habitaban lo que ahora conocemos como el Oriente boliviano? Si a este concepto le fijamos límites que van de Este a Oeste de los Ríos Paraguay e Iténez a los contrafuertes andinos y de Norte a Sur desde los Moxos al Pilcomayo, podemos enumerar tres grandes «naciones» (usando con mucha libertad esa palabra). Dando un orden decreciente por población, señalaremos como la principal a la de los arawacos, seguida por la de los guaraníes y en tercer lugar a los quichuas. En las dos últimas, podemos utilizar la subdivisión de guaraní/guaranizado y de quichua/quichuizado.

En efecto, todo el territorio de lo que conocemos como Chaco, Chiquitos y Moxos estaba poblado por parcialidades del gran tronco arawaco que habitaban Sudamérica desde el Caribe hasta las Pampas. En nuestros trechos, xarayes, chiquitos, zamucos, chulupis, tobas, baures, mojeños, itonamas, mobimas y un largo etcétera, fueron de esa etnia. Con la conquista y, sobre todo, con la colonización misionera, dos fueron los núcleos que agruparon los innumerables cacicazgos: los chiquitos al sur y los mojos al norte.

Los guaraníes estaban representados por los chiriguanos y sus vasallos guaranizados los chanés; y los itatines, que siendo originalmente habitantes del alto Paraguay, parece ser que, en castigo por la muerte de Chaves, fueron trasladados bien al norte de Chiquitos, constituyendo la «nación” guaraya que hasta hace poco hemos conocido e individualizado claramente. Por cierto que distingue a los grupos guaraníes del Oriente, su condición de inmigrantes recientes al tiempo de la conquista española.

Los quichuas y quichuizados corresponden a los habitantes de los valles y sierras subandinas, en contacto cuasi bélico con los chiriguanos al tiempo de la llegada de los españoles.

¿Cómo se comportaron estas gentes frente al recién llegado? La pregunta da para todo tipo de respuestas. Porque las gentes se comportan de la manera que lo hacen, no por ser especies de una raza, miembros de una sociedad o súbditos de un jefe (cacique, caudillo, rey o mandamás), sino por su libre albedrío, por su situación en el momento dado, por las mil y una razones que pesan en su ánimo en la oportunidad. Si hablamos, por ejemplo, de los guaraníes, nos vamos a encontrar que, en la Gobernación de Santa Cruz, los chiriguanos fueron los más acérrimos enemigos de los españoles, los que resistieron hasta bien entrada la República la dominación del blanco -ya sea soldado o misionero- que tuvo que, prácticamente, exterminarlos; mientras que en la Gobernación de Paraguay, donde eran mayoría, fueron los aliados desde el primer día de los conquistadores, fueron sus auxiliares para combatir a payaguases y guaicurúes reacios a la dominación y fueron, en definitiva, los «cuñados» del español, de donde salió, al cabo de una sola generación, la categoría de los «mancebos de la tierra» orgullosos de su madre india y de su padre capitán. No hay verdad más fuerte en todo esto, que la que se lee en Madariaga y cada vez recuerdo: no hay orgullo más imbécil que el orgullo de la raza. El mestizaje es la ley de la humanidad.

En Santa Cruz, en Chiquitos, en Mojos, el indígena por lo general, salvando el caso de los chiriguanos que ya se recordó y que merece un estudio aparte, colaboró al español y se mezcló con él. En las ciudades y pueblos de la Gobernación, con una casi total libertad; en las misiones, sólo al cabo de la expulsión de los jesuitas.

Lenguas. Eran numerosos los dialectos utilizados por la gente indígena, pero la necesidad de catequizarlos y de emplearlos, obligó a uniformizar los que se agrupaban en cierta manera. Así en Chiquitos la «lengua general» fue la de los grupos del centro, los propiamente «chiquitos»; los guaraníes conservaron la suya, según algún estudioso con mayor pureza que la que mantuvieron los del Paraguay y con la curiosa diferenciación de que no la agudizaban en el parlar los quichuas, curiosamente también en los valles subandinos, fueron poco a poco castellanizándose como en la generalidad del territorio. En Mojos, sucedió caso parecido al de Chiquitos, pues los misioneros también impusieron una lengua común en los diversos pueblos, no obstante sus diferencias primigenias.

Hubo, en tiempos, por necesidad o por afecto, un bilingüismo entre los habitantes del Oriente. Patronos hablaban lenguas y neófitos cortaban castellano. Poco a poco, y con más intensidad en este siglo, fue abandonándose la costumbre y la castellanización se generalizó. Poco se oye hablar guarayo y menos aún chiquitano o mojeño.

Costumbres, tradiciones y cultura. Ya se dijo, de pasada, que los pueblos indígenas de la región eran en parte sedentarios y en parte nómadas. Los más avanzados tenían ya una organización que los hacía vivir en pueblos, generalmente compuestos de unas cuantas casas comunes («tavas» entre los guaraníes), generalmente redondas y ligeramente abiertas por arriba. Sus muebles eran hamacas y tocos y sus armas arco y flechas, cerbatanas, macanas y a veces lanzas. Cazadores hábiles, en el monte obtenían la carne que necesitaban, aunque hay datos de que criaban gallinas y tenían perros. Pescadores, en las regiones fluviales, no usaban liña ni anzuelo, sino la flecha específica y la red apropiada; tal vez fue primitivamente indígena la costumbre del barbasco. Lo apoya la certidumbre de que, por conocimiento de la acción paralizante de ciertas hierbas, las usaban también en sus dardos emponzoñados. Cultivaban maíz, yuca y frejoles y cocinaban sus alimentos al fuego. Sabían hacer licores de ciertas frutas, de manera que bebían en sus fiestas, aunque fue la civilización la que, después, los hizo alcohólicos.

Creían en un ser supremo, Tumpa para los guaraníes, Tamoi para los chiquitanos y son interesantísimos los relatos de los misioneros que han recogido esos rudimentos religiosos. En algunos pueblos, tomaban a algún animal como su tótem. El conocimiento de esos libros -los primeros jesuitas, los franciscanos de la zona sur. Los exploradores de fines del XIX y comienzos de XX- sería de inmensa utilidad para nuestros jóvenes. Parece que creían en la inmortalidad del alma, pues no de otro modo se explica (como en cualquier otra cultura primitiva) la costumbre de enterrar sus muertos. Por lo general lo hacían en canastas especiales o, con menor frecuencia, en vasijas de cerámica. El cadáver adornado, era acompañado de armas, comidas, adornos, sobre todo si se trataba del individuo principal.

Territorios y guerras. Ya hemos delimitado, genéricamente, lo que consideramos el Oriente. Los diversos pueblos, y aun las parcialidades, tenían reconocidos sus territorios, generalmente cuidados para efectos de caza. Los chiriguanos ocupaban la zona del pie de la sierra de Aguaragüe hasta el río Grande por el Norte; allí mismo y en las planicies de Grigotá vivían los chanés, pacíficos y sometidos. La inmensidad de Chiquitos, entre el Grande y el Paraguay, y de Guarayos al Chaco, estaba poblada por pueblos arawacos. Los mismo Moxos. Los siervos del inca ocupaban los puntos altos de la sierra, en actitud defensiva, o preparando avances a la llanura. Pero es notable encontrar que tan lejos como los xarayes, por La Gaiba y el Pantanal, se encontraban artículos de plata y otros metales, que lógicamente debían provenir de contactos -pacíficos o no- con las gentes de la montaña adentro.

La principal guerra que se documenta en las crónicas de la conquista, pero anterior a ella, es la que mantenían chiriguanos y collas. Al parecer el empuje, la invasión o la fuerza se originaba en los de abajo, que venían moviéndose en el bosque, desde el otro lado del Paraguay, al Sudeste, a través de pueblos arawacos, hasta que encontraron la muralla de las sierras. Los nombres de Guacané y Condorillo se mentan en las crónicas del Padre Alcaya. El propio nombre común de chiriguano, parece ser el despectivo con que los quichuas los conocían («los que cagaron de frío» podría ser la traducción más o menos libre). Por ello, nunca el gentilicio fue aceptado por las gentes de Apiaguaiqui, su último caudillo.

Otra guerra -y ésta sí interminable a lo largo del período virreinal- fue la que sostuvo la misma «nación» contra los españoles. Primero fue la destrucción de varias fundaciones hispanas de mediados del XVI (Nueva Asunción, Nueva Rioja, San Francisco de Alfaro); luego el corte de comunicaciones casi permanente entre Santa Cruz la vieja y Charcas; después el dominio de la que en la cabecera de la Audiencia se dio en llamar «la Frontera» y los intentos para destrozarlo, que llevaron al Virrey Toledo a declarar formalmente la guerra a los chiriguanos, sin éxito por cierto. No debe olvidarse, en tal guerra, las constantes entradas que hacían los cruceños -ya en la ubicación definitiva- “para proteger misiones, capturar indios para el servicio o avanzar hacia el desierto» (otra denominación geográfica que se va perdiendo). Fue a finales del XIX cuando el levantamiento del Tumpa, que el gobierno ordenó el ataque final. Curuyuqui es una página triste. Miles de indios vencidos (aunque no convencidos) fueron degollados sin piedad por los soldados del Pachacha González. Lo que queda de ese pueblo, enemigo de los cruceños, pero valiente hasta el heroísmo, son escasos saldos casi completamente olvidados de sus tradiciones y sus gestas.

En otra región, en Moxos, un levantamiento, la «Guayochera», fue también hito cruel a comienzos del XIX. Las razones parecen diferentes, puesto que cercanos aún los tiempos casi idílicos de las Misiones, los comparaba el pueblo con los abusos de curas y corregidores. Se alzaron y, luego de algunos éxitos, fueron aplastados por la autoridad.

De modo rápido, sin pretensiones eruditas ni historiográficas, éste puede ser un resumen del tema señalado.

Ver más

Artículos relacionados

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Botón volver arriba