Fuente: Fundación Speiro
1. Introducción
«Lamennais el primero»
Lamennais es unánimemente reconocido como el padre del liberalismo católico; también los actuales movimientos llamados de «democracia cristiana» y más aún en sus sectores izquierdistas, le reconocen como su primer iniciador.
Porque, como ha notado Havard de la Montagne, la línea que trae su origen de Lamennais, pasando por los grandes liberales católicos del siglo XIX (Lacordaire, Montalembert, Dupanloup) y por los que militaron en la izquierda en tiempos del «Ralliement», conduce a través de «Le Sillon» a la actual democracia cristiana izquierdista. En estas apreciaciones coinciden con los adversarios los más iniciados secuaces del «cristianismo de izquierda»: los demócratas cristianos –ha dicho François Mauriac– no han tenido nunca otra misión sino la que Lamennais, el primero, había concebido, y ante la cual su fe falló…[1].
¿Derecha o izquierda?
La existencia de una línea que parte de Lamennais y conduce a las posiciones del actual progresismo e izquierdismo cristiano, aparece como problemática. Porque la mayoría de los llamados católicos liberales del siglo XIX fue en el aspecto «social» partidaria del capitalismo, y políticamente agrupada bajo la bandera del parlamentarismo monárquico de entronque doctrinario.
«Hay que escoger hoy día entre el catolicismo y el socialismo», proclamaba Montalembert en 1850[2]. El catolicismo liberal del siglo XIX puede definirse como entusiasta del constitucionalismo liberal de la burguesía moderada, pero sólo resignado a la democracia y decididamente opuesto al socialismo.
Agrupados después de 1848 en el «partido del orden», los católicos liberales se enfrentaron con los cristianos demócratas del movimiento de «L’Ere Nouvelle» de Ozanam, y en las décadas sucesivas los hallamos siempre en la derecha o en el centro-derecha. No parece pues haber una continuidad entre ellos y los «ralliés» izquierdistas o los demócratas cristianos de «Le Sillon». Los continuadores del liberalismo católico estarían en los que militaron en la derecha bajo el «Ralliement», es decir, en «L’Action Libérale Populaire», de Jacques Piou, acusada por los demócratas cristianos de no ser sino la continuadora de la «Union Conservatrice». Según esto, la actitud de los grandes liberales católicos del siglo XIX sería el precedente de las tendencias centro-derechistas en la actual democracia cristiana.
La adaptación al siglo
La complejidad de la línea señalada por Harvard de la Montagne obliga a plantear la cuestión fundamental sobre la existencia de una conexión entre las diversas fases y actitudes opuestas de los movimientos que han pretendido hacer derivar del cristianismo un contenido cultural y político liberal, democrático, revolucionario, socializante o progresista. En el sentido, y con las precisiones que habrá ocasión de formular, afirmamos que esta unidad existe. La corriente a que aludimos ha tenido siempre un carácter fundamental y común: la adaptación al siglo, la conciliación con «lo moderno». Georges Weil, queriendo mostrar la continuidad entre el liberalismo católico, la democracia cristiana y el modernismo teológico, escribe: «Se trata de devolver a la Iglesia su influencia, reconciliándola con la sociedad moderna, y esta conciliación debe hacerse tanto en la ciencia como en la política»[3].
Esta fórmula, muy antigua, se halla casi literalmente en cuantos han participado de esta corriente que inició Lamennais: en esta «adaptación» coinciden socialistas y antisocialistas, demócratas por entusiasmo o por resignación. Fue también esta fórmula la que empleó Pío IX al condenar el catolicismo liberal: «el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse con el Progreso, con el Liberalismo y con la Civilización moderna».
¿Intransigencia o adaptación?
Se ha dicho que «Lamennais no era un liberal, sino un revolucionario»[4], y es que su modo de ser era antitético a la conciliación y a la intransigencia. Como ha dicho Goyau: «Un souffle d’intransigeance avait animé les revendications libérales de l’Avenir»[5]. Para comprender a Lamennais como patriarca del liberalismo católico, y explicar cómo su radical actitud pudo servir a los pocos años para justificar la transigencia de los católicos ante la burguesía liberal, hay que esforzarse en penetrar el sentido del juicio formulado por Goyau. La caracterización histórica de esta «intransigencia» que impulsa a la «adaptación» explica la unidad íntima de aquel movimiento, siempre oscilante entre la izquierda y la derecha, en una evolución en torno a un centro cada vez más débilmente fijado frente al progreso de la revolución.
¿Los extremos se tocan?
El liberalismo de Lamennais era democrático e izquierdista. Los liberales católicos de mediados de siglo pasado, situados en la posición de «justo medio» –la única que en el curso de toda su vida había sido para Lamennais objeto de violenta antipatía– y deseosos de liberar su programa «conciliador» del catolicismo con las libertades modernas, del recuerdo de la condenación por Gregorio XVI, solían aludir a Lamennais con el tópico característico de los «moderados»: los extremos se tocan.
Es decir, argüían que el programa de L’Avenir no había sido condenado por la Iglesia sino por las exageraciones de un hombre que había sido, antes de 1830, el más ardiente propugnador del absolutismo político, del ultramontanismo teocrático y de la filosofía tradicionalista más extrema.
El argumento era peligroso para los católicos «intransigentes» por cuanto estos mismos reconocían en Lamennais el iniciador del movimiento ultramontano expresado en L’Univers. Así, Luis Veuillot, al definirse en 1870 por el Concilio Vaticano el dogma de la infalibilidad pontificia, evocaba a Lamennais como el que había plantado el árbol cuyos frutos se recogían entonces en aquel acto del concilio ecuménico[6].
El brusco salto que al parecer dio Lamennais, aún antes de su apostasía, plantea pues un problema grave. El misterio del Lamennais católico se nos muestra en su complejidad si recordamos que el nombre del «primer Lamennais» suena siempre junto a los de De Maistre y Bonald, mientras que el del segundo se nos presenta en continuidad con los Marc Sagnier y los actuales cristianos izquierdistas y progresistas.
El método de aludir al tópico de que los «extremos se tocan» ofrecía para los liberales católicos la ventaja de desplazar la antipatía hacia el ultramontanismo y el tradicionalismo filosófico y político. Maritain, con táctica análoga, ha insistido en que el error central de Lamennais, que le condujo a la apostasía de la fe católica, no fue el liberalismo, sino una concepción terrestre del cristianismo. Se desplaza así ventajosamente el punto de discusión, buscando el error anticristiano de Lamennais precisamente en la concepción apologética y filosófica de su primera época, cuando era tenido por los ultramontanos contrarrevolucionarios como el más profundo y vigoroso de los apologistas católicos.
Respondiendo a Maritain, ha argüido con razón Meinvielle que el juicio de Gregorio XVI en la Mirari vos se refería precisamente a las doctrinas sintetizadas en el lema «Dieu et Liberté». Pero Meinvielle, aunque reconoce que el error naturalista condicionó el pensamiento de Lamennais durante toda su vida, ha insistido excesivamente en la separación de las distintas épocas[7]. Hay que atacar de frente el problema que plantea la sucesión en la vida de Lamennais de las más opuestas posiciones.
El romanticismo en la génesis del catolicismo liberal
No hay ilación objetiva alguna entre el ultramontanismo y las doctrinas e ideales del catolicismo liberal. La hay, en cambio, entre el sistema filosófico de la «Raison générale», cimiento sobre el cual edificó Lamennais su extraño ultramontanismo pseudosobrenaturalista y pseudoteocrático, y la ideología expresada más tarde en L’Avenir.
La conexión es patente, sobre todo desde el punto de vista psicológico y cultural. El estudio del ambiente en que se formó Lamennais y que condicionó el desarrollo y la eficacia de su acción, hace ver que el romanticismo fue el elemento cultural y el ambiente que determinó sus tendencias y orientaciones, su visión del mundo y de la historia.
Por haber vivido inmerso total e íntimamente en este ambiente romántico ocurrió que en él «los extremos se tocaron». Por esto resultó, en su caso, verdadero, lo que no es sino una «contra-verdad» cara a la mente romántica.
Afirmamos pues que el romanticismo fue el elemento cultural y socialmente constitutivo del catolicismo liberal, que explica su génesis y evolución sucesiva, y a la vez pone en conexión sus más diversas y opuestas actitudes.
El romanticismo dio a Lamennais una como naturalidad con el espíritu que impulsa el movimiento histórico de la sociedad contemporánea, y por él se explica la increíble paradoja de que su extraña intransigencia pseudoteocrática le impulsara a las más audaces alianzas con la revolución moderna. Así se comprende también que en el catolicismo liberal hay mucho más que una pura táctica y actuación política. Se trata de un nuevo espíritu que es uno de los frutos más característicos de la visión del mundo y la actitud ante la vida de la generación romántica de 1830.
2. El catolicismo ante la Restauración y la Santa Alianza
La complejidad de la situación europea en 1814 se hace patente a la luz de estos datos: el Tratado propiamente llamado de la Santa Alianza, debido a la iniciativa del zar Alejandro I de Rusia, era objeto de burla por parte de Metternich y severamente condenado por José de Maistre.
En el uso común el nombre de Santa Alianza evoca la política del Congreso de Viena, y del «sistema Metternich», es decir: una actuación reaccionaria, inspirada en las tradiciones del equilibrio europeo. El ideal que inspiraba al zar filántropo y «jacobino», al proponer el texto del místico tratado, era, por el contrario, fruto de una formación rousoniana y expresión de los ensueños iluminados del «cristianismo trascendental» y esotérico, heredero de las más misteriosas corrientes teosóficas y cabalistas[8].
Este cristianismo revolucionario, que inspiró también el movimiento alemán del «Tugenbund», constituía una parte importante de la vertiente revolucionaria del movimiento europeo antinapoleónico.
Los apologistas contrarrevolucionarios conocidos con el nombre de tradicionalistas franceses resultan con frecuencia de difícil caracterización en su tendencia, no solo por la real complejidad de su época, sino también por las deformaciones del punto de vista con que los historiadores los enjuician; deformaciones que no son sino la continuación del enfoque romántico que ya entonces era causa de las más paradójicas confusiones.
Así Goerres pretendía que, pues la revolución en Alemania había sido la obra de los soberanos aliados con el imperio napoleónico, y los tratados de Viena no habían hecho sino ratificarla, debía concluirse que la burguesía liberal alemana reivindicando las antiguas libertades históricas, junto con la unidad alemana, defendía en realidad la historia secular frente a las innovaciones jacobinas: «entre nosotros –dice– los partidarios del despotismo se sirven de las formas y de los actos del jacobinismo, mientras que los amigos de la l i b e rtad defienden en parte los principios de los ultras franceses»[9].
He aquí un juicio típico de la deformación a que aludimos. Pero la singular genialidad de este tipo de juicios consiste precisamente en que tienen virtualidad para difundir en el ambiente la misma tendencia deformadora de que nacen. Entre 1815 y 1830 tales juicios fueron cada vez más frecuentes y terminaron por hacer verdadero, en el plano del pensamiento tradicionalista romántico, aquella inversión de valores. La tradición continuaba viviendo, a pesar de los profundos cambios sociales y era la más rotunda antítesis de la revolución. Mientras que cierto «tradicionalismo», en la escuela lamennesiana y en la mentalidad de algunos dirigentes políticos había tomado ya un matiz antitético nuevo, liberalizante y revolucionario.
El tradicionalismo francés surge como expresión de los ideales, no ya de legitimismo, heredero transigente del espíritu clásico y del antiguo régimen, sino del ultrarrealismo, supervivencia de la Francia antigua en sus ideales cristianos. Pero no se comprende la evolución ulterior de esta corriente de pensamiento sin tener en cuenta la conexión íntima que la une con el intento apologético que aspira a hacer de nuevo presente en la sociedad y en la cultura al «catolicismo» y al «cristianismo».
Conviene darse cuenta de que sólo desde entonces estos términos comenzaron a ser de uso frecuente. Se nombró así como una «ideología» o «mentalidad», como una «cultura» o «ambiente social», algo que desborda y supera tales medidas. Ha notado Pío XII que la expresión catolicismo no es a la Iglesia misma habitual ni plenamente adecuada, «porque la Iglesia – añade – es mucho más que un sistema ideológico: es una realidad»[10].
Íntimamente relacionada con los inicios del movimiento católico moderno[11], la apologética de los tiempos de la restauración se encontró expuesta por los factores del ambiente a perder de vista esta «realidad» y desconocer su verdadera naturaleza y misión. Tendía de una parte a reducirla a un problema de restauración de la sociedad política, y por otra parte a dejarse impregnar por el impulso romántico en unos tiempos en que, después de la fatiga de un siglo pseudoclásico, el «catolicismo» tenía a su favor todo cuanto tendía a exaltar el sentimiento, el instinto, la vida… por esto pudo contagiarse en Lamennais la visión del mundo regida por la fe católica de los elementos más íntimamente naturalistas de una mentalidad rusoniana.
3. Tradicionalismo y ultramontanismo en los apologistas contrarrevolucionarios bajo la Restauración
Tradicionalismo y ultramontanismo constituyen los elementos fundamentales de la ideología de una escuela de influencia amplísima y duradera en el catolicismo a lo largo del siglo XIX y del actual, escuela que tomó, en Francia, y por la labor de la apologética católica contrarrevolucionaria, su fisonomía propia.
En su origen y en la primera fase de su desenvolvimiento el catolicismo liberal aparece integrado en esta corriente.
El sentido profundo de la evolución que tuvo en Lamennais su más genial intérprete se explica atendiendo a las circunstancias de la época, que dieron un especial matiz a elementos procedentes de una corriente ya secular mucho más vasta y amplia.
El nombre de «ultramontanos» se había aplicado, por parte de los «galicanos» a los teólogos y canonistas partidarios de la plenitud de poder y magisterio infalible del pontificado romano. Pero, sobre todo desde principios del siglo XVII, había ocupado también un plano preferente de atención el problema de las relaciones entre la potestad eclesiástica y los poderes civiles. En este aspecto el ultramontanismo se había configurado característicamente en las polémicas que el Cardenal Belarmino y nuestro Suárez sostuvieron con el rey Jacobo de Inglaterra. De este modo la oposición entre las escuelas ultramontana y galicana consistía en que mientras los galicanos negaban toda potestad, aun la indirecta, de los pontífices, sobre el poder de los reyes, y afirmaban el origen divino inmediato del poder civil; los ultramontanos, por el contrario, para mejor defender el poder indirecto de la Iglesia, y su facultad para juzgar y deponer a los reyes y desligar a sus súbditos del juramento de fidelidad, solían enseñar el origen «mediato» del poder civil, que era comunicado a los reyes mediante la elección humana.
Es claro que esta tradicional polémica se prestaba a las deformadoras y revolucionarias interpretaciones que estuvieron en la raíz del naciente liberalismo católico.
Otro factor que había de contribuir mucho a la evolución liberal del ultramontanismo y tradicionalismo es sin duda el deficiente sistema de pensamiento filosófico, cuyas deficiencias alcanzaban incluso al terreno teológico, que es conocido precisamente con el nombre de filosofía tradicionalista.
Así, en Bonald, eminente iniciador del tradicionalismo político contrarrevolucionario, encontramos un modo de concebir las relaciones entre la inteligencia humana y la vida social, que no solo niega toda actividad y luz propia a la mente individual, sino que viene a confundir el orden de la revelación divina con el de la comunicación natural del lenguaje, por la que, según él, es el hombre constituido como ser social e inteligente: «la religión revelada es tan natural como la religión llamada natural; pero ésta es revelada por la palabra y es natural a los hombres en sociedad de familia primitiva, y la otra es revelada por la Escritura y es natural a los hombres formando nación»[12].
No es de extrañar así que el sistema filosófico de Bonald haya sido rechazado unánimemente por los autores escolásticos e incluso por ultramontanos lamennesianos como Rorrbacher que reconoció que Bonald profesa inconscientemente las doctrinas de Bayo acerca de la naturaleza y la gracia.
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Bonald fue acusado de galicanismo por parte de los ultramontanos, especialmente belgas. No era ciertamente galicano, y el sentido de esta acusación se explica por las circunstancias del ambiente que tendían a contraponer ultramontanismo y galicanismo en un plano político. La misma exaltación del sentimiento monárquico de una parte y el recuerdo del Concordato napoleónico, no grato a la lealtad contrarrevolucionaria y legitimista, fueron causa del resurgimiento del galicanismo entre los legitimistas y los ultrarrealistas franceses. Por otra parte, a medida que la hostilidad antigalicana de los ultramontanos iba insistiendo cada vez más, como tesis características del ultramontanismo, en el origen popular del poder y en la legitimidad del derecho de resistencia, ocurrió que la acusación de galicanismo fue dirigida contra los defensores de la monarquía y de la autoridad.
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Junto al nombre de Bonald aparece siempre el de De Maistre. Su aportación característica como apologista contrarrevolucionario a la formación de la corriente que estudiamos, es precisamente la de haber centrado la campaña contra la revolución en una insistente propaganda «romanista»: De Maistre es el apologista del Papado. Y sin embargo, en revelador contraste con Lamennais, el ultramontanismo de De Maistre tiende a defender la autoridad, no sólo en la Iglesia sino también en el orden político. De Maistre se resiste, como confiesa él mismo, a señalar un caso legitimo de insurrección[13]. Para él el protestantismo alienta la revolución y la anarquía, el catolicismo es en cambio sostén de la autoridad.
Es decir, que, como el mismo Bonald, es De Maistre políticamente un defensor del ultrarrealismo contrarrevolucionario. Y sin embargo conviene notar, para comprender la actitud ulterior de la escuela lamennesiana, que el «papismo» de De Maistre no logró durante los años de la Restauración francesa una influencia extensa y profunda en los ambientes del ultrarrealismo y del legitimismo francés.
4. Lamennais y la escuela lamennesiana: el ultramontanismo intransigente
Desde 1817, con la publicación del primer volumen de Essai sur l’indifférence en matière de religion, Félicité de Lamennais, sacerdote, hijo de Bretaña, había pasado a la primera línea de vanguardia de la apologética católica.
Colaborador de Chateaubriand y de Bonald en los órganos del ultrarrealismo, Lamennais iba a expresar, con pasión inigualada, el resentimiento rural y provinciano ante la transigencia de los Borbones, y el espíritu liberal y claudicante de gran parte de la alta nobleza del antiguo régimen.
En 1820 publicaba Lamennais el segundo volumen del «Essai». Es una obra realizada con intensa preocupación social y política, y que en la conciencia de Lamennais tenía una importancia paralela y antitética a la que representó en el pensamiento francés y europeo la obra de Descartes. Frente al individualismo del criterio cartesiano de evidencia, Lamennais establece como el único método cierto y universal, «porque no es sino el método de la sociedad universal y católica», su sistema filosófico destructor de toda evidencia intelectual, y para el cual sólo el testimonio infalible de la razón del género humano pone al hombre en la posesión cierta de la verdad.
Es notable advertir como este sistema de la «razón general» o del «consentimiento universal» del género humano, que iba a predominar durante muchos años en la escuela ultramontana intransigente es solo en apariencia sobrenaturalista y teocrático. En el fondo el sistema que, después de negar a la razón individual toda aptitud para la verdad cierta, buscaba el testimonio de la verdad divina en la infalibilidad del género humano implicaba el más craso naturalismo:
«Antes de Jesucristo –escribe Lamennais– el cristianismo era la razón general manifestada por el testimonio del género humano. El cristianismo después de Jesucristo, desarrollo natural de la inteligencia, es la razón general manifestada por el testimonio de la Iglesia. Estos dos testimonios no se contradicen…»[14].
Lamennais prueba la existencia de la «revelación primitiva», fundándose en que Dios creó al hombre «con todo lo necesario para perpetuarse y conservarse como ser inteligente; le revela las relaciones que median entre el hombre y Dios, y entre el hombre y sus semejantes… porque sólo en sociedad puede vivir. He aquí la razón de esta profunda palabra del Evangelio: Buscad primero al reino de Dios, y su justicia… el reino de Dios es la sociedad de las inteligencias…»[15].
Es patente la deformación naturalista del lenguaje lamennesiano. Un naturalismo no inspirado en la «autonomía» de lo humano y en el optimismo sobre la razón individual, antes por el contrario inspirado en un tipo de pesimismo derivado de Bayo y Jansenio, y por lo mismo perteneciente no a la corriente espiritual del Renacimiento y del racionalismo, sino a la del calvinismo puritano.
En torno a la filosofía de Lamennais se levantó una durísima polémica. En los ambientes eclesiásticos de la Restauración predominaba, como consecuencia de las simpatías galicanas y de la admiración por el siglo de Luis XIV, un cartesianismo ante el que Lamennais sentía la más violenta antipatía.
Esta polémica fue pues una de las razones de que se definiera cada vez más en la conciencia de Lamennais como su «adversario» el espíritu característico de los legitimistas galicanos.
Otro de los aspectos que enfrentó a la escuela lamennessiana contra los legitimistas de la derecha, y contra el episcopado aliado al trono de Carlos X, fue la cuestión de la enseñanza. La Restauración, mantenía el monopolio universitario que había sido obra del Imperio. Los «moderados» esfuerzos de Villele y de su ministro el Obispo Fraysinous para suavizar en algo el sectarismo de la enseñanza oficial, no satisfacían de ningún modo a Lamennais, que incluso juzgaba todos los gestos de acercamiento y protección a la Iglesia por parte de la derecha legitimista, como un intento de esclavizarla con las opresoras trabas del galicanismo.
De este modo la campaña lamennesiana contra la Universidad fue, a la vez que el primer caso en que el ideal de la «libertad de enseñanza» fue factor de acercamiento entre los católicos y los liberales, una de las razones más profundas que exacerbó la intransigente hostilidad de los ultramontanos ante la ineficaz garantía que para la Iglesia representaba su alianza con el trono.
De este modo a medida que se exacerbaba el carácter intransigente del ultramontanismo lamennesiano se preparaba más y más la evolución de que había de nacer el catolicismo liberal.
5. Evolución y crisis del ultramontanismo: la génesis del catolicismo liberal
En los últimos años de la Restauración, las energías espirituales de Lamennais se polarizaron cada vez más en la dirección a que las orientaba el resentimiento contra su «adversario».
Este «adversario» se concretaba y definía con creciente relieve: Campaña contra la Universidad y contra el episcopado galicano, violento anticartesianismo, odio y desprecio hacia Bonuet, acerba crítica de los Borbones y del legitimismo cortesano, hostilidad al liberalismo y al racionalismo, crítica del justo medio y de la moderación de la derecha legitimista… el apologista bretón luchaba siempre contra la Francia clásica, «racionalista», la Francia del siglo de Luis XIV, la de la política borbónica, de inspiración laica en Europa y opresora de la libertad de la Iglesia.
Bien pronto convirtió Lamennais en fermento revolucionario, bajo el impulso enfermizo de su trágico resentimiento ejemplarmente romántico, una corriente que brotaba en su autenticidad de las más puras e incontaminadas fuentes del espíritu cristiano de la vieja Francia.
Muchos historiadores partidarios del liberalismo católico presentan como coherente la evolución que llevó a Lamennais a propugnar los ideales resumidos en el lema «Dios y Libertad» como una consecuencia de la doctrina ultramontana. Así escribe Boutard: «Lamennais se separó de la monarquía y se hizo demócrata, a fuerza de ser ultramontano»[16].
Pero en realidad se había separado ya de la monarquía cuando su ultramontanismo empezó a tomar la nueva fisonomía. Todavía en 1818 declaraba profesar tanto como cualquiera el primero de los artículos de la Declaración Galicana de 1682[17]. El ultramontanismo lamennesiano sólo después de las polémicas en torno a su sistema filosófico que le enfrentaron violentamente con los ambientes eclesiásticos galicanos, fue tomando su violento carácter de teocracia antimonárquica.
Al publicar en 1823 su obra sobre la Religión en sus re l a c i o – nes con el orden político y civil, Lamennais tiene ya como preocupación fundamental el combatir al galicanismo, mucho más que al liberalismo y a la re v o l u c i ó n. Desde el punto de vista liberal también es esta evolución justificada por la experiencia de la impopularidad que a la Iglesia acarreaba su alianza con el Trono. No obstante, Mourre ha planteado con agudeza la cuestión: «¿Se necesitaba de la protección real para hacer impopular a la Iglesia? El enemigo para los hijos de Voltaire era mucho menos el rey que el «Infame»… Hacia 1825 se soñaba mucho en una monarquía «constitucional», y de ningún modo en una democracia cristiana»[18].
En la mente de Lamennais se iniciaba en cambio por entonces la desenfocada visión romántica de atribuir el carác – ter anticristiano de la revolución a las «comprometedoras alianzas» que impedían a la Iglesia disponerse a los «inevitables cambios». He aquí el lenguaje que empleaba en una memoria confidencial enviada en 1827 al Papa León XII: «¿Conviene que los pueblos que buscan una libertad razonable en sí misma, pero que desviados por guías perversos la buscan locamente porque la buscan fuera del cristianismo y de la Iglesia, continúen encontrando un pretexto para alejarse de ella, considerándola como la aliada natural de todo género de despotismo? ¿Sería prudente ligar o parecer ligar indisolublemente la causa de la Iglesia con la de los Gobiernos…?»[19].
Estas ideas inspiraron la obra que en 1829 publicó Lamennais titulada Des progrès de la Révolution et de la guerre contre l’Église. En ella el adversario es más que nunca el galicanismo y la monarquía. La revolución por el contrario y el liberalismo son en el fondo como proféticamente cantados. Es que Lamennais tiene ya una nueva visión antitética a la de su antiliberalismo «ultra» de anteriores momentos. Dudon formula la contraposición entre su actitud y la de la Nunciatura de la Santa Sede diciendo que ésta quería oponerse al liberalismo revolucionario, sostener a la monarquía y contemporizar con los galicanos; mientras que Lamennais quería ya combatir a los galicanos, y derribar la monarquía, aliándose con el liberalismo revolucionario. Lamennais encontraba un camino para evadirse al sombrío pesimismo de su implacable intransigencia. Esta se «quebraba» por el resentimiento y la amargura de su espíritu. Con una frase que revela la esperanza de encontrar los aliados eficaces contra su adversario de siempre, escribía en 1829: «Se tiembla ante el liberalismo, hacedlo católico y la sociedad renacerá». Y en su urgencia conciliadora se convenció pronto de que para hacer católico al liberalismo no se requería sino liberalizar al catolicismo.
6. Nueva táctica y nuevo espíritu: el «unionismo» belga y el programa de «l’Avenir»
En el medio siglo siguiente al año 1830, las fórmulas clásicas del liberalismo católico «Dios y Libertad», «La Iglesia libre en el Estado libre», «La Iglesia en el Derecho común», fueron con mucha frecuencia sinónimas de estas otras de tipo más concreto y existencial: «La Libertad como en Bélgica». Los redactores de L’Avenir escribían con resuelta confianza en medio de la violenta polémica suscitada por sus ideas: «Apelamos a nuestros hermanos de Bélgica, de Irlanda, de los Estados Unidos de América»[20].
La revolución belga de 1830 es un momento decisivo de la evolución y vigencia práctica del catolicismo liberal.
Los grandes dirigentes católicos del movimiento fueron todos entusiastas lamennesianos. El tradicionalismo político y filosófico de Bonald, el ultramontanismo y la crítica de las tradiciones galicanas de José De Maistre, la filosofía de la razón general y el teocrático ultramontanismo de Lamennais, había n sido fuentes primordiales de su formación. En la restaurada Universidad de Lovaina la filosofía tradicionalista había de predominar durante largas décadas. Y en ocasión del Concilio Vaticano se vio a la cabeza del movimiento favorable a la definición de la infalibilidad pontificia al Arzobispo de Malinas, Deschamps, discípulo de Lamennais y hermano del célebre dirigente político de 1830.
El catolicismo liberal belga se desarrolla por lo tanto en el seno de una corriente ultramontana, y a partir de unos presupuestos doctrinales y de un ambiente nacional de arraigo al parecer puramente tradicionalista.
Por estos datos se ve claro cuán grave es el problema que debemos plantearnos. Para formularlo citemos las palabras con que Henri Haag lo plantea, a la vez que da al mismo una solución que es precisamente contradictoria con la que sostenemos en este trabajo.
«El catolicismo liberal o unionismo –escribe– es presentado generalmente como una renovación del pensamiento político de los católicos belgas…, creemos, por el contrario, primero que el catolicismo liberal no es un sistema, sino una táctica. Segundo, que esta táctica es variable y que el sistema político de los católicos (tradicionalismo y ultramontanismo) no cambia… Tercero, el catolicismo liberal en Bélgica tiene su fuente en el «vouloir vivre» del grupo católico[21].
Haag aduce, para probar su tesis, los precedentes belgas del tradicionalismo, anteriores a la propia influencia de los apologistas contrarrevolucionarios franceses. De acuerdo con las doctrinas de la escuela ultramontana, los adversarios belgas de la revolución francesa lo fueron también de José II, y defendieron unánimemente la revolución brabanzona de 1790. Sus doctrinas sobre el origen y los límites del poder y sobre la legitimidad de la insurrección, en el caso de que los gobernantes intentasen infringir las leyes fundamentales y tradicionales de un pueblo, les muestran como los herederos de la secular tradición ultramontana.
La generación posterior, que recibe ya la influencia de Bonald de De Maistre, representada principalmente por Merode, continúa en la misma línea, y ya desde 1817, se enfrenta, en nombre del ultramontanismo, con las doctrinas que le parecen excesivamente monárquicas y autoritarias de Bonald. De estos datos deduce Haag que los ultramontanos belgas no se apartaban del tradicionalismo político característico de su escuela al incorporarse a la revolución de 1830. La nueva táctica unionista habría sido impuesta por las circunstancias y por la necesidad de librar a su patria de la dominación holandesa, sin que por otra parte se diese una verdadera evolución en la tendencia política de los dirigentes conservadores belgas.
Podemos notar, sin embargo, que en los propios textos aludidos por Haag aparece precisamente una nueva matización, totalmente antitética, de fórmulas aparentemente idénticas. El aspecto más típico de este nuevo tono y matiz consiste en que, no sólo se mantiene e intensifica el tradicional antigalicanismo belga, sino que se presenta a la revolución francesa como una reacción antigalicana. Nos parece patente que este uso liberalizante de los tópicos antigalicanos es máximamente representativo de la deformación a que el romanticismo expone a las actitudes e ideas políticas. En el singular diálogo apologético se había empezado por defender las «libertades históricas» y las «leyes antiguas», y por vindicar para la Iglesia católica la gloria de haber sido la verdadera defensora de la libertad de los pueblos, mientras se atacaba al jacobinismo de despótico y absolutista… pero sutiles matices se insinuaban y daban a las mismas expresiones los más antitéticos sentidos. Resultaba verdadero que los «ultras» y los «liberales revolucionarios» luchaban por la misma causa. El Romanticismo como ambiente colectivo posibilita esta desconcertante efectividad revolucionaria de «slogans» tradicionalistas extrañamente matizados.
7. Liberalismo y romanticismo. El romanticismo en la génesis del catolicismo liberal
En 1830, Víctor Hugo, en el célebre prefacio del «Hernani», definía el romanticismo como «el liberalismo en literatura». El romanticismo es desde luego indefinible, puesto que es un ambiente colectivo, que condicionó particulares modos y matices en la visión del mundo, característica de ciertas sociedades humanas en un momento histórico determinado.
En la mentalidad romántica, sin embargo, es posible ver una manifestación de actitudes vitales y espirituales de vigencia secular. Y conviene notar que en definitiva el romanticismo es uno; si se puede hablar de un romanticismo literario, social, político, etc., es porque todo el conjunto de las actividades humanas estuvo influido o modificado por el Romanticismo.
En Francia y en el mundo latino el romanticismo triunfa sobre todo a partir de 1830, en los años del reinado de la burguesía. Aquel año es el de la eclosión de grandes esperanzas: los hombres creían liberarse de seculares tradiciones de tiranía y estancamiento. El lirismo esperanzado y profético que canta la «emoción de los nuevos tiempos», tuvo en Lamennais una de sus más resonantes exaltaciones proféticas.
Lamennais había progresivamente opuesto el ultramontanismo al ultrarrealismo. Si consideramos los matices de su evolución y las circunstancias sociales que la condicionaron, es imposible caer en la confusión de quienes creen sincera y coherente la evolución liberal del catolicismo ultramontano.
La restauración vivía en definitiva por una coincidencia momentánea de los intereses de la burguesía liberal. Lamennais, teóricamente intransigente frente a las concesiones liberales de los Borbones restaurados, terminó en definitiva por integrarse en la corriente de la época y por connaturalizarse con la corriente del siglo. El catolicismo liberal no se explica, pues, por una profundización audaz en el ideal ultramontano, sino por un contagio del espíritu de la época, posibilitado por las sutiles divagaciones en que se desarrollaba el diálogo entre los efusivamente locuaces hombres de la generación romántica.
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La política romántica es característicamente oratoria. El mismo tópico que presenta el romanticismo como una rebeldía individualista, participa de este tono de los discursos románticos. En el fondo la generación romántica no vive un momento de plenitud sino de crisis, crisis cultural y social por la que las declamaciones de la literatura política de la época contra las «viejas formas sociales», contra el despotismo, contra los prejuicios, parecen expresar el resentimiento de una burguesía no plenamente convencida de la superioridad de sus valores característicos: «la cultura, el progreso, la libertad», sobre los de la sociedad antigua.
Como efecto de esta misma crisis, el individualismo romántico se caracteriza también por la búsqueda de un apoyo «liberador», que justifique con un contenido trascendente el necesario y deseado diálogo amistoso entre los hombres. El individualismo romántico se refugia en los tópicos y las abstracciones, como el «pueblo», la «nación», el «progreso» y la «libertad». Por el carácter mítico de tales conceptos, se explica que los cristianos románticos los equiparasen a Dios mismo en su sentimiento de servicio y de culto. De aquí las desgarradoras antinomias y los entusiastas y fervorosos empeños «armonizadores» entre Dios y la Libertad, el Catolicismo y la Cultura.
Y ello es así porque el romanticismo tendía en lo religioso a cierto «inmediatismo» de lo divino, que en los casos extremos conducía a un humanitarismo panteísta.
En Lammenais se encuentran precisamente tales rasgos del modo más profundo y definido.
Es notable, desde este punto de vista, advertir la casi literal coincidencia entre las ideas centrales del sistema filosófico lamennesiano y los caracteres con que Max Scheler define una actitud intelectual resentida: «Universalmente humano –escribe Scheler– es una palabra a cuyo significado se asocia un valor supremo. Pero psicológicamente no se descubre en ella más que odio y negativismo contra toda forma positiva de toda vida y cultura»[22].
Lamennais era íntimamente romántico y su sistema de la «razón general» tiene el sello inconfundible de este «inmediatismo de lo divino». En su visión inmanente y naturalista de la religión, el Reino de Dios, «la sociedad de los espíritus», perdía su horizonte eterno para identificarse con una «teocracia» cuya ley íntima era el perfeccionamiento progresivo de la humanidad, la liberación del espíritu humano.
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El pensamiento lamennesiano, con un rasgo común a otras muchas corrientes románticas, es también un «espiritualismo exagerado».
Es ésta la razón por la que Lamennais escribía en L’Avenir: «El principio de vida y de orden es la separación absoluta de la inteligencia y de todo lo que es su manifestación de la fuerza de que el Estado es depositario[…]. Todo poder que no separa completamente su acción de la del imperio del pensamiento; que tiende a interponerse en cualquier grado entre los espíritus para perturbar su mutua comu – nicación, se destruye a sí mismo en igual medida»[23].
Es éste un texto decisivo para la comprensión de la tendencia y del significado profundo del liberalismo católico. Se sutiliza a veces la cuestión con las distinciones entre «la tesis» abstracta y la «hipótesis» que hace necesaria la fórmula de «la Iglesia en el derecho común» para su vida en el mundo moderno. Pero en el fondo lo que late en la tendencia católico-liberal no es tanto un olvido de la verdad y de la obligatoriedad del «catolicismo», cuanto una desorientada y confusa visión de la naturaleza del hombre y de su vida social.
También Lamennais justificaba la separación entre la Iglesia y el Estado por las condiciones de la sociedad moderna. No afirmaba ni mucho menos que la pluralidad de confesiones religiosas fuese un bien. Lo característico de su visión era precisamente la de creer conveniente y favorable para el progreso de la fe en el mundo moderno, una situación derivada de la ascensión a la madurez de la humanidad ya adulta: «Debe verse en la revolución de julio, no un hecho aislado […] sino la continuación de un gran movimiento, que desde las regiones del pensamiento, se propaga en el mundo político hacia el 1789 […]. Ese movimiento parte de Dios, tiene su principio indestructible en la ley primera y fundamental, en cuya virtud la humanidad tiende a desprenderse progresivamente de las ataduras de la infancia; el espíritu se desarrolla […] y la idea del derecho se separa más netamente de la idea de la fuerza»[24].
Ducatillon resume, pues, acertadamente el pensamiento lamennesiano al decir que, según el profeta de L’Avenir, «la marcha del mundo hacía la realización de la libertad coincide con la realización cristiana del Reino de Dios[25]. La Iglesia se rejuvenecería ella misma sólo si asumía, como órgano y expresión de la infalible razón del género humano, del consentimiento universal de los pueblos, la tarea divina de la Revolución.
«L’Avenir –explica Lamennais mismo– se proponía todavía defender a la institución católica languideciente y perseguida… pensaba que debía extender sus raíces casi secas en, el seno de la humanidad misma para sacar nuevamente de ella la savia que le faltaba, y que uniendo su causa a la de los pueblos, podría recobrar su vigor extinguido»[26].
El Pontificado había sido para Lamennais el mito en que aspiró a concretar la presencia de Dios en la progresiva sociedad de los espíritus. Pero el Pontificado no emprendió la Cruzada purificadora y liberadora frente a la tiranía. Al ver que no se adoptaba su programa liberador y purificador, Lamennais consumó su crisis y se convirtió en el profeta de un «nuevo cristianismo».
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La intransigencia de Lamennais, producto típico del romanticismo, le connaturalizaba respecto al impulso central del liberalismo revolucionario en la Europa de la Restauración. Su sentido «liberador» y «purificador» hacía coincidir su tendencia con lo más profundo de la corriente revolucionaria europea. Porque con el veneno roussoniano y el espíritu ginebrino de Madame Staël se había inoculado en la burguesía liberal un rasgo de secular raigambre puritana: la necesidad de indignación moral.
La visión del mundo y las valoraciones históricas, sociales y políticas del hombre romántico están siempre impregnadas de un sabor y tono moralizante y purificador. El escenario histórico se presenta como una lucha entre «buenos» y «malos». Los «malos», para los liberales que formaban la oposición a la monarquía de Carlos X y para Lamennais, eran la nobleza legitimista y el sacerdocio aliado del trono.
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Dado el carácter íntimamente romántico de Lamennais, se comprende cómo repercutieron en él las influencias de un ambiente que cada vez más se llenaba de tópicos y consignas a las que un común tono efusivo, resentido, purificador, liberador y conciliador, hacía converger hacia el desbordamiento de 1830. Eran los llamamientos que ofrecían a los católicos la garantía de «la libertad para todos», las invitaciones a un abrazo entre quienes estaban todavía alejados; las exhortaciones a «un espíritu nuevo adecuado a los tiempos nuevos».
En este ambiente repercutían sobre Lamennais las influencias de los más célebres representantes de la lírica romántica: Víctor Hugo, Alfred de Vigny y sobre todo Lamartine; las nuevas ideas de la nobleza legitimista liberal agrupada en el primer Correspondant y en Revue Européenne, las actitudes de conciliación entre «la Fe y la Ciencia» que preocupaban a los dirigentes del movimiento católico alemán empeñados en el esfuerzo por construir una nueva teología basada en el sistema filosófico de Schelling. A través de Ballanche influía, además, en Lamennais la corriente iluminista y teosófica; Ballanche concebía la Redención como una tarea igualitaria y niveladora y a Jesucristo como el supremo iniciador de una nueva humanidad.
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Al encontrarnos con la corriente iluminista nos vemos llevados a penetrar en lo más misteriosamente humano de la crisis representada por el romanticismo.
La misma estructura ontológica del hombre explica que se le puedan presentar en dolorosa antinomia aquellos elementos que en su dualidad complementaria integran su perfección plenaria: subjetividad y objetividad, sinceridad y fidelidad al orden objetivo, vida y razón…
El hombre se siente inclinado a considerar como lo «principal» aquello que por modo más inmediato se le ofrece, y con lo que se sabe más connaturalmente identificado. Ante el esfuerzo y la violencia, el trabajo penoso exigido por la compleja y ardua conquista de su perfección plenaria, corre fácilmente el riesgo de concebir erróneamente el orden de los valores y de los fines de su vida.
El intelectualismo racionalista es en el fondo un inmediatismo unilateral orientado hacia lo superior y espiritual de la naturaleza humana. Pero en la Historia los sistemas racionalistas se autodestruyen casi en su misma creación. El racionalismo es incapaz de satisfacer el inmediatismo de lo absoluto, que es su más íntima tendencia. Por esto en lo religioso la crisis del racionalismo se consuma en un misticismo panteísta.
El romanticismo es producto de una crisis, que pudo ser fecunda en cuanto orientó a los hombres de aquella generación hacia la vida y la espontaneidad, la subjetividad y la libertad, la intimidad y el sentimiento, la acción y la historia… pero la crisis romántica era singularmente propicia a la confusa aspiración inmediatista orientada hacia una identificación de lo divino y sobrenatural con lo natural y humano.
Ahora bien, a lo largo de la Historia tales tendencias se han ligado con mucha frecuencia con las más violentas actitudes de rebeldía ante las estructuras sociales, frente a los poderes y a la autoridad concreta y palpable de la Iglesia «jurídica» y «jerárquica».
Así la generación romántica, presenció el nacimiento del moderno «cristianismo revolucionario», para el cual Jesucristo es un agitador de singular y eminente categoría.
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Resumen explícita y autorizadamente cuanto nos hemos esforzado en sugerir estas luminosas palabras de Pío X: «Los jefes de “Le Sillon” no han podido defenderse de estas doctrinas deletéreas: la exaltación de sus sentimientos, la ciega bondad de su corazón, el misticismo filosófico mezclado de una parte de iluminismo, los ha arrastrado hacia un nuevo Evangelio [. . .], y emparentando su ideal con el de la Revolución, no temen establecer entre el Evangelio y la Revolución aproximaciones blasfemas»[27].
8. El ideal lamennesiano y el espíritu del derecho público eclesiástico: Lamennais y León XIII
Se ha repetido con insistencia que el programa de Lamennais en L’Avenir, rechazado por su exageración, y porque la genial visión que expresaba se anticipaba a los tiempos, iba a ser el programa de la Iglesia en el mundo moderno a partir del Pontificado de León XIII.
Es ésta una afirmación evidentemente falsa, como no es difícil demostrar. Empecemos por aclarar que en el movimiento católico ultramontano hacia mediados del siglo XIX tuvo no poca influencia el hecho de que la escuela ultramontana agrupada en torno a Lamennais se hubiese enfrentado decididamente con el legitimismo francés. «La Iglesia no podía aceptar la solidaridad del Trono y el Altar que identificaba su causa con la de la monarquía, y era para Ella un deber hacer sus eternos intereses independientes de todo régimen político. Si la escuela de L’Avenir no se hubiese propuesto otro objeto, habría por cierto merecido bien de la religión»[28]. Estas palabras del Padre Enrique Ramière expresan el pensamiento común a todos los ultramontanos intransigentes durante el Pontificado de Pío IX.
Pero, si consideramos lo específicamente típico del ideal lamennesiano y lo comparamos con la doctrina y la conducta de León XIII, encontramos la más profunda y radical oposición.
Notemos en efecto algunos puntos: por lo que respecta a la doctrina sobre el origen del poder civil y la «constitución cristiana de los Estados», el lenguaje de León XIII es constantemente favorable –aún sin resolver la discutida cuestión escolástica– a la tendencia que afirma que la intervención de la comunidad social se limita estrictamente a la designación de la forma y del sujeto del poder político, sin reconocer de ningún modo a la sociedad como el origen inmediato de la misma potestad.
En cuanto a la conducta con respecto a los poderes establecidos, es sumamente notable la analogía entre la posición de León XIII y la de Gregorio XVI en una cuestión tan apasionante para Lamennais como la de la dominación extranjera en Polonia. El Breve de Gregorio XVI de 9 de junio de 1832 dirigido a los Obispos polacos, en que les exhortaba al acatamiento a los poderes establecidos y reprobaba la colaboración con el nacionalismo revolucionario de 1830, fue motivo de escándalo para los ultramontanos de L’Avenir. Ahora bien las palabras de León XIII en 1894 tienen idéntico tono[29]. Los argumentos que en el documento dirigido a los polacos emplea León XIII para exhortarles a la aceptación de la legalidad bajo los emperadores ruso y prusiano, son curiosamente parecidos a los que dos años antes había empleado para invitar a los católicos franceses al «Ralliement» a la Tercera República, León XIII era un hombre de autoridad.
Por esto precisamente insistió mucho en la «trascendencia» de la Iglesia sobre las diferentes formas de gobierno. Pero es imposible confundir su lenguaje con los mitos lamennesianos que, con el pretexto de que la Iglesia se liberase de «comprometedoras alianzas» exigían de Ella que emprendiese como tarea propia la dirección de movimiento revolucionario.
En este aspecto nada más distante también de la posición León XIII, que en su Encíclica Graves de communi sobre la democracia cristiana, exigía se distinguiese netamente la acción en beneficio del pueblo emprendida por los católicos en cuanto tales, de toda actuación política propiamente democrática. Y es que como afirmó Pío X, «el advenimiento de la democracia universal no incumbe a la acción de la Iglesia en el mundo»[30].
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Lo que principalmente sugiere el lema «Dieu et Liberté» es el nuevo programa para la vida de la Iglesia en el mundo moderno. Este programa lo expresó de un modo representativo Montalembert al decir que «la Iglesia no invocaría ya su propia libertad a título de privilegio, sino como su parte en el patrimonio común de la humanidad moderna»[31].
Lo característico de la tendencia católica liberal, que se revela claramente en las expresiones citadas, es el entusiasmo con que en el fondo saludan como un progreso y purificación de la Iglesia esta situación en que vive únicamente al amparo del «derecho común».
En realidad alteran así la valoración histórica y práctica con que la Iglesia misma juzga de las diversas situaciones en que se ha encontrado en sus relaciones con las sociedades políticas.
En primer lugar, hay que subrayar que cuando en el antiguo orden cristiano se reconocía un imperio público de la fe en la vida social, no era esto por un «privilegio» o ley privada, sino en virtud del derecho soberano de la única sociedad religiosa instituida y querida por Dios.
Si consideramos el fondo del pensamiento expresado por Montalembert, podemos encontrar el más patente contraste entre su punto de vista y el adoptado por León XIII precisamente en la ya aludida Encíclica sobre el acatamiento a la República:
«Los católicos nunca se guardarán bastante de sostener el principio de la separación de la Iglesia y el Estado… porque, en efecto, querer que el Estado se separe de la Iglesia, equivale lógicamente a querer que la Iglesia se vea reducida a la libertad de vida, conforme al derecho común a todos los ciudadanos. Esta condición se da en algunas naciones, en las que se constituye un modo de ser que, aunque tiene muchos y graves inconvenientes, procura también algunas ventajas, sobre todo cuando ocurre que el legislador, por una feliz inconsecuencia, no deja de inspirarse en principios cristianos; y estas ventajas, aun cuando no puedan justificar el falso principio de la separación, ni autorizan a defenderlo, hacen, sin embargo, que sea digno de tolerancia un estado de cosas que, prácticamente, no es el peor de todos»[32].
La fórmula misma anunciada con entusiasmo por Montalembert, es empleada por León XIII como una prueba evidente contra el principio de la separación. «La Iglesia en el derecho común» es una fórmula que expresa una situación precaria que sólo es tolerable, por no ser a veces la peor de todas. Sobre lodo, nota León XIII, cuando la «feliz inconsecuencia» del legislador hace que se inspire no obstante todavía en principios cristianos. Inconsecuencia, porque la concesión a todas las «religiones» de iguales derechos «viene a parar en el ateísmo del Estado» según enseñanza del mismo León XIII en la Encíclica Libertas.
No sólo pues como un principio abstracto, sino como un juicio práctico, sabe la Iglesia que no es de suyo efecto de un progreso, ni general y ordinariamente conducente al bien común la separación entre la Iglesia y el Estado. «La estrecha unión que hasta la Revolución Francesa –ha dicho Pío XII– ponía en relaciones mutuas en el mundo católico a las dos autoridades establecidas por Dios… creaba en general como una atmósfera de espíritu cristiano[33]. Hace ver hasta qué punto concibe la Iglesia como prácticamente adecuada a la naturaleza social del hombre, la colaboración mutua de ambos poderes, la consideración de las palabras que dirigía León XIII, en 1895 a los católicos de los Estados Unidos de América:
»Todo el mundo ve en esta República… la Iglesia, muy débil y pequeña al principio, se ha hecho rápidamente muy grande y maravillosamente próspera.
»Hay que reconocer que en este proceso se debe también atribuir su parte a la equidad de las leyes bajo las que vive América, y a las costumbres de una República bien constituida. Porque entre vosotros, gracias a la buena constitución del Estado, la Iglesia, no estando impedida por los lazos de ninguna ley, y siendo defendida contra la violencia por el derecho común y la equidad de la justicia, ha obtenido una libertad segura para vivir y obrar sin obstáculos.
»Todas estas observaciones son verdaderas; sin embargo, es preciso guardarse de un error: a saber, el deducir que la mejor situación para la Iglesia es la que tiene en América, o bien, que es siempre permitido y útil separar y disociar los intereses de la Iglesia y del Estado como se hace en América»[34].
9. Algunas observaciones sobre la evolución del catolicismo liberal
En los momentos de L’Avenir, Dupanloup, que había de ser a partir de 1850 el orientador y verdadero jefe del liberalismo católico en Francia, se contaba entre los más decididos adversarios del movimiento lamennesiano. El hecho no es anecdótico en su vida, puesto que Dupanloup pertenecía plenamente a la corriente de ideas del legitimismo galicano que predominaba en el clero de la Restauración.
En 1845, sin embargo, Dupanloup intervino en la lucha en pro de la libertad de enseñanza por los católicos, con una actitud «pacificadora» y «conciliadora», proclamando abiertamente la adhesión de los católicos franceses a los principios de 1789[35].
Este gesto de Dupanloup fue en lo sucesivo presentado por los ultramontanos intransigentes, que a partir de 1850 adoptaron una neta actitud antiliberal, como el acta de nacimiento del liberalismo católico.
Nos encontramos, pues, con un doble nacimiento del catolicismo liberal: el movimiento de L’Avenir, que Dupanloup denunciaba como violento y revolucionario, y el de la «pacificación religiosa» de Dupanloup denunciado por los ultramontanos de la escuela lamennesiana como debilitador de la energía de los católicos militantes.
Las posiciones filosóficas y teológicas, y los juicios históricos de los liberales católicos de la escuela de Le Corre s p o n d a n t se encuentran en una curiosa continuidad con las de los adversarios galicanos y cartesianos de la escuela lamennesiana.
Estos hechos parecen contradecir la tesis de que se da entre las diversas fases del movimiento liberal católico una íntima continuidad. Esta continuidad, sin embargo, es visible precisamente en el caso que nos ocupa, si consideramos que en el fondo la resentida y romántica intransigencia de Lamennais le había llevado en realidad a adaptarse e integrarse dentro de la tendencia racionalista y galicana latente en la transigencia liberal de una Restauración apoyada en realidad en la ya triunfante burguesía liberal. En la íntima situación romántica de Lamennais en 1830, la estridencia de su pretendido ultramontanismo no había hecho sino ocultar o disimular el paso a los ideales que hasta entonces había combatido.
Por esto el programa de L’Avenir pudo servir años después como bandera de fusión del partido católico con el «partido de orden» que agrupó a la burguesía liberal y conservadora frente al socialismo. La fusión entre los Borbones y los Orleans con un programa de «justo medio» pudo ser patrocinado por Dupanloup invocando los ideales que por primera vez había proclamado Lamennais, el tenaz adversario de las actitudes moderadas y del «justo medio». Es un hecho sorprendente pero que responde a la lógica romántica propia de la «generosa» tendencia de adaptadora intransigencia que es el catolicismo liberal.
10. Resumen y conclusión
Lamennais, encarnación apasionada de la hostilidad intransigente contra la Revolución, llegó a ser el primer profeta del «nuevo Evangelio», que la confunde con el advenimiento del Reinado de Dios sobre el mundo. El ambiente histórico que hizo posible esta evolución es el Romanticismo.
Momento aquel de trágica crisis. Íntimamente penetrados del humanismo «autónomo» de los siglos precedentes, los hombres de aquella época se caracterizaron por la necesidad de un «apoyo» trascendente a la propia individualidad, y que diese sentido a lo que para ellos era lo «importante» y «principal», es decir, al sentimiento, la subjetividad, el instinto y la vida. Esta absorción en ideales colectivos míticamente concebidos, y que sirviesen de pretexto al común esfuerzo liberador que caracterizaba a la generación romántica, tentó también íntimamente a la apologética católica. Lamennais, cuyo sistema filosófico es típico producto del romanticismo, vivió profundamente este pseudocristianismo humanitario, inclinado a un puritanismo purificador y a una mística redentora, cuya impaciencia inmediatista concebía como idéntica la liberación de la humanidad adulta de las trabas del poder y de la fuerza, con la redención cristiana.
El caso de Lamennais, patriarca del liberalismo católico, del cristianismo progresista y revolucionario, es pues solamente la expresión potente y genial de aquello que desde entonces hasta hoy ha tentado a los cristianos de «estos tiempos nuevos». Lamennais creyó ver el espíritu del Evangelio, el sentido del sermón de la montaña en la resentida y venenosa «filantropía según el corazón de Satanás», enemiga de la humildad y de la verdad, alentadora y estimulante del odio y de la tiranía.
Referencias
[1] Cfr. Michel MOURRE, Lamennais ou l’hérésie des temps modernes, París, 1955.
[2] Cfr. Œuvres de M. Le Compte de Montalembert, t. IV, París, 1860, pág. 489 y 501.
[3] Georges WEIL, Histoire du Catholicisme Liberal en France, París, 1909, pág. 2.
[4] Michel MOURRE, op. cit., pág. 8
[5] GOYAU, Lettres de Montalembert à Lamennais, pág. 31.
[6] Louis VEUILLOT, «Rome pendant le Concile», Œuvres complètes, vol. X, París, 1924-1930, págs. 142 y sigs.
[7] Julio MEINVIELLE, Correspondance avec le P. Garrigou Lagrange à propos de Lamennais et Maritain, Buenos Aires, 1947.
[8] Joseph DE MAISTRE, Œuvres complètes, vol. XIII, Lyon, 1886-1891, pág. 219.
[9] Citado por Georges GOYAU en L’Allemagne Religieuse. Le Catholicisme, tomo I, París, 1905, pág. 352, en la nota 1.
[10] PÍO XII, «Discurso al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas», L’Osservatore Romano, 9 dic. 1955.
[11] PÍO XII, «Discurso al I Congreso Mundial para el Apostolado seglar», vol. I, págs. 34 y sigs.
[12] BONALD, Législation primitive. Discours préparatoire, París, 1847, pág. 2 4 .
[13] Joseph DE MAISTRE, Réflexions sur le Protestantisme dans ses rapports avec la souveraineté, vol. VIII, pág. 47.
[14] Félicité de LAMENNAIS, Essai sur l’indifférence en matière de religion, prefacio al II vol. pub. en 1820, París, 1859.
[15] Ibid., cap. III, págs. 52 y sigs.
[16] Citado por Dominique BAGGE, Les idées politiques en France sous la Restauration, París, 1952, pág. 233.
[17] Felicité de LAMENNAIS, Réflexions sur l’état de l’Eglise en France pendant le XVIII siècle et sur sa situation actuelle suivies de Mélanges religieux et philosophiques, París, 1819, págs. 194 y 210.
[18] Michel MOURRÉ, op. cit., pág. 99.
[19] Paul DUDON, Lamennais et le Saint Siege, París, 1911, págs. 61 y 63.
[20] MONTALEMBERT, Œuvres complètes, vol. IX, pág. 423.
[21] Henri HAAG, Les origines du catholicisme libéral en Belgique, Lovaina, 1950, pág. 13.
[22] Max SCHELER, El resentimiento en la moral, Buenos Aires, 1932, págs. 188 a 191.
[23] L’Avenir, 14 junio 1831.
[24] L’Avenir, 29 julio 1831.
[25] DUCATILLON, Dios y Libertad, Buenos Aires, 1955, pág. 191.
[26] LAMENNAIS, Affaires de Rome, París, 1836, pág. 4.
[27] PÍO X, Notre charge apostolique, 25 de agosto de 1910.
[28] Enrique RAMIÈRE, S. I., La bancarrota del liberalismo y del catolicismo liberal, Barcelona, 1876, pág. 123.
[29] LEÓN XIII, Encíclica Charitatis providentiaeque, a los Obispos de Polonia, 19 marzo 1894.
[30] PÍO X, Documento citado.
[31] MONTALEMBERT, Œuvres…, t. IX, pág. 403. Véase también el segundo de los famosos discursos de Malinas.
[32] LEÓN XIII, Encíclica Au milieu des sollicitudes, a los Obispos de Francia, 18 febrero 1892.
[33] PÍO XII, Discurso al primer Congreso Mundial del Apostolado seglar.
[34] LEÓN XIII, Encíclica Longinqua Oceani, 16 enero 1893.
[35] DUPANLOUP, De la pacification religieuse, París, 1845, pág. 249, 268.