Enrique Gil Robles: la crítica al parlamentarismo como núcleo del pseudoorden burgués
Por: Enrique Gil Robles
Fuente: El Matiner Carlí
El liberalismo, como naturalismo jurídico que es, desconociendo, o mejor dicho, negando la verdadera doctrina acerca de la naturaleza, origen y destino del hombre y de la sociedad, no puede fundar, explicar sancionar ni realizar el orden de los actos humanos, así de individuos como de colectividades, sean los que fueren su estado, clase o categoría. De aquí la esencial y radical injusticia del gobierno, cualquiera que sea la jerarquía del sujeto gobernante, el cual si gobierna justamente, no es por el liberalismo, sino a pesar de él y per accidens, en virtud de la honestidad natural que pueda tener el imperante y de la imposición de la realidad y de las circunstancias con que la naturaleza, defensora de la rectitud, se sobrepone en esta esfera y relación, como en otras, a la voluntad torcida de los hombres.
De las filosofías que por falta de fin y motivo de orden, no pueden fundamentar moralidad ni rectitud alguna, surgen esos escepticismos y positivismos prácticos, esos pragmatismos que sólo procuran el bien material y sensible, no de todos, sino de lo que tienen fuerza y recursos físicos para lograrlos en su provecho, bien sea el imperante soberano, bien sus paniaguados parientes y amigos (nepotismo), u otras clases y colectividades. En una palabra, las filosofías y las jurisprudencias nuevas engendran las varias especies y grados de tiranía que, si en las sociedades antiguas procedió de ignorancia y de error, tiene hoy el fundamento sistemático de una metafísica, ética y Derecho impotentes para fundamentar un orden dirigido a un armónico pro común (…)
El liberalismo determina, también, el despotismo en el sentido de más nocivo alcance y trascendencia, pues el despotismo liberal no tanto consiste en la sustitución por el arbitrio de las normas establecidas, o sea, las leyes y costumbres, como en algo más grave: la arbitrariedad injusta de una legislación divorciada de la ley natural y divina. No es el sit pro lege, sino el sit pro ratione voluntas, en el sentido del pragmatismo naturalista, lo que distingue al despotismo liberal, que si no pocas veces infringe, en efecto, la ley establecida, casi siempre, y esto le es más conveniente, por más seguro, hace leyes injustas dirigidas al fin concreto, circunstancial y antijurídico que procura. Legalismo pragmático naturalista debe ser, más bien, definido el despotismo liberal. (…)
Siendo el parlamentarismo el liberalismo condensado y reflejado en el parlamento, no caben en nuestra doctrina las distinciones que son, a la vez, causa y efecto de las disputas respecto de la significación del término y el contenido de la noción; y que, por lo tanto, sistema parlamentario y vicio parlamentario, en las monarquías como en las repúblicas, en los gobiernos llamados de gabinete, y en los denominados representativos, stricto sensu, es lo mismo, sin posibilidad racional de varias acepciones en la palabra y desinencia, expresivas de un sistema natural, radical y múltiplemente vicioso.
El espíritu del parlamentarismo es el mismo del liberalismo, el que constituye el carácter habitual y profundo del pensamiento y la vida modernos, el naturalismo que, aparte de las aberraciones multiformes con que se manifiesta en la esfera de las ideas, tradúcese, en la práctica, en escéptica indiferencia y en efectivo materialismo.
La ausencia de virtud y honestidad social que el naturalismo supone, y que ha injerido y arraigado en las masas, se traduce en el origen mismo y en la formación de la asamblea, o asambleas, electivas en todo o en parte. El cuerpo electoral no vota por ideas, ni en justicia; elige por interés utilitario y sensual de los bienes materiales. Si en toda época, aun en las sociedades más cristianas, la plebe no dirigida obra extraviada por el error, por la pasión y por la conveniencia física y sensible, en los modernos tiempos y pueblos, corroídos de escepticismo y positivismo, la máxima parte de los electores, y no más el pueblo que la burguesía y los aristócratas desertores de su función y puesto, votan por un móvil personal, empezando por el más disculpable de la amistad o el parentesco y concluyendo por los execrables y nefandos de cualquier concupiscencia, vanagloria, interés de bandería, soberbia, ambición de mando, codicia, venganza, etc. Añádase a esto, que cuando falta la virtud social, apenas se conoce y se ama, y mucho menos hay esfuerzo y constancia para defender y practicar la libertad y mantener la independencia del sufragio; así es que, si en todos los tiempos ha sido difícil a la plebe y a la mayor parte de los necesitados de cualquier clase social resistir a la imposición de interés o fuerza mayores, hoy son éstos los que principal y casi exclusivamente disponen del voto, el cual esté sometido, de ordinario, a todo género de coacción injusta, error, pasión, seducción, compra, amenaza de arriba o de abajo. La corrupción y falsificación del voto, sometido a la mentira e iniquidad, es la primera manifestación morbosa del parlamentarismo.
De este voto corrompido surge la democracia de asambleas en que los diputados son, a imagen y semejanza de los comitentes, personas menos que mediocres, en cultura y rectitud, y envenenadas por el error y la inmoralidad propias del liberalismo; de suerte que a la imperfección natural de asambleas numerosas, es decir, de la democracia gobernante, únase el mal espíritu de legisladores sin sentido ético ni jurídico, que legislan y gobiernan para fines prácticos, parciales y subjetivos, en los que el fin justifica los medios.
Este despotismo liberal no ha salido aún de los derroteros por donde lo encaminó la Revolución francesa, esto es, del servicio y provecho de una oligarquía de clase media, especialmente de las capas superiores de la burguesía y, más en particular, de las de la banca, bolsa y agio, en que los judíos tienen tanta parte, mano y ventajosa posición. Es decir, que hasta que el parlamentarismo no se entregue a la tiranía oclocrática y socialista, hoy por hoy, es el instrumento de una tiranía oligárquica de clase media plutocrática, de que principalmente se aprovecha la judería, más acaudalada y despreocupada que los otros ricos no semitas. Este es el más saliente carácter, la manifestación morbosa más grave y perceptible: un tiránico gobierno de plutocracia, especialmente favorable a Israel.
Tal vicio parlamentario, orgánico y funcional, de democracia legalista a disposición y utilidad de una oligarquía bursátil y judaica, o judaizante cuanto menos, es propio del moderno gobierno representativo, en la más amplia acepción del término, y, por lo tanto, común a las dos formas y manifestaciones de aquél: la representativa, en estricto sentido, y la parlamentaria o de gabinete; sólo que más acentuado y dañoso en esta última clase de gobiernos, en que el Jefe del Estado apenas tiene poder, si es que le queda alguno, para contrarrestrar la tiranía oligárquica del parlamento, impidiendo que las cámaras enderecen legislación y gobierno al mencionado monopolio tiránico de la política gubernamental. Yerran, pues, los autores que consideran al parlamentarismo como vicio exclusivo de los gobiernos de gabinete, cuando lo más que puede concederse es que sea en ellos más frecuente e incontrastable, por falta de una jefatura de Estado que, con poder propio, especialmente el de la monarquía, reprima algo o mucho los naturales excesos parlamentarios, aunque del todo no sea bastante a impedirlos o extirparlos. Reducido, entonces el rey o el presidente de la república a dignidad de puro nombre y aparato, con facultades estrictas pero no efectivas, el parlamento, de acuerdo con los ministros responsables, hechura e instrumento de las cámaras o directores y fautores de ellas, o en situaciones intermedias entre supeditación y el señorío ministeriales, gobierna, sin ostáculo, para los reprobados fines que hemos expuesto (…)
La burguesía oligárquica que usufructúa el país por medio del parlamento necesita tener montada corriente y expedita la máquina electoral que lo produce; y al efecto, los partidos en que la plutocracia burguesa se divide, para turnar en el poder explotador, constituyen una organización jerárquica de directores, manipuladores y falsificadores del sufragio, cuyas grados supremos son los altos funcionarios presentes o futuros, y los últimos los agentes subalternos que, por módica merced, desempeñan funciones más materiales y mecánicas de captarse voluntades y sumar votos. Por uso generalmente aceptado, se viene en España llamando caciques a esos caudillos de las banderías turnantes, especialmente a los jefes de provincia o más pequeña localidad y caciquismo, así a esta organización como a su corruptor imperio, a su política y sistema gubernativo y al habitual estado social y público que arguye la ignominiosa plaga. La retribución de esta hueste electoral, que no se licencia pasadas las elecciones, sino que tiene siempre dispuesta para la lucha, es de distintas clases, según el grado categórico del mercenario, pero generalmente es la distribución de los cargos públicos, el poder y el influjo absolutos y despóticos en la localidad, la administración gubernativas dictadas en su provecho; en una palabra, una verdadera soberanía tiránica en los respectivos lugares del cacicato, con todos los gajes y aprovechamientos inherentes a la inmunidad, al mero y mixto imperio de estos nuevos y oprobiosos señores, sin precedente en la historia y de producción y tipo exclusivamente contemporáneos. El caciquismo constituye, pues no sólo la base y el ambiente del parlamentarismo sino un gobierno extra y retro , y sin embargo supraparlamentario, un régimen irresponsable y anónimo, del cual son las instituciones oficiales tapadera engañosa e inmoral.
Enrique GIL ROBLES, Tratado de Derecho Político, II, c. XVIII. (Primera edición. Salamanca 1899)
¿Y quién es, quiénes componen esa minoría tiránica, bien que no de pocos, aunque lo sean en comparación de los explotados y oprimidos? La oligarquía presente es una burguesocracia en que todas las capas de la clase media se han constituido en empresa mercantil e industrial para la explotación de una mina, el pueblo, el país; es una tiranía y un despotismo de clase en contra y en perjuicio, no de las otras, porque ya no las hay, sino de la masa inorgánica, desagregada y atomística que aún sigue llamándose nación.
Enrique GIL ROBLES, «Oligarquía y caciquismo»