
Bolivia despide una de las imposturas más dañinas de su historia reciente: el indigenismo político. Durante dos décadas, una élite mestiza y criolla se disfrazó de “indígena puro”, proclamando el poder del pueblo originario mientras destruía la economía, corrompía las instituciones y degradaba la vida pública.
El discurso masista se sostuvo en falsas dicotomías —indígena vs. blanco, indígena vs. mestizo— que nunca reflejaron la realidad. En el país conviven aymaras, quechuas, guaraníes y una infinidad de mezclas que desmienten toda pureza. “El indígena” fue una invención política: un sujeto abstracto creado para sustituir al ciudadano y para justificar un nuevo orden de privilegios.
Con ponchos, lluch’us y ch’uspas al cuello, los nuevos oligarcas enmascararon su poder bajo símbolos originarios. No reivindicaron la cultura, sino que la usaron como escenografía del dominio. Así, el reconocimiento étnico se transformó en manipulación política, y el Estado se convirtió en teatro.
Decir hoy que “no existen indígenas en Bolivia” no es negar las raíces culturales, sino rechazar la farsa que redujo la diversidad a un mito racial. Muchos aún piden “ministros con cara indígena”, sin comprender que el rostro no reemplaza la virtud ni la capacidad.
El “indígena” del discurso masista fue un sujeto imaginario, una coartada para excluir al ciudadano. Y sin ciudadanía, no hay República. Por eso, la tarea que sigue es abandonar las máscaras: ni indígenas ni blancos, sino ciudadanos bolivianos, iguales en derechos y responsabilidades.
El país necesita cerrar el ciclo del indigenismo destructor y recuperar su tejido cívico.
Fernando Untoja




Por más que se quiera homogeneizar a la población no se va a poder. Tenemos dos raíces culturales muy profundas.
¡Gracias por comentar, sra. Mejía!