ArtículosEnrique Fernández GarcíaIniciosemana del 2 de MAYO al 8 de MAYO

El desperdicio de una época

Felizmente, la historia no es algo fatídico, sino una página en blanco en la que con nuestra propia pluma –nuestras decisiones y omisiones– escribiremos el futuro. Eso es bueno pues significa que siempre estamos a tiempo de rectificar.

Mario Vargas Llosa

En uno de sus ensayos, Bertrand Russell opta por criticar a quienes, como Byron, pretenden ser los más infelices del planeta. Según esa singular aspiración, el mérito radica en tolerar indecibles calamidades, infortunios del peor tipo, tener años profundamente regidos por el destino menos misericordioso. Resulta evidente que dicha posición es tan falsa cuanto ridícula. No se concibe una existencia que sea siempre custodiada por la desventura. Es cierto que, frente a una serie de reveses, el hombre puede sentirse amargado, incluso subyugado por un radical pesimismo. No obstante, hay la posibilidad de resistirse a ese desencanto. Se recomienda evitar las exageraciones, tanto individuales como colectivas, puesto que esa clase de pesar puede caracterizar a numerosos individuos.

Si bien alguien yerra cuando se considera un invariable desgraciado, no pasa lo mismo con los tiempos que nos toca enfrentar. Es verdad que, por distintas causas, las personas magnifican o menosprecian aquella época en la cual viven. A muchos les falta mesura para evaluar su era. Sin embargo, la historia nos muestra periodos más prósperos que otros, lo cual puede marcar a varios sujetos. Pensemos en Hobbes y cómo le afectó vivir entre manifestaciones de violencia, tanto que propugnó un régimen autoritario. Recuerdo igualmente a las víctimas del holocausto nazi, gente que, como Viktor Frankl o Imre Kertész, tuvo en esos años del oprobio un escolta incesante de su presente. Queda claro que puede haber temporadas en las cuales uno viva con mayor sosiego. Huelga decir que ninguna idealización se justifica; las distorsiones del utopista no terminan bien.

El nuestro es, especialmente desde hace algunos años, un tiempo en que triunfan las facilidades de acceso a la información. Gracias a Internet, nunca fue tan sencillo tomar conocimiento de diferentes materias, así sea por pasatiempo. Carlyle se maravilló en el siglo XIX por las bondades de la imprenta. Tenía la certeza de que, merced a los libros, desaparecerían las universidades. Ya no sería necesario ir al campus, soportar un mal docente, rendir pruebas que acostumbran ser intelectualmente improductivas. Todo ello sería relegado con la voluntad y el entusiasmo que distinguen al lector de raza. Ahora bien, si ese historiador conviviera con nosotros, quedaría fascinado por los beneficios del mundo contemporáneo. Más que estar de fiesta, su autodidactismo se declararía en perpetua orgía. Con todo, estimo que su espíritu abrigaría también la decepción, aun el dolor.

Tal como lo expuso Jean-François Revel en 1988, las incomparables ventajas que ofrece la sociedad occidental respecto al acceso a datos y conocimientos, sin duda, no aseguran buenas decisiones. Atravesamos una época en que, con frecuencia, se prefieren las frivolidades, la ociosidad más embrutecedora, los absurdos. Como es sabido, despunta el problema de la banalidad, ese aprecio por las tonterías que se refleja en navegaciones intelectualmente misérrimas. Aclaro que no demando la multiplicación de grandes eruditos; me fastidia el desdén por la cultura, siquiera exigua. Mas tenemos algo peor, pues, aun cuando, debido a diversas fuentes, desde diarios en línea hasta redes sociales, las mentiras políticas pueden hoy ser demolidas, éstas siguen teniendo vigencia. Basta con señalar que, pese al océano de investigaciones en torno a ello, hay mentecatos portando esvásticas, mostrando un tatuaje del Che Guevara o adorando a Lenin. El desperdicio es notorio e indignante.

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