¿Qué es el liberalismo? Aquí te lo explicamos
Por: Danilo Castellano
Fuente: Fundación Speiro
1. Premisa
Resulta, por una parte, bien difícil responder a la pregunta “¿qué es el liberalismo?”, mientras que, de otra, la respuesta es facilísima.
Es difícil responder porque el liberalismo es una doctrina compleja y articulada, rica de perspectivas y matices que –a veces– parecen cambiar la sustancia de la misma doctrina. Cuando, además, el liberalismo pasa de la doctrina a la praxis y, por lo mismo, se traduce en experiencia histórica efectiva (sea moral o política), asume diversos rostros, con frecuencia aparentemente contradictorios. Bastaría pensar, por ejemplo, en el problema que supone la pregunta acerca de si la libertad del liberalismo reside en el silencio de la ley, en su presencia o en su respeto. O en el de qué ley es compatible con la libertad liberal.
Por otra parte, es muy fácil responder a la pregunta porque el liberalismo –se dice– es praxis y filosofía de la libertad. Algún autor (Benedetto Croce, por ejemplo) preferiría decir que la religión de la libertad.
Puede individuarse, por tanto, un mínimo común denominador, que viene dado por la libertad. Pero, ¿qué libertad es la propia del liberalismo? En otras palabras, ¿qué libertad se asume como “verdadera” y en qué orden jerárquico se coloca?
2. La definición de libertad del liberalismo o la libertad como liberación
Esa libertad es una libertad particular. En último término es la libertad gnóstica. Tiene raíces muy profundas y alejadas en el tiempo. Es la pretensión originaria de nuestros primeros padres (Adán y Eva) de ser como Dios, convirtiéndose en autores del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. Y ha encontrado un clima cultural particularmente favorable para proponerse de nuevo y desarrollarse con la doctrina protestante que marca la opción fuerte y decidida en favor del racionalismo desde cualquier ángulo. Una utopía, sobre la que se han construido distintas doctrinas morales y teorías políticas. Todas –sin excepción– han producido una heterogénesis de los fines: ninguna, de hecho, ha conseguido alcanzar la libertad liberal sin contradicciones ni aporías. No lo logró Locke, cuya doctrina ha conducido en el terreno político-jurídico al positivismo puro a través de la hermenéutica del derecho natural racionalista ofrecida –a su juicio– por el soberano. Tampoco lo consiguió Rousseau, cuya teoría política se apoya y concluye en el totalitarismo. No pudo alcanzarlo Kant, constreñido a hacer de la autonomía de la voluntad el instrumento del republicanismo y, así, a no distanciarse en los hechos de las conclusiones de Rousseau, por el que nutrió y manifestó entusiasmos irracionales. Ni siquiera pudo Hegel, que hizo del Estado el momento más alto de la subjetividad por definición libre en su autodeterminación. Finalmente no lo obtuvieron las “nuevas” doctrinas liberales de nuestro tiempo, obligadas a invocar el nihilismo teorético (cuya afirmación constituye ya una contradicción) a fin de imponer ordenamientos jurídicos “neutrales” frente a la realidad y al bien y para imponer también praxis vitales inspiradas en el relativismo.
Las dificultades y las contradicciones de nuestro tiempo son signo y, a veces, prueba del absurdo de la asunción de la libertad liberal como libertad.
La libertad liberal, propiamente hablando, es la “libertad negativa”, esto es, la libertad ejercitada con el solo criterio de la libertad, esto es, sin ningún criterio. Poco importa, bajo el ángulo teorético, aunque la cuestión resulte relevante desde el práctico, que esta libertad se ejercite por el individuo o por el Estado. Lo que destaca es el hecho de que postula que la libertad sea liberación: liberación de la condición finita, liberación de la propia naturaleza, liberación de la autoridad, liberación de las necesidades, etc.
La libertad liberal es, pues, esencialmente reivindicación de una independencia del orden de las cosas, esto es, del “dato” ontológico de la creación y, en el límite, independencia de sí mismo. Aquélla, por tanto, reivindica coherente aunque absurdamente la soberanía de la voluntad, sea la del individuo, de la sociedad o del Estado. Pretende siempre afirmar la libertad respecto de Dios y la liberación de su ley en el intento de afirmar la voluntad/poder sin criterios y, al máximo, admitiendo aquellos criterios y sólo aquellos que de ella derivan, y que –al depender de ella– no son propiamente criterios. De ahí la reivindicación de las llamadas libertades “concretas”: de la libertad de pensamiento contrapuesta a la libertad del pensamiento[1], de la libertad de religión contrapuesta a la libertad de la religión, de la libertad de conciencia contrapuesta a la libertad de la conciencia, etc. Libertades todas, las primeras, asumidas como tales en las Declaraciones de derechos humanos norteamericanas y europeas y codificadas más o menos coherentemente por las Constituciones norteamericanas de finales del siglo XVIII[2].
La cosa no debe sorprender, ya que –contrariamente a cuanto por lo general se piensa– también las Declaraciones de derechos del hombre norteamericanas fundan sus raíces en teorías político-jurídicas racionalistas, comenzando por la de Locke, para quien –como es sabido– por una parte el hombre tiene derecho a la felicidad, pero también tiene el derecho a poner la felicidad en aquello en lo que cree que le hace feliz; mientras que, de otra, en el estado civil goza (o gozaría) de una perfecta libertad de regular las propias acciones y de disponer de las cosas propias y aun de la propia persona conforme cree o, mejor, dentro de los límites de la ley de la naturaleza que le permite y quizá le prescribe disponer absolutamente de sí mismo sin pedir permiso o depender de la voluntad de ningún otro, como escribe Locke en el Segundo Tratado[3].
Así pues, el individuo humano sería sui iuris, no en el sentido de ser libre sino más bien en el de responsable de sus opciones y, sobre todo, en el de poder auto-determinarse como quiere. Guido De Ruggiero, por ejemplo, destacó –como liberal y como historiador del liberalismo– que la subjetividad jurídica sería sinónimo de independencia de toda dependencia natural o coactiva[4]. No sería libre, por tanto, quien está sometido a la ley natural que no permite la autodeterminación absoluta, quien debe estar debajo de una voluntad distinta de la propia. Los Diez Mandamientos constituirían obstáculos para la libertad, como toda autoridad (la patria potestad tanto como la autoridad política) obstaculizaría también tal libertad. Por ello se ha podido sostener que el hombre no nace libre sino que se convierte en libre. La libertad no sería una de las características naturales del ser humano sino una conquista suya dependiente de la sola capacidad (poder) de auto-afirmarse.
No sólo. Todo ser humano, para ser libre, deber ser dueño de sí, no simplemente de sus actos. Lo que significa que debe poder disponer y gozar absolutamente –como sigue escribiendo Locke en el ya citado Segundo Tratado– de la “propiedad de la propia persona”. Sólo el individuo tiene derechos sobre sí mismo. Nada más puede interferir en el goce y en la disposición de su vida y su libertad. Lo que, a su vez, significa que cada uno es soberano de sí. Puede, por ejemplo, disponer libremente del propio cuerpo; puede, por ejemplo, mutilarse por finalidades no terapéuticas (ligadura de trompas, esterilización, etc.); puede disponer de sí por pura conveniencia (cambio de sexo, contratos sobre el propio cuerpo con fines de lucro, etc.); puede reivindicar el derecho al suicidio (con la consecuencia de que el impedir eventualmente la realización de este propósito constituiría delictum, esto es el delito de violencia privada); puede consumir libremente sustancias estupefacientes si entiende que le hacen (al menos momentáneamente) feliz.
Todos, en suma, tendrían derecho –como repite también Marcello Pera– de “escoger y perseguir la propia concepción del bien”, incluso cualquier concepción (comprendida la definida religiosa) siempre que sea compatible con las normas políticas públicas[5].
En esto residiría la autonomía liberal, esto es, la libertad que, por tanto, no debiera ser “concedida” a los individuos y los grupos (como contradictoriamente escribe Marcello Pera), sino que por el contrario sería originaria, esto es, de derecho natural. El relativismo, pues, sería de derecho natural: nadie tendría título –se afirma– para imponer ninguna visión; al no ser ninguna mejor que las demás, todas tendrían el derecho de afirmarse. El liberalismo, por ello, debería acabar (como acaba) en el nihilismo, incluso si –según algunos de sus más influyentes defensores– debiera admitir, según la ratio de la “laicidad incluyente”, que todos pueden afirmar y practicar cualquier opinión y cualquier opción.
Sorprende, por ello, la tesis según la cual “pertenece a la esencia del liberalismo su enraizamiento en la imagen cristiana de Dios”, sostenida (aunque sea como opinión personal) por Joseph Ratzinger[6]. Dios no goza de la libertad radical. Aun siendo omnipotente no puede hacer el mal. Si lo hiciese no sería Dios. Dios, por ejemplo, no puede suicidarse. La libertad de Dios es distinta de la libertad liberal que por esencia es luciferina y, por ello, incompatible con el orden impreso por Dios en la creación y también con la naturaleza divina[7].
La libertad gnóstica, además de ser luciferina por su proclamado “non serviam”, es también absurda.
Lo que, de una parte, sorprende y, de otra, preocupa es que se ha impuesto como “línea-guía” de la historia moderna y contemporánea: no solamente ha inspirado la historia de Europa en el siglo XX, como documentó Benedetto Croce y podemos constatar analizando, por ejemplo, el Risorgimento italiano, sino que ha inspirado también y sobre todo la acción política de los católicos en el siglo XX. Bastaría con considerar el “caso italiano” para comprender cómo, a este respecto, se ha producido una radical aunque gradual cesión al liberalismo: la fundación del Partido Popular italiano (PPI), ocurrida en 1919, no sin críticas de peso y polémicas por parte de exponentes de la cultura católica[8], puso las premisas para la acogida definitiva del liberalismo político en los años de la posguerra de la segunda europea, cuando los católicos contribuye ron a lanzar un ordenamiento jurídico-constitucional que se ha revelado como instrumento de la secularización (entendida en su significado filosófico)[9]. La jurisprudencia de la Corte Constitucional de la República italiana ya ha sancionado definitivamente que los principios decisivos del ordenamiento constitucional de la República italiana son dos: la laicidad y la absoluta determinación de la persona. Lo que significa que la teoría liberal nacida con Locke y desarrollada poco a poco hasta imponerse en el nivel del ordenamiento jurídico ha sido recibida y codificada absolutamente.
3. La disolución del sujeto en nombre de la subjetividad vitalista
El liberalismo, escribe el liberal inglés Hobhouse, “es un movimiento de liberación, una remoción de obstáculos y de apertura de canales para el flujo de actividades libres, espontáneas, vitales”[10]. Esta definición es correcta aunque a algunos pensadores no les parezca adecuada para comprender toda la experiencia liberal. Augusto del Noce, por ejemplo, avanza reservas a este respecto[11]. Parece, sin embargo, que acoge la naturaleza profunda del liberalismo. Su esencia, en efecto, estaría en el vitalismo, sea éste visto como pulsión “naturalista” o sea considerado como “autenticidad”, espontaneidad e inmediatez.
El sujeto humano es reducido así a un haz de pulsiones momentáneas y contingentes. No es el ente que domina, valora, acoge, rechaza lo que en él surge impulsivamente. Es, al contrario, el fenómeno de actividades complejas de una vis incontrolada e incontrolable.
Exactamente lo opuesto de cuanto podemos observar cuando nos referimos a la experiencia real y a la realidad en sí. Aristóteles, observando la realidad, definió al hombre como un animal racional. Un animal que tiene impulsos, pasiones, deseos, necesidades vitalistas, pero que valora y controla al estar dotado por naturaleza de racionalidad y que, por tanto, “usa” guiado por la razón y no por el instinto. Toda la tradición “clásica” confirmó lo fundado de la definición aristotélica. Bastaría pensar, por ejemplo, en Severino Boecio y a su magistral definición de persona (rationalis naturae individua substantia), así como a toda la experiencia jurídica que se apoya en el reconocimiento de la responsabilidad personal, sea responsabilidad civil o imputabilidad penal. El liberalismo, contrariamente a las apariencias y a los lugares comunes, no re valoriza al sujeto, sino que, por el contrario, lo asfixia. Ligándolo estrictamente a la libertad gnóstica está obligado a hacer de la subjetividad un puro fenómeno de autodeterminación de la voluntad; esto es, un hecho, no una sustancia.
Es claro que la moral se convierte, así, en imposible. No sólo porque no hay moral sin responsabilidad individual, sino también porque no es posible la experiencia ética cuando la llamada conciencia pretende “poner” espontáneamente los deberes hacia sí mismos y hacia los demás. Si la conciencia fuese la fuente de la obligación moral, no obligaría. El individuo sería el dueño de la obligación que, por tanto, no estaría sometido a la obligación, sino por encima de ella. Lo que significa que el liberalismo, exaltando la subjetividad, anula no sólo al sujeto sino también su conciencia moral. Está constreñido a hacerlo al haber asumido la “libertad negativa” como libertad, es decir, al considerar que la libertad no es sólo el valor más alto sino que sólo es posible cuando se libera de la verdad. Exactamente lo opuesto de cuanto enseña el Evangelio, según el cual, en cambio, es la verdad la que hace libres.
4. Consecuencias políticas
Son muchas las consecuencias políticas que derivan de la asunción de la doctrina liberal entendida lato sensu. Aquí es oportuno recordar sólo tres.
La primera viene dada por la contraposición entre individuo humano y comunidad política. Deriva de la asunción de la “libertad negativa” como libertad. Si la libertad es tal solamente en presencia de la efectiva posibilidad de hacer lo que se quiere, es claro que todo límite, incluso el que representa la convivencia, se convierte en un mal. Puede ser un mal “necesario”, como afirmó por ejemplo Bentham (a propósito de la ley) y como sostiene Arendt (en lo que toca a la política). Pero sigue siendo un mal. El vitalismo del liberalismo debe coherentemente rechazar toda regla y todo límite. El derecho, sea el natural o el positivo, supone por eso un límite a la libertad, que sólo es tal en ausencia de la ley, donde precisamente callase toda ley. La comunidad política puede representar, en esta perspectiva, un remedio a un mal mayo r. Constituye –sin embargo– un mal, ya que su existencia es, de una parte, manifestación de la “maldad natural” del ser humano y, de otra, esta respuesta se apoya en última instancia sobre el poder no cualificado sino por él mismo, es decir, sobre el poder brutal. Bajo este ángulo, tanto el republicanismo (roussoniano o kantiano) como el Estado de derecho contemporáneo (esto es, aquel Estado en el que nada se puede contra la ley, pero todo se puede con la ley), no son una vía para la superación de la contraposición entre individuo y comunidad política. Representan, al contrario, una solución meramente “formal”del problema: el republicanismo, en efecto, “absorbe” al individuo en la regla (creada por el Estado o por los seres humanos); el Estado de derecho, por su parte, respeto de la norma y legitimidad (de cualquier regla). En uno y otro caso el poder (de uno, de muchos o de la mayoría) queda como fundamento de la legalidad, erróneamente confundida con la legitimidad, a su vez basada sobre el mero poder. El círculo vicioso se revela pues, inidóneo para explicar la experiencia política y jurídica.
La segunda consecuencia viene representada por la doctrina del constitucionalismo, que se apoya sobre un presupuesto liberal como el de que el Estado es el enemigo del hombre. De aquí la necesidad de delinear un confín geográfico entre lo público y lo privado a fin de impedir al Estado que ejercite un poder totalitario, esto es, de pretender que el individuo piense y quiera lo que piensa y lo que quiere el Estado[12]. Esta es la consecuencia lógica de la “creación” de la persona civitatis como ente artificial, definido como público pero en realidad privado, que detenta el monopolio del poder y es fuente arbitraria del derecho. El hombre y la comunidad política no están armados el uno contra la otra en la experiencia y en la realidad. La comunidad política es necesaria al hombre, no como remedio de un mal, sino más simple y noblemente para conseguir un bien (el bien común temporal, esto es, el bien propio de todo hombre en cuanto hombre y por ello común a todos los hombres). Si ese es el fin de la comunidad política, ésta no puede separar público y privado, sino que debe ejercitar el poder respetando su criterio intrínseco, que brota no de la libertad de hacer lo que quiere sino de la necesidad de obrar según la verdad de las cosas. Cuando, al contrario, se insiste en la afirmación según la cual la libertad consiste en poder hacer lo que se quiere en vez de obrar como se debe, está la certeza de que antes o después (y más antes que después) se acaba en el Estado totalitario o en el Estado anárquico (contradicción en los términos aparentemente): el primero ha representado la experiencia del “Estado fuerte” de la modernidad (el Estado teorizado por Rousseau y por Hegel, para entendernos); el segundo ha representado la experiencia del “Estado débil”, agnóstico, neutral, servidor de toda opción individual (realizado, al menos parcialmente, en las democracias y por las democracias de distintos países occidentales contemporáneos). Las dificultades siempre crecientes en las que viene a encontrarse el constitucionalismo derivan de la errónea definición de la libertad.
La tercera consecuencia viene dada por la aceptación del conflicto como presupuesto de la vida asociada y como método de solución de los problemas que ésta levanta. Para la solución de los problemas, una vez más, se recurre al poder y no a la razón. El conflicto, impuesto por la doctrina politológica del Estado (entendido no como institución sino como proceso), se desarrolla dentro de las instituciones y por medio de las instituciones. No es casual que en los manuales de derecho público se afirme, ahora, por ejemplo, explícitamente que el Parlamento es (o es también) el lugar de composición de los intereses. No el lugar, pues, para individuar soluciones razonables y justas, sino el lugar donde se produce el “balanceo” de las fuerzas (partidistas, sociales, económicas, etc.), un enfrentamiento-encuentro que serviría para neutralizar otros tipos de conflicto a través de la creación de un orden político-jurídico coincidente con las representaciones contingentes de la idea de orden que las mayorías expresan continuamente sobre la base de la imposición de sus decisiones como actos de voluntad/poder, no sobre la base de la individuación (fundada o infundada poco importa por ahora a este respecto) del orden político-jurídico; más aún, se renuncia a la búsqueda de este orden que representa la condición de la posibilidad de sus representaciones porque la verdad (incluso sólo su búsqueda) debe ser absolutamente expulsada de la esfera moral, política y jurídica.
5. Conclusión
En este punto, es oportuno concluir reconsiderando la pregunta inicial. La respuesta a la pregunta “¿qué es el liberalismo?” está implícita en lo que se ha dicho. Es utopía, vale decir, doctrina que pretende dar realidad a lo que propiamente es sueño. Es, bajo todo punto de vista, evasión de la realidad (considerada no como “efectiva” o sociológica, sino ónticamente, o lo que es lo mismo metafísicamente): su idolatría de la libertad, identificada con la liberación, ha generado en la historia contemporánea errores y revoluciones que siguen siendo actuales en el momento presente.
El liberalismo ha inducido a los seres humanos a perseguir espejismos.
Espejismo, en efecto, es la pretensión de poder liberarse de la verdad, del propio “estatuto” ontológico, de la propia condición finita.
Espejismo es entender que la bondad de la acción humana depende exclusivamente de la contingente y arbitraria intención propia o que la voluntad es buena cuando desea no deseando nada (aporía, ésta, en la que caen todos los que consideran que sea posible querer queriendo sólo formalmente).
Espejismo es considerar que la política se identifica con el poder no cualificado o, peor, cualificado sólo por la capacidad para hacer efectivo un poder brutal.
Espejismo es sufrir la ilusión de que el derecho depende exclusivamente de la voluntad de los Estados o de los hombres reunidos bajo el nombre de pueblo.
Los espejismos, como es sabido, son ilusiones. El liberalismo en su esencia (esto es, más allá de sus realizaciones particulares) representa la gran ilusión del racionalismo moderno y contemporáneo.
Referencias
[1] M. F. SCIACCA, por ejemplo, subrayó la diferencia que media entre la libertad de pensamiento (relativista y, en último término, nihilista) y la libertad del pensamiento que nadie tiene el poder de encadenar y menos aún de limitar (cfr. Michele Federico SCIACCA, Filosofia e Metafisica, vol. II, 2.ª ed., Milán, Marzorati, 1962, págs. 240-241). La segunda es la única verdadera libertad, puesto que en el pensamiento debe emerger el ser (lo que es), ya que de lo contrario el pensamiento se transforma en fantasía, sueño, utopía. La misma observación debe hacerse para la libertad de conciencia y la libertad de la conciencia. Distinción, ésta, hoy olvidada puesto que la hegemonía cultural liberal no admite (coherentemente) sino la libertad de..
[2] Cfr., sobre el aunto, Danilo CASTELLANO, Razionalismo e diritti umani, Turín, Giappichelli, 2003 (trad. española Madrid, Marcial Pons, 2004).
[3] Cfr. John LOCKE, Segundo Tratado, 2, 4.
[4] Cfr. Guido DE RUGGIERO, Storia del liberalismo europeo, 6ª ed., Bari, Laterza, 1959, pág. 372. Escribe textualmente De Ruggiero a este respecto: “Ser libre coincide con ser sui iuris, esto es, independiente de los otros en el sentido de que se niega toda dependencia natural y coactiva, mientras que ocupa su puesto la que la conciencia de los deberes respecto de uno mismo y de los pone espontáneamente”.
[5] Cfr. Marcello PERA, Perché dobbiamo dirci cristiani, Milán, Mondadori, 2008, pág. 28. Con lo que el ordenamiento jurídico positivo se convierte en el único y el supremo criterio para juzgar de lo bueno y lo malo, de lo jurídico y antijurídico. En suma, la legalidad (entendida como adecuación a y respecto de la norma positiva) se torna en fuente de la legitimidad. Aquélla, sin embargo, además de otros problemas, pone también a la doctrina liberal el del –que Pera sobrevuela– del “límite” de las opciones y de la búsqueda de las concepciones individuales.
[6] Cfr. Joseph RATZINGER, “Lettera al senatore Marcello Pera dd. 4.9.2008 da Castel Gandolfo”, en M. PERA, op. cit., pág. 10. Si fuese así no se podría hablar, por ejemplo, de valores, salvo en sentido subjetivo, incluso subjetivístico. No existirían valores indisponibles porque objetivos, esto es, expresiones del orden natural y no dependientes de la voluntad humana.
[7] Giuseppe BOZZETTI, por ejemplo, ha subrayado con fuerza la inconciliabilidad entre el liberalismo y el pensamiento católico, afirmando que quien, por el contrario, la sostiene, no sabe ni lo que es el liberalismo ni lo que es el pensamiento (cfr. Giuseppe BOZZETTI, “Rosmini e il liberalismo”, ahora en Opere complete, vol. I, Milán, Marzorati, 1966, pág. 267).
[8] Cfr. Agostino GEMELLI y Francesco OLGIATI, Il pro g ramma del P. P.I., come non è e come dov rebbe essere, Milano, Vita e Pensiero, 1919, así como Tommasi Pio BOGGIANI, “L’Azione cattolica e il ‘Partito Popolare italiano’”, en I due anni di Episcopato genovese delll’e.mo signor Cardinale Tommaso Pio Boggiani. Atti pastorali, Acquapendente, Lemurio, 1922, págs. 126-154. La carta pastoral del Cardenal Boggiani de 25 de julio de 1920 fue aprobada por el papa Benedicto XV con una carta dirigida al Cardenal arzobispo de Génova cerca de un mes después de la publicación del documento que había levantado discusiones vivaces y polémicas.
[9] Sobre este punto, se envía a D. CASTELLANO, De Christiana Republica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2004, así como a Pietro Giuseppe GRASSO, Costituzione e secolarizzazione, Padua, Cedam, 2002.
[10] Leonard Trelawny HOBHOUSE, Liberalism, Oxford, Oxford University Press, 1964, trad. italiana Florencia, Sansoni, 1973, pág. 53.
[11] Para la tesis de Augusto DEL NOCE, véase, sobre todo Augusto DEL NOCE, Il problema dell’ateismo, 2.ª ed., Bolonia, Il Mulino, 1965, págs. 327 y sigs. Puede verse, además, el capítulo IV del volumen de D. CASTELLANO, La politica tra Scilla e Cariddi, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2010.
[12] Resulta eficaz la definición de totalitarismo en estos términos del escritor ruso V. VOLKOFF, que ha insistido reiteradamente sobre el hecho de que éste exige de todos no solamente obrar respetando la norma, sino pensar según la norma (cfr. Vladimir VOLKOFF, Il Re, Nápoles, Guida, 1989, pág. 41).