‘La opción benedictina’
Por: Juan Manuel de Prada
Fuente: ABC (parte I y parte II)
Aunque, tristemente, los debates del mundo católico hace mucho que dejaron de resultar relevantes para el común de las gentes, sospecho que entre las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan sigue existiendo interés hacia estas cuestiones. No me resisto, por ello, a echar un cuarto a espadasen la polémica suscitada por el libro La opción benedictina, de Rod Dreher, publicado en España por Encuentro y saludado encomiásticamente por el catolicismo pompier. Creo, además, que este cuarto a espadaspuede resultar también interesante para los detractores del catolicismo, que así descubrirán con pasmo que el enemigo está hecho unos zorros. La opción benedictina se subtitula elocuentemente Una estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana. Su autor es un periodista conservador estadounidense que, después de criarse como metodista, se hizo católico; para después, escandalizado por los abusos pedófilos de cierto clero católico, hacerse ortodoxo. Este baile de San Vito religioso ya nos presenta a Dreher como un converso saltimbanqui y con poco fundamento (amén de fácilmente impresionable); pero la lectura de su libro, de un estilo literario mazorral y una línea argumentativa simplona, nos confirma que la cultura católica se halla sumida en un estado de postración preocupante. Nada nos ha parecido, sin embargo, tan molesto en la lectura como el tufillo de falso chestertonismo con que el autor ha envuelto sus tesis, tan poco chestertonianas. Dreher propone como espejo o inspiración para los cristianos de nuestro tiempo las comunidades monacales instituidas por San Benito de Nursia, tan importantes en la cristianización de una Europa acechada por la barbarie. También los cristianos de nuestra época deberían, a su juicio, abandonar un mundo infestado por ideas y actitudes adversas y retirarse a los márgenes de la sociedad, fundando pequeñas comunidades desde las que sea posible la restauración del orden cristiano. Una restauración que debe abandonar cualquier esperanza de reconstruir ‘desde arriba’ (o sea, desde instancias políticas, en poder del enemigo), para centrarse en una restauración ‘desde abajo’. El primer error de Dreher se halla en la sublimación kitsch y típicamente yanqui de la encomiable labor realizada por San Benito de Nursia. Pues lo cierto es que la extensión de la forma de vida benedictina hubiese sido inconcebible si Carlomagno no la hubiese impuesto en todos los monasterios que se hallaban bajo su protección. Sin el amparo del poder político, la labor de San Benito no hubiese obtenido los resultados espectaculares de todos conocidos; y omitir este hecho denota (amén de una ignorancia notable) un pensamiento caótico típicamente moderno, construido con retazos de mitificaciones emotivistas que sólo conducen a visiones idealizadas (y, a la postre, delirantes) de la Historia. La época dorada de la Cristiandad, como señala León XIII en su encíclica Inmortale Dei, «fue un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados». Y para que esto ocurriera, tal filosofía tuvo que ser impulsada desde los palacios. Por lo demás, hubo otras muchas ‘opciones’, aun dentro de la vida religiosa, que hicieron posible la Cristiandad, aparte de la benedictina: hubo un clero secular que –con apoyo político– se encargó de construir las catedrales; hubo órdenes más ‘mundanas’, como la Compañía de Jesús, que se encargaron –con apoyo político– de evangelizar el Nuevo Mundo o de presentar batalla a Lutero y sus mariachis. Dreher, en fin, además de ignorar el apoyo político que recibió San Benito, atribuye a la ‘opción benedictina’ logros que corresponden a otras ‘opciones’ de vida religiosa, incurriendo en el llamado ‘arqueologismo’, un arbitrario y selectivo modo de mirar hacia el pasado, tomando lo que de él nos conviene para urdir un falso relato histórico y luego meterlo con calzador como argumento de autoridad en defensa de una tesis que se presenta disfrazada de tradicional, cuando en realidad es una tesis típicamente liberal. Renunciar a la política, como propone Dreher, es siempre un dislate; pero además –como denuncia Carmelo López-Arias en una reseña sobre La opción benedictina publicada en la revista Verbo– equivale a sustraerse cobardemente de las obligaciones que tenemos contraídas con la comunidad a la que pertenecemos: «El hombre es un ser social porque nace vinculado a otros con lazos que no puede sustituir por otros de su elección, por elevadas que sean las motivaciones. Nuestro deber de contribuir al bien común persiste incluso en condiciones de disociedad». (Continuará)
La tesis que propone Dreher en La opción benedictina es típicamente liberal, bajo su disfraz tradicional. Su ‘comunitarismo’ presupone, en realidad, la atomización de la comunidad; lo que no es otra cosa sino la adaptación del individualismo liberal a pequeños grupos de individuos, congregados entorno al disfrute de su particular forma de vida. Para que este falso ‘comunitarismo’ (que, llevado hasta sus últimas consecuencias, descompondría la sociedad en un archipiélago de sectas) sea viable, Dreher reclama al Estado que garantice la libertad religiosa y se mantenga neutral ante las diferentes visiones del bien que existan dentro de la sociedad; es decir, pretende fundar una solución tradicional en tesis radicalmente liberales. Y a continuación, en un rasgo de maquiavelismo bastante taimado, añade que «los cristianos necesitamos hacernos con todos los aliados que podamos» y buscar «el apoyo de otras religiones» y «tender una mano amistosa a los gays y lesbianas que no están de acuerdo con nosotros pero luchan por la libertad religiosa y de pensamiento». Un cristiano debe, desde luego, tender una mano amistosa a todo el mundo; pero no buscando hipócritamente fines utilitarios en medio del zurriburri. Como señala Juan Retamar Server en Verbo, Dreher concibe la comunidad como una formación artificial derivada –al más puro estilo roussoniano– de la voluntad de un grupo de personas o familias. Y una comunidad que nace de un contrato, y no de las raíces vivas que la nutren, es siempre una sociedad liberal, por muy conservadora que se pretenda. Como buen liberal, Dreher es partidario de la «privatización de la verdad», entendiendo que los cristianos debemos ‘construir’ comunidades que protejan nuestra fe y la fe de nuestros hijos, con una falta de caridad hacia el resto de la sociedad que consiste, a la postre, en aferrarse egoístamente al bien particular, dimitiendo del bien común. Esta propuesta antipolítica de Dreher es el reverso de otra propuesta igualmente errónea que invita a los cristianos a allanarse ante las modas impuestas por el mundo. Ambas son radicalmente opuestas a la que nos propone la hermosísima y antiquísima Carta a Diogneto (siglo II), donde leemos: «[Los cristianos] viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. (…) Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres. El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero son los que mantienen la trabazón del mundo». La Carta a Diogneto nos hace una propuesta política valerosa y auténticamente cristiana. La opción benedictina de Dreher es una propuesta antipolítica para burgueses que disfrazan su cobardía con los oropeles del catolicismo pompier. Decía Chesterton que los burgueses se dividen en dos grupos: los pretenciosos y los mojigatos. «Los primeros –añadía– son los que quieren entrar en sociedad; los segundos, los que quieren salir de ella y entrar en asociaciones vegetarianas, colonias socialistas y cosas por el estilo». Las opciones benedictinas se hallan, sin duda, entre esas ‘cosas por el estilo’.